2 de mayo de 2024

En los sesenta años del diario La Opinion, de Cúcuta

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
17 de junio de 2020
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
17 de junio de 2020
Entrega de la orden del Congreso a Colprensa por parte del presidente del senado, Luis Fernando Londoño Capurro en la sede de Colprensa en el barrio La Merced. De izquierda a derecha, Óscar Domínguez, director de Colprensa, José Eustorgio Colmenares, presidente de la Junta Directiva, Londoño Capurro, Margarita María Escobar, gerente, y José Alarcón, jefe de protocolo del Senado.

Apreciados José Eustorgio, gerente, y Estefanía, directora, salud.

Reciban mis felicitaciones por los sesenta años de actividades de La Opinión, como nos lo recuerdan en el contundente editorial de lunes 15 de junio. Modestia apártate, pero tuve una bella amistad con su ilustre taita y con doña Esther, su distinguida y amable esposa y paisana mía.
Muchas veces departí con el doctor Eustorgio en  las Juntas directivas de Colprensa donde dejaba oír su autorizada voz de periodista y hombre de empresa.

A raíz del asesinato del doctor Eustorgio el 16 de marzo de 1993 escribí estas líneas cuatro días después de su sacrificio. Se las reenvío en homenaje al colega sacrificado.

Larga vida para La Opinión, Óscar Domínguez

El doctor Eustorgio

Una de las profesiones adicionales que ejerció gratuitamente en vida el sacrificado director del diario La Opinión, de Cúcuta, Eustorgio Colmenares, fue la de conciliador.

Fue discípulo de Gandhi en la práctica de la no violencia. Esta calidad acrecienta más aún el dolor  y el estupor por su asesinato.

Quienes lo graduaron de mártir (la guerrilla del ELN), a lo mejor no sabían que el doctor Eustorgio no admitía enemigos a la izquierda ni a la derecha.

En sus juicios y en el ejercicio del periodismo era siempre el fiel de la balanza, recuerdan sus pupilos de La Opinión, todavía sin entender por qué lo mataron cuando tomaba el fresco vespertino  en compañía de su esposa, doña Esther Ossa de Colmenares, una dama nacida en Caramanta, Antioquia.

Se conocieron en las aulas universitarias en  medio de los ruidos cacofónicos de los aparatos de odontolgía  cuando los dos estudiaban este oficio en Medellín.

Eran alfiles del mismo color e integraban una hermosa coalición ante la cual no cabía otra alternativa que la de quitarse respetuosamente el sombrero.

Las exequias de este hombre feliz de nombre inverosímil se convirtieron en un plebiscito de repudio  a su asesinato porque la gente se demoraba más en conocerlo que en convertirse en su amigo, relacionado, cómplice o subalterno.

Era de una discreción suprema. El protagonismo, entendido como vitrina, nunca fue su fuerte.

Estaba hecho para el diálogo. Los de arriba y los de abajo desfilaban indistintamente por su oficina de periódico, su sancta sanctorum de todos los días que fundó en dueto con el expresidene Barco de quien de pronto recibía una llamada desde la soledad del poder, o desde su despacho de diplomático en Londres para calmar alguna nostalgia cucutoche.

Como los valientes, siempre andaba solo. Nada debía, nada temía. “Esos toches no me hacen nada”, solía decían cuando le insinuaban que anduviera con escolta por cuanto podía figurar en la agenda fúnebre de la guerrilla, por ejemplo.

Sun asesinato es un golpe bajo al ejercicio periodístico que  desempeñó con honestidad, desprendimiento, profesionalismo y entrega total.

Pero como los grandes, el doctor Eustorgio “no murió, quedó encantado”, como escribió el poeta. Su ejemplo queda como activo fijo entre quienes disfrutamos de su amistad y enseñanzas.

Porque ejerció la docencia efectiva, aquella que se enseña a partir de la práctica.

Sin estridencias repartía sus conocimientos en cátedra improvisadas al cierre del periódico, o en las mañana cuando había que jalar alguna oreja por cualquier lapsus que se filtró en la edición.

De pronto buscaba con su sonrisa desprevenida a un abogado que utilizó mal el verbo abrogarse.

No tuvo tiempo de ser importante. O mejor, no le interesó ejercer su importancia ganada en mil batallas desde la administración municipal de Cúcuta, en el Congreso o en el alto gobierno.

Para decirlo con una frase prestada a los antiguos cristianos, sangre de periodistas como él, es semilla de futuros Eustorgios.