2 de mayo de 2024

Balompédicas (7) Crónica de una tarde en el Maracaná

Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
29 de junio de 2018
Por Óscar Domínguez
Por Óscar Domínguez
Fue director de Colprensa y ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania).
29 de junio de 2018

Óscar Domínguez Giraldo

Mejoré mi hoja de vida balompédica con una visita al Maracaná, de Río, y perdón por la redundancia. En el estadio “o mais grande do mondo”, cabían ese día cien mil “torcedores”. (Digo cabían porque ahora caben menos; en 1950, cuando ocurrió el maracanazo, cabían doscientos mil, de pie la mayoría, claro).

Un dato que aparece en los tableros indica que pagamos la entrada 29.508 aficionados, incluido este abuelo de Sofía Mo, mi nieta, nacida en estos pagos. La dejamos en su casa de Urca y nos fugamos mi yerno y yo. Nos codeamos con 3 mil  más entre carnetizados, colados e invitados especiales. Pagamos 20 reales – 20 mil pesitos- la entrada.

El Maracaná fue inaugurado en 1950 con el peor tsunami que ha padecido el país: la derrota 2-1 ante Uruguay que ganó el mundial de fútbol, un deporte que se juega en Brasil desde 1894. Friaca, hizo el primer gol de los anfitriones. Empató Schiaffino.

Ghiggia dejó el país de siquiatra con el gol (“orgasmo del fútbol”= Eduardo Galeano) del triunfo. Los discursos, relojes y camisetas que se habían impreso celebrando anticipadamente el triunfo, quedaron para el museo del ridículo. (Donde hubieran eliminado a Brasil en el mundial de Rusia, no solo Neymar, hasta el Cristo del Corcovado habría derramado una furtiva).

Para un católico de amarrar en el dedo gordo, su sueño es estornudar cerca del Papa, en la Plaza de San Pedro. Un judío prefiere golpearse contra el Muro de las Lamentaciones, en Jerusalén. Un aficionado al fútbol, como este negro, criado en los peladores y mangas del barrio Aranjuez, al nororiente de Medellín, no soñaba con conocer el Maracaná, o Maraca. Pero aquí vine a dar.

Hora: 6:30 pm. Se enfrentan Botafogo, mi equipo de siempre en Brasil, y Flamengo. Los hinchas del Flamengo nos triplican. Son ruidosos, como todo aficionado que se respete. Pero pacíficos. (Bueno, el domingo del partido, la prensa publica una fúnebre estadística: Brasil es el país del mundo donde más hinchas han muerto en 10 años por roces entre aficionados: 42).

Ordenado y limpio el Maracaná. Se podría comer y dormir en él. Escoba en mano, un equipo se encarga de barrer constantemente. Todos tenemos silla asignada. Ante todo, comodidad para asistir al rito del fútbol cuyos orígenes se remontan a los chinos de la dinastía Ming. Egipcios, griegos, romanos, japoneses, jugaban con una pelota. También indígenas de América.

Primero las damas

Nos acomodamos en buen sitio. Con mirada panorámica al centro del campo. Nada de himno nacional como aperitivo para empezar la velada. A lo que vinimos. El árbitro, Pericles, tendrá 90 minutos para que le recuerden a su mamacita.

Sorpresa: una dama de cola de caballo, no precisamente una garota de Ipanema, es una de las jueces de línea. Al entrar y al salir del estadio sus colegas, le hacen calle de honor: primero las damas. También la juez, la señorita Fernandes, coleccionará  sus buenos madrazos. A la hora de ofender, el “torcedor”, como se le dice aquí,  no respeta pinta.

Dos gigantescas pantallas de televisión transmiten el partido. Algo así como llover sobre mojado. Repiten las jugadas claves. También pasan propaganda. Negocio es negocio.

Entre semana, en este descomunal Brasil de 8,5 millones  de kilómetros cuadrados y 184 millones de personas, los partidos se juegan de  noche. En todo caso, después de las telenovelas. Primero el amor, el coqueteo, la infidelidad, el chisme. Después el fútbol que aquí es religión, según cronistas deportivos que los hay, y excelentes.

Asisten niños “acompañados de adultos mayores”. Hay mayoría femenina en la gradería. La gente  grita tan fuerte para estos oídos de “proustático” que del estadio iré, supongo, al otorrino. Cualquier oído, así desconozca el portugués, “esa lengua sin hueso”, al decir de Cervantes, descifra cuándo los gritos son de elogio, o van en contra de la honra y familia de los jueces.

CIUDAD CORRUPTORA DE MAYORES

También en Río, el fútbol saca el domingo del anonimato. Y eso que por estas calendas, el balompié de los cinco veces campeones mundiales no produce ni frío ni calor. Es del montón, dicho sea sin benevolencia. El comentario no es mío. Lo pirateo del diario O’Globo, de Río.

En este Maracaná que es la prolongación de la casa y parece una inmensa sala de teatro para “interpretar”, no para jugar  fútbol, los cariocas, gentilicio de los de Río, “ciudad corruptora de mayores”,  se sienten cómodos.

El ambiente es tan relajado que en las graderías venden cerveza. Apenas  esculcan a la gente. Un policía con sonrisa de varios soles, se interesa someramente en lo que llevo en mi bolso arhuaco que delata mi obvia condición de forastero.

A diferencia de lo que sucede en “mi patria colombiana”, los jugadores cobran tranquilos los tiros de esquina, sin miedo a la afrenta aleve desde la gradería. Solo interrumpirían al jugador para mendigarle un autógrafo, o invitarlo a una feijoada. Cero agresiones.

El guardia examina también mi cámara de retratar  que perpetuará mi presencia allí.  ¿Si no aparece el retrato por ninguna parte, quién me va a creer? Sería imperdonable ir al Maracaná y no chicaniarle a los eternos y viejos amigos de la cuadra de la infancia, todos ilustres candidatos al bisturí que extirpa presas inútiles como su majestad la próstata.

COMO QUIEN CULTIVA ORQUÍDEAS

Si bien éramos escépticos sobre la calidad del partido, los hechos demuestran lo contrario. Los 22 artistas del cuero vinieron a ganarse decentemente el pan. Sudan su oficio. Juegan “como quien cultiva orquídeas”, según decía un escritor describiendo el fútbol de Garrincha, vieja gloria del Botafogo.

Los atletas saben que puede estar en la tribuna un “tratante de blancos”, esos cazatalentos prepotentes enviados por equipos europeos, que los pueden sacar de pobres. A ellos y a sus familias.

Pero así no hubiera “voyeurs” en la galería, juegan por amor a su arte, con arrestos de primíparo. Como si estuvieran jugando para nadie en la cancha del barrio. Acaso monitoreados por papá  y por la garota que les quita el sueño y les muele el aire.

Con ella les gustaría tener otro Pelé, como el que expulsó el Chato Velásquez en el Campín, de Bogotá,  para alcanzar la inmortalidad. O  repetir a Garrincha. (El original, Mané, jugó para el Júnior de Barranquilla en el ocaso de sus goles. El licor se encargaría de sacarlo del estadio de la vida).

Ese domingo  tenía curiosidad por ver a un jugador con nombre de emperador romano, Adriano, quien había renunciado al sueño europeo. El gigantesco morocho no era feliz en Roma. Era infeliz en euros.

Le dijo adiós al primer mundo y prefirió ser feliz en reales en  Río, junto a su familia, sus amigos, la cachaza, el Corcavado, el rodizzio,  el  Pan de Azúcar.

No defraudó Adriano. Hizo el gol del empate del Fluminense. Se perdió varios. Perdonado. Al final fue un buen partido que terminó en tablas: 2-2. (“Cuando dos equipos empatan, ambos pierden. Es una derrota recíproca y humillante”, pontifica el dramaturgo y cronista Nelson Rodrigues).

Mi ego futbolístico ha quedado satisfecho con la fugaz visita al Taj Majal del gol. (Exageremos, no importa). Chuliado el Maracaná.  Obrigado.