16 de mayo de 2024

Juzgamiento

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
22 de enero de 2021
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
22 de enero de 2021

Fueron 21 años, 7 meses y 19 días en que las 24 horas se dedicó a pensar solamente en las razones que pudieron existir para estar tras unas rejas, sometido a un ignominioso tratamiento de máxima seguridad, al ser considerado un sujeto muy peligroso, sin que en su conciencia pudiera pesar un acto criminal con la capacidad de llevarlo a una aplicación legal de la naturaleza de una cadena perpetua sin la posibilidad de reducciones punitivas. Eran días y noches eternas, en muchas de las cuales ni siquiera conciliaba el sueño, aunque siempre llegara a la conclusión de que todo lo que pensara y sufriera por lo que consideraba una grave injusticia, terminaba siendo absolutamente inútil. Los tiempos iban pasando. Había dejado de ser un adolescente, el que llegó a prisión, y era un adulto que comenzaba a ver pequeños rayos blancos en su ensortijada cabellera, que hacia los costados comenzaba a marcar unas ausencias capilares y la visión ya le disminuía, por lo que le debieron adaptar unos anteojos para nivelación de ese sentido y seguir viendo lo necesario para una vez más leerse su expediente sin encontrar razones que le dieran la razón al sistema judicial.

Era una lucha en solitario, en la que apenas lo acompañaban sus familiares y el pastor de la Iglesia de su madre, quien seguramente lo hacía por la solidaridad cristiana obligada de quienes creen en recompensas que no son visibles y están más allá de la vida. Todos le creían, pero poco o nada tenían por hacer. Su convicción de su inocencia era tan profunda que todos los intentos de lucha legal en que fracasaba, se convertían en una especie de aliciente para seguir en lo que era una lucha frontal en defensa de si mismo. Si los pocos que lo acompañaban en esa lucha, lo hacían por solidaridad humana, él si estaba absolutamente convencido de lo que hacía, aunque careciera de los instrumentos ciertos para dar una batalla legal con alguna mínima posibilidad de éxito.

Cualquier ser humano después de una lucha de más de veinte años con resultados nugatorios, se daría por vencido. El nunca lo hizo. Al fin y al cabo lo único que tenía en la vida era su vida y la de un hijo a quien escasamente alcanzó a conocer y de cuya existencia poco o nada volvió a tener noticias, por el encierro a que fue condenado, como si fuese apenas una simple basura humana.

Es que la batalla la había perdido en tres ocasiones. Técnicamente hablando la había perdido una sola vez, pero en la tercera se llegó a la conclusión a la que se quería que se llegara desde muchas voces, comenzando por la de las autoridades legítimamente constituidas, que lo tomaban como un trofeo en su lucha contra el crimen. Querían ejemplarizar con su caso, para que la comunidad se diera cuenta que la lucha contra el delito era cierta y rendía frutos y además presentando a quienes tuvieron a cargo la investigación como los grandes héroes de resultados maravillosos y objeto de reconocimientos y exaltaciones que no permitirían que ni siquiera se llegase a dudar de su actuar. Esos que para los demás eran los héroes, para él no eran más que los autores de su tragedia, lo que de alguna manera conocía por su propia experiencia, pero sin contar con los elementos objetivos que se constituyeran en herramientas de debate legal para exhibir ante un Juez y ante un Gran Jurado.

Tantas veces quiso bajar los brazos y abandonar esa lucha inútil, en la que gastaba todas sus fuerzas, sus pensamientos, sus ideas. Tenía la sensación de que lo mejor que podía hacer era adaptarse a esa vida de eterno prisionero, hacer lo que le ordenaban, vivir sin ambiciones, saber que allí moriría y olvidarse de un debate legal en un sistema judicial hecho a la medida de tantas mentiras. Así se quedaba unos pocos días, pero luego retornaban esas ganas de luchar una vez más. Seguir buscando soluciones.

La primera vez que el Gran Jurado conoció de su caso, deliberó por muchas semanas sobre el asunto, debatiendo prueba por prueba, con el deber de llegar a un veredicto unánime en el sentido de culpabilidad o de inocencia. Entre sus miembros hubo quienes no dudaron un momento de su inocencia. Pero hubo otros, de los doce, que al menos abrigaban dudas y que cuando trataban de resolverlas en algún sentido, no lograban definir nada sin ir en contra de su conciencia, que era el marco en el que se debían mover. Solamente a si mismos darían cuenta de una injusticia. En cualquiera de los dos sentidos. Finalmente no hubo acuerdo entre todos y así se lo manifestaron al juzgador, quien debió aceptarlo y declarar la nulidad del primer juzgamiento.

Con los mismos elementos, con los mismos protagonistas, con los mismos hechos, con los mismos argumentos, con las mismas evidencias, con las mismas herramientas de debate, se convocó a un segundo juicio, en el que lo único distinto era el elemento más trascendente y decisorio, el Gran Jurado. Este oyó con atención los argumentos probatorios de parte y parte. Evaluó los pros y los contras. Recibió la instrucción del deber de unanimidad en lo que determinaran. Fueron nuevamente muchas semanas de deliberación con posiciones encontradas en los dos sentidos.
La acusación a cargo de la Fiscalía general del Estado se basó en esencia en los informes policiales y las deponencias aportadas por los mismos agentes del orden, quienes hacían tan coherente el hecho de la culpabilidad del acusado, que cuando argumentaban, no dejaban duda alguna. Pero al ripostar la defensa, a cargo de dos veteranos y estudiosos abogados, comenzaban las fallas de la lógica en lo expuesto en la incriminación. Los jurados de conciencia, no expertos en derecho, ni mucho menos en criminología, apenas con el necesario título de ser ciudadanos honorables y probadamente decentes, se confundían. Quienes se convencieron de la culpabilidad del reo, no dudaban en darle plena credibilidad a lo dicho por la acusación. Quienes atendían a las grietas probatorias expuestas por la defensa, se mantenían firmes en el análisis crítico de lo dicho por el despacho de la Fiscalía. No tenían la convicción de la culpabilidad, pero tampoco de la inocencia. Con una duda de semejante tamaño, su conciencia le decía que no podían disponer de la vida de un ser humano, a quien una condena enviaría a cadena perpetua. La ausencia de acuerdo fue nuevamente lo que imperó y así se lo dijeron al Juez, quien echó mano de la letra fría de la ley y ordenó una segunda nulidad del juicio y seguir en lo ordenado por el legislador estatal, que no era nada distinto a una convocatoria de un tercer juicio, con los mismos elementos, pero con un nuevo Gran Jurado.

Así se hizo y en el curso del mismo año de 1995, de nuevo los salones de audiencias de un tribunal de Boston, Masachusetts, abrió la causa por tercera vez. Iguales argumentos de acusación. Iguales argumentos de la defensa, que nunca pasó de sembrar la duda en el jurado, pero sin tener en sus manos los elementos probatorios objetivos que lo permitieran, más allá de ciertos errores y ausencia de lógica en algunas de las evidencias, pero sin ataque frontal que fuera capaz de desmontar todo ese aparato acreditador de culpabilidad, que aparecía tan perfecto, que su misma perfección lo ponía en duda. Era la convicción del Estado de la culpabilidad de ese muchacho flaco, alto, de pequeño bigote, apuesto, de facciones duras, largas manos y gestos muy decididos que se limitaba en el juicio a hacer lo que sus abogados le dijeran que hiciera, como que apenas había logrado terminar sus estudios de secundaria y seguir una vida en la que se pudiese levantar unos pesos para vivir, en medio de la calle, ya que tenía hogar, pero era tanto como no tenerlo. Un hermano más callejero que él y una madre drogadicta, enajenada en todas las horas del día. La calle era más atractiva, allí había amigos, había dinero fácil y había muchas tentaciones que se podían alcanzar a la vuelta de la esquina.

Terminadas las intervenciones, el Gran Jurado entró a deliberar, si así puede llamarse su tarea de ponerse de acuerdo en lo que interiormente cada quien estaba convencido, y en pocas horas emitieron el veredicto de culpabilidad que condujo a la autoridad judicial a la imposición de la pena de cadena perpetua, a lo que de alguna manera contribuyó el hecho de que su compañero de calle de esa noche de los hechos ya había sido condenado, por el mismo suceso, a cadena perpetua como autor principal de ese homicidio en la persona de un detective del departamento de policía de la ciudad de Boston. Si ellos estaban juntos en esa noche, frente al Wall Green del sector, donde la víctima dormitaba en su vehículo, estando asignado a la seguridad del establecimiento de comercio, y hubo pruebas para condenarlo, era apenas sencillo de que en el caso de Sean Kareem Ellis, procedía la misma decisión. No hubo quien rebatiera que una cosa era la conducta del otro condenado Terry Peterson, y la suya, pues los delitos se cometen por las personas a título individual del hecho correspondiente a la voluntad dañina de cada quien. Se tomó como otra evidencia en su contra.

Quienes creían en su inocencia se derrumbaron. Sus abogados hicieron uso de los recursos legales, sin contar con elementos probatorios con la fuerza de desvirtuar los que habían fundado la condena. Fue llevado a una prisión estatal. Por la estrecha ventanilla del vehículo en que fue llevado, antes de ingresar al penal, miró, pensando que era la ultima vez que lo haría, el mundo exterior, pero se resistió a despedirse de él. No sabía como, pero iba a seguir luchando por dos cosas en la vida: su inocencia y su libertad. No sabía como, pero lo haría. Por eso nunca abandonó ese pensamiento durante tantos años, que se iniciaron en 1995 y tuvieron un corte legal en el 2015, cuando ya era un hombre maduro, dolido, amargado, con una existencia que no conocía más allá de las duras paredes de una prisión y a quien las calles tan distintas y los seres humanos tan diferentes, le llamaron la atención, y, por supuesto, lo atemorizaron en un comienzo.

Fue enviado por siempre por el crimen del agente John Mulligan, de quien en vida se habló de la mejor manera y ante los demás se presentaba como un solitario luchador en contra del crimen, con resultados positivos permanentemente, aunque todos conocían de la poca ortodoxia de sus métodos ante los más humildes, especialmente los negros, en una ciudad en la que el racismo sigue siendo una característica identitaria. Todos o casi todos sabían que era dueño de muchas propiedades raíces y que además era rentista de capital, sin que ello llamara la atención de ninguna de las autoridades de control, si es que las habían. Era un hombre rico, con el salario de un detective, que si bien no son malos, no da como para adquirir un gran patrimonio. De pronto para una vida decente, pero no de ostentación. Su gusto por las mujeres lindas y jóvenes era bien conocido y a la aceptación femenina ayudaba el poder disponer de recursos para atender caprichos y gustos de las féminas.

A Mulligan lo mataron de varios disparos con arma de fuego en la cabeza, por el espacio que quedó del vidrio semi-abierto de su ventanilla, mientras estaba profundamente dormido en el asiento del conductor, en solitario, al frente del Wall Green. Al levantamiento del cadáver acudieron dos agentes del mismo Departamento de Policía de Mulligan, pero no del escuadrón de homicidios, sino de antinarcóticos, que inexplicablemente desplazaron a quienes tenían esa competencia inicial, pero arrojaron resultados inmediatos y eso legitimó la autorización del jefe de policía, a quien el comisionado y el alcalde mantenían presionado por resultados en contra de la grave inseguridad ciudadana. En muy breve tiempo echaron mano de dos negros: Terry Peterson y Sean Kareem Ellis, a quienes conocían, sabían donde vivían, los habían intervenido en varias ocasiones en las calles como expendedores al menudeo de narcóticos. Crearon el ambiente para vincularlos con el crimen. Ambos aceptaron haber estado la noche del 26 de septiembre de 1993 frente a ese Wall Green, a donde el segundo había ido a conseguir unos pañales desechables para su bebé y fue acompañado por el primero. Necesariamente habían pasado frente al agente Mulligan y torpemente Peterson había puesto su mano derecha sobre el vidrio de la ventanilla del conductor donde dormía Mulligan, a lo que no le dieron ninguna importancia, pues fuera de esa cercanía no habían realizado absolutamente ningún acto en contra de esa persona o de ese vehículo.

Comenzó entonces la apresurada investigación en la que los investigadores ya tenían previamente establecido quienes serían los autores para la imputación, como en muchas de esas indagaciones de resultado exprés que en Colombia realizaron dos generales a quienes consagraron de héroes y llenaron de chatarra el pecho con condecoraciones de todo orden, para terminar en una cárcel como mentirosos y partícipes de crímenes de lesa humanidad, pues no eran más que investigadores de pacotilla, para cada caso tenían ya preparado el resultado final, al que siempre le dieron credibilidad judicial, como en este caso, por el prestigio de resultados ciertos de los agentes Keneth Acerra y Walter Robinson, especialistas en antinarcóticos y auto asignados criminalísticos para homicidios, con tal de conseguir el resultado que ya tenían en sus mentes. El montaje de testigos y hallazgos de evidencias en lugares inusitados, estaba en marcha y los dos negros puestos en prisión. Además, en una ciudad racista, dos negros incriminados en la muerte de un policía blanco, no era nada extraño a nadie, de pronto a los negros, que sabían del tratamiento de ciudadanos de segunda que les daban.

Para el año 2004 a Sean K. Ellis le nace una nueva esperanza. Ya eran once años desde cuando lo incriminaron, tras las rejas. Conoce del prestigio y las calidades de la abogada Rosemary Scapichio, una mujer con exceso de peso y de inteligencia y consagración a su profesión. Con rasgos bellos en su rostro, no da ninguna importancia a su figura y acepta representar a Ellis en adelante, sin tener claro exactamente que iba a hacer, pues luego de tres juicios había sido condenado a cadena perpetua y los recursos interpuestos habían sido rechazados por carencia de sustento probatorio. Los abogados iniciales se dan por vencidos y aceptan que los reemplacen. La Scapichio comienza, en asocio con su asistentes, una brillante y dedicada abogada joven, a realizar una ardua investigación por su propia cuenta, contando con el apoyo de avezados investigadores criminales y echa mano de lo sembrado en los juicios anteriores, que no era más que la duda que podían generar la credibilidad de los agentes investigadores en el caso.

La nueva defensora se concentra en la vida y obra de los policías que llevaron a la cárcel a Ellis y Peterson. Se dedica a solicitar toda clase de informes oficiales, esculca hasta el final y comienza a armar un gran rompecabezas, que inicialmente no tiene seguridad de que vaya a arrojar resultados positivos, pero sigue acumulando nuevas pruebas, no sobre la muerte de Mulligan, sino sobre la vida de este (es cuando se sabe que era rico y rentista de capital) y de sus amigos de toda la vida Acerra y Robinson, quienes sin nadie asignársela se hicieron cargo de la investigación de ese homicidio que se convirtió en noticia de todos los días de los medios masivos de información de Boston. Comenzó a dar a conocer muchos de esos elementos a la prensa y esta comenzó a sembrar dudas sobre los verdaderos autores del crimen de Mulligan y sobre la imperante corrupción en el seno del Departamento de Policía de la ciudad. Hizo conocer de todos esos elementos a la Fiscalía, para que esta se prepara en el caso de que lograra un nuevo juicio, el cuarto, para Ellis, a quien convirtió en. uno de sus ayudantes investigativos, con esas informaciones que estaban en su poder y que había masticado por tanto años en prisión.

En el 2018, 21 años, 7 meses y 19 días después de la prisión de Ellis, consigue que le asignen una nueva Juez, en este caso Karoll Ball, quien realiza un juicioso estudio de todas las evidencias que presenta la defensa y de entrada acepta concederle la libertad a Ellis, por acogerse a declarar la nulidad de todo lo actuado y ordenar un cuarto enjuiciamiento, que por el largo paso del tiempo no podía hacerse con el implicado privado de la libertad. Fija una fianza que logra recolectarse entre muchas personas y lo envían a casa y a la calle, portando un GPS en su pierna derecha, para localizarlo en cualquier momento. Ellis se dedica a ayudarle a su defensora y arman toda una estrategia con la que irán a un nuevo juicio. Mientras tanto la ciudad vive el proceso electoral de designar un nuevo Fiscal general, ante el término del período del anterior, en el que resulta ganadora una mujer negra Rachel Rollins, quien como abogada nunca había estado convencida de la responsabilidad de Ellis en ese crimen.

Mientras Rollins se posesiona en los primeros días de 2019, funge como Fiscal un encargado, quien se ocupa del caso Ellis y evalúa la carga probatoria de la Scapichio, decidiendo definir de una vez el caso, para no entregarle ese fardo lastroso a la nueva jefe de las investigaciones criminales. Sin vergüenza alguna dice públicamente que Ellis si fue el autor de la muerte de Sullivan, pero con el paso del tiempo la prueba incriminatoria se ha debilitado y no hay disposición de su despacho de someterse a una confrontación en la que pueden haber debilidades. Prefiere cerrar el caso, levantar todos los cargos en contra de Ellis, solicitar al despacho judicial que se le retire el GPS de su localización y que en 2020 Sean Kareem Ellis recobre su libertad plena, para ser un ciudadano de bien, dedicado a obras de solidaridad y dictar conferencias sobre su caso, ejemplo de injusticia y corrupción, presentada con el escudo de la eficiencia y la transparencia. No es la primera, tampoco es la última vez que ello sucede en el mundo.

Son ocho horas de exposición del tema, en una serie documental de fina estructura narrativa de la Plataforma Netflix, dirigida por Remy Burkel, con guión de su autoría, en asocio con Jean Javier Delestrade, presentada en ocho episodios con múltiple uso de filmes de televisión, tomados de los noticieros y de las filmaciones del proceso judicial. Una serie de mucho impacto que debería ser vista por los abogados y estudiantes de Derecho, para conocer un poco lo que es una tarea probatoria en un caso determinado y hasta donde se debe llegar para conocer de la veracidad de los hechos.