28 de abril de 2024

Huellas en la Academia de la Lengua

27 de mayo de 2018
Por Jorge Emilio Sierra
Por Jorge Emilio Sierra
27 de mayo de 2018

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*)

(Presentación del libro “Huellas en la Academia” en el Paraninfo de la Academia de la Lengua) 

En Marsella, mi bello pueblo de infancia situado en el corazón del Eje Cafetero, oí hablar por primera vez sobre la Academia Colombiana de la Lengua.

Fue acaso en los labios de mi abuelo Felipe, tan buen lector (un mal de familia, pues era pariente de Ñito Restrepo); o en la escuela, cuyos actos culturales se engalanaban con algún declamador de poemas populares, importado “de la capital”, y sobre todo en los cursos de literatura, mi clase preferida, por la que alguna vez recibí, dizque en reconocimiento al mejor estudiante, un premio maravilloso: El Parnaso Colombiano, libro donde varios de nuestros mayores poetas figuraban como miembros de la noble institución que ahora nos alberga.

De Pereira a Bogotá

Años más tarde, en Pereira, cuando ya cursaba bachillerato y me preciaba de ser un imberbe intelectual que dirigía el centro literario y el periódico del colegio, compartí escenario -¡como poeta!- con un ilustre coterráneo, Óscar Echeverri Mejía, quien era miembro, según se proclamaba a cuatro vientos, de la Academia Colombiana de la Lengua. ¡No podía creerlo! ¡Era como estar al lado de Dios, nada menos!

Después en Manizales, consagrado a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad de Caldas mientras fungía en “La Patria” como director del suplemento literario y subdirector del periódico, podía exhibirme con orgullo al lado de varios académicos: Jaime Sanín Echeverri, con quien me senté a manteles tras una conferencia suya sobre literatura colombiana; Juan Gustavo Cobo Borda, amigo desde entonces, y Otto Morales Benítez, cuyo estímulo fue decisivo en aquella incipiente carrera literaria.

Y ni se diga cuando llegué a Bogotá, en los albores de los años ochenta, al toparme con esta espléndida edificación, donde se levanta, a su entrada, la imponente estatua de Miguel Antonio Caro, uno de los fundadores de la Academia. Tan grata impresión inicial es la que también, con seguridad, cualquiera de ustedes conserva todavía.

Luego tuve la dicha, gracias a la generosidad del Gran  Otto, de asistir a algunas de las solemnes ceremonias en su deslumbrante Paraninfo donde hoy nos encontramos, como cuando el escritor mexicano Leopoldo Zea dictó su cátedra magistral sobre la urgente necesidad de elaborar una auténtica filosofía latinoamericana.

Con el paso del tiempo, en mi condición de director del diario “La República”, asistí acá a diversas actividades académicas (entre las que recuerdo, de manera especial, los actos de posesión de dos de mis más queridos maestros: José Consuegra Higgins y Héctor Ocampo Marín), y finalmente, vinculado a la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN), en este mismo sitio se presentaron tres de mis libros: Jaime Sanín Echeverri: Un humanista integral, Jaime Posada: El poder de las ideas y Tras las huellas de Morin…

Dichos antecedentes habrán influido en algo para que el historiador Antonio Cacua Prada (con ayuda divina, según creo) osara postular mi nombre como miembro correspondiente, título que en este momento poseo, a mucho honor. Es el mayor honor de mi vida, sin duda.

Primeros escritos

Tan pronto fui elegido en la Academia, y aún antes de posesionarme, comencé a asistir cual si fuera uno de sus integrantes. No era para menos: un viejo sueño se hizo realidad, sin haber hecho nada para conseguirlo. E iba tomando notas en cada sesión, como es usual entre quienes nos hemos ganado el pan de cada día, ejerciendo “el oficio más bello del mundo”.

Todavía era periodista (por cierto, nunca dejo de serlo). Entonces dirigía en Barranquilla, en la Universidad Simón Bolívar, la prestigiosa revista Desarrollo Indoamericano que hace medio siglo fundara Consuegra Higgins con el propósito de formular y promover una teoría propia del desarrollo económico y social en América Latina.

Fue así como participé en la inauguración de la Sala Otto Morales Benítez, nueva sede del Instituto para el Humanismo Social, donde Belisario Betancur recordó su época de humilde estudiante universitario en Medellín, cuando el famoso riosuceño, como director del suplemento “Generación” del diario El Colombiano, le tendió la mano para aliviar su pobreza.

“Los colombianos -dijo el ex mandatario, miembro honorario de esta institución- tenemos una deuda con Morales Benítez, que aún no pagamos: ¡No lo hicimos presidente de la República!”. Y agregó con nostalgia: “¡Qué gran presidente hubiera sido!”.

De Otto, a propósito, al cumplirse en 2016 el primer aniversario de su muerte que coincidía con los 400 años de la del Inca Garcilaso de la Vega, su hijo Olympo, desde la silla S que meses antes ocupaba su padre como miembro de número, leyó apartes de su obra sobre el Inca y la independencia de las Américas, donde el justo reclamo por la identidad cultural de nuestros pueblos volvió a hacer acto de presencia.

Y al cumplirse también cuatro siglos de la muerte de Shakespeare, Cristina Maya (quien hoy me honra con la presentación de mi libro), desentrañó una vez más, guiada por el especialista Harold Bloom, el profundo significado de Hamlet, personaje emblemático de la literatura universal que encarna, como ningún otro, la conciencia moral del hombre frente al terrible flagelo de la corrupción en el ejercicio del poder.

Yo, por mi parte, no me quedé por fuera: al posesionarme, en octubre de 2016, como individuo correspondiente, abordé en mi disertación académica los versos populares, románticos y humorísticos, del “Poeta de La Ruana”, Luis Carlos González, que concluí con las siguientes palabras: “Hay que volver la mirada a los grandes escritores nacionales que se hunden cada vez más en el olvido, obviamente en nombre de la identidad cultural, de esa cultura propia, con profundas raíces históricas, a la que consagraron sus vidas miembros ilustres de esta academia, como Otto Morales Benítez y José Consuegra Higgins, ante cuyo recuerdo permanente nunca podremos eludir tal compromiso”.

Esos informes aparecieron en la siguiente edición (y última que yo dirigí) de Desarrollo Indoamericano, bajo el título: De paso por la Academia Colombiana de la Lengua, que fue el inicio, sin saberlo, de mi nuevo libro –Huellas en la Academia-, donde he pretendido seguir los pasos que esta institución, con casi 150 años encima, viene dando todavía para bien de la cultura nacional.

Encuentros literarios

Así empecé a conocer su historia más que centenaria, pero también su sede, este magnífico edificio de estilo neoclásico, a través de sus jardines, la sala de recepciones y el Paraninfo con los extraordinarios murales del maestro Luis Alberto Acuña, estatuas y bustos de notables pensadores, la Biblioteca Antonio Gómez Restrepo, un verdadero tesoro de joyas bibliográficas, y tantos salones y oficinas que nos hablan, en silencio y entre sombras, de un glorioso pasado al que no debemos permitirle que se aleje y desaparezca.

En gran medida, fue como el regreso a mis años juveniles, cuando la literatura era todo en mi vida, con noches de desvelo, soñando con un libro en la mano mientras pulía versos y preparaba algún ensayo literario que publicaba en La Patria de Manizales, por donde cruza el meridiano intelectual de Colombia.

Volví, pues, a pasear por la ruta de Don Quijote (otra vez de la mano de Eduardo Caballero Calderón en su memorable Breviario), con la agradable compañía de su progenitor, don Miguel de Cervantes Saavedra, convertido hoy, más allá de ser el padre de la lengua castellana, en padre de la novela moderna, sin olvidar la importancia de sus obras de teatro.

De pie ante el mural de Acuña que ustedes ven al frente -“Apoteosis de la Lengua”-, o sea, de su pintoresco mosaico con personajes estelares de la literatura en idioma español (el Cid Campeador, la Celestina, Martín Fierro, Arturo Cova…), tuve un breve encuentro con Lautaro y Caupolicán, sacados de La Araucana, para narrar su trágica historia en la lucha heroica por la libertad de nuestros pueblos.

Y al conmemorar, en 2017, el sesquicentenario de la publicación de María, nuestra inmortal novela romántica, logré develar, con la visión superior que solo los años pueden dar, la dimensión religiosa que brota de sus páginas, signadas por una honda espiritualidad que expresa, con sentimientos cristianos, el amor auténtico, limpio, sincero, que nos acerca a Dios.

Me regodeé, además, con el Inca Garcilaso de la Vega, “primer historiador nacido en el Nuevo Mundo”; con sor Josefa del Castillo y Guevara, nuestra  gran poetisa mística, a quien en mi infancia me acercaba con temor ante los gruesos volúmenes de sus Obras completas publicadas por el Banco de la República, y con el inolvidable Julio Flórez, cuyos versos aún nos estremecen como cuando era considerado el mayor poeta de América, superior a Darío.

Hablé asimismo con Rodó y su vocero literario, el profesor Ariel, que aún nos lanza enérgicas diatribas contra el materialismo en boga, traído del Norte; con Miguel de Unamuno, enfrentado a Rubén Darío en Madrid, disputa en la que interviniera Valle-Inclán; con Azorín y toda la Generación del 98 a cuestas, y con Luis Carlos González, de quien conservo un soneto inédito, guardado a escondidas en su Asilo de versos, una reliquia de la poesía popular colombiana.

Ello fue posible, claro está, por las históricas disertaciones, en este Paraninfo y la sala contigua en honor a José María Vergara y Vergara, de varios académicos actuales, como Cristina Maya, ensayista y poeta como su padre, el maestro Rafael Maya; Gloria Serpa Flórez de Kolbe, sobrina nieta de Julio Flórez; Olympo Morales Benítez, Alto Comisionado para el Humanismo Social; Carlos José Reyes, ex director de la Biblioteca Nacional; Vicente Pérez Silva, escritor nariñense; Gilberto Abril Rojas, novelista de Boyacá; Edilberto Cruz Espejo, nuestro secretario ejecutivo, y Juan Carlos Vergara Silva, nuevo subdirector, quienes son dignos tanto del reconocimiento institucional como del país entero por sus invaluables aportes a la cultura hispanoamericana y a la lengua castellana que representan de modo ejemplar.

Para unos y otros pido a todos ustedes, apreciados amigos, un generoso aplauso, no sin solicitarles a quienes están presentes que se pongan de pie, como un modesto pero sentido homenaje.

(Aplausos)

Historias humanas

Como es sabido, el corazón de las empresas y, por ende, de las instituciones, es su gente. Y aquí, en la Academia Colombiana de la Lengua, con mayor razón: su larga historia, que se acerca al sesquicentenario, es sobre todo la de personalidades que también han sido de trascendencia histórica, sobre todo en el fascinante universo de la cultura, de las letras.

Nos haríamos interminables si repasáramos la lista de quienes han formado parte de ella desde su fundación. Por tal motivo, para Huellas en la Academia escogí apenas a un pequeño grupo de sus miembros honorarios, numerarios y correspondientes, cuya trayectoria vital fue contada por ellos mismos en su mayoría, para varios libros de mi autoría, escritos durante más de veinte años. Veamos.

Tenemos, en primer lugar, al actual director de la Academia, Jaime Posada, uno de los mayores exponentes de la intelectualidad nacional desde la dirección de “Lecturas Dominicales” de El Tiempo y en la Universidad de América, de la que fue su fundador al igual que de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN). Ha encarnado, sí, el poder de las ideas.

Y entre los miembros honorarios, destacamos al ex presidente Carlos Lleras Restrepo y el ex ministro Abdón Espinosa Valderrama, unidos ambos por lazos entrañables.

Lleras Restrepo, con sus nobles ancestros relacionados con la cultura, la misma de que hizo gala como periodista en publicaciones como su revista Nueva Frontera, y Espinosa Valderrama, con su fiebre por la literatura desde temprana edad, cuando cambió a Dostoieviski por las Rimas de Bécquer, los clásicos españoles, Balzac, Shakespeare y Wilde, cuyo eco aún resuena en su muy leída columna –Espuma de los acontecimientos-, donde muchos de nosotros aprendimos más economía que en las aulas universitarias.

Entre los miembros numerarios o de número están Germán Arciniegas, Otto Morales Benítez, Jaime Sanín Echeverri, Antonio Álvarez Restrepo, Rodrigo Llorente, Antonio Cacua Prada y Daniel Samper Pizano, donde se extiende la citada nómina de lujo en la Academia, con ex ministros, historiadores, novelistas y periodistas, todos ellos escritores, entre los mejores del país. Hagamos una rápida mención de cada uno, a vuelo de pájaro.

Arciniegas, cuyos libros de antología –El estudiante de la mesa redonda, Los Comuneros y Biografía del Caribe- fueron best sellers en su época, con fama continental que solo sería superada por la llegada de García Márquez; Morales Benítez, digno exponente de la cultura popular, pionero de la teoría del mestizaje y uno de nuestros mayores ensayistas, con invaluables aportes periodísticos, literarios e históricos, y Sanín Echeverri, precursor de la literatura urbana con Una mujer de cuatro en conducta y biógrafo de Ospina Pérez, monseñor Builes y Jesús, el hijo de José.

Álvarez Restrepo, formado en Manizales a la sombra de los grecocaldenses Silvio Villegas, Gilberto Alzate Avendaño y Fernando Londoño Londoño, y para quien la ciencia económica no puede ir en contravía del humanismo, como también lo creía y proclamaba Rodrigo Llorente, juntos con la grandilocuencia a flor de piel.

En el periodismo, además, han sido maestros indiscutibles el historiador Antonio Cacua Prada, cuyas biografías estelares, como la de Nariño, son textos de consulta obligada en colegios y universidades, y Daniel Samper Pizano, cuyas “contribuciones a la República de las letras”, desde José María y Miguel Samper hasta Daniel Samper Ortega, se notan en cada una de sus líneas, cargadas del más fino humor.

Por último, miremos a cuatro miembros correspondientes, de quienes siempre lamentamos su ausencia física, que no espiritual: Gilberto Arango Londoño, tan exitoso como columnista editorial, profesor universitario y autor de libros sobre economía, “la ciencia lúgubre” que en su caso nunca lo fue, y José Consuegra Higgins, mi maestro por excelencia, cuya autobiografía Del recuerdo a la semblanza, a partir de su infancia en el modesto caserío de Isabel López hasta el vil asesinato de su ídolo Jorge Eliécer Gaitán, lo hizo merecedor de ingresar a esta institución, donde ahora me precio de ser su colega.

Raúl Alameda Ospina, quien nunca dejará de ser el secretario perpetuo de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas, de la que fue su gestor, y Héctor Ocampo Marín, un maestro de escuela que también llegó a los más encumbrados niveles de la cultura por su sensibilidad literaria, el interés por la filosofía, sus poemas y biografías, pero sobre todo sus ensayos, como ensayista superior que fue.

Para todos ellos, apreciados amigos, les solicito un caluroso aplauso que llegará hasta el cielo, donde muchos de ellos nos observan, atentos. Gracias por sus aplausos.

(Aplausos)

Epílogo

¿Cómo no hacer este sentido aunque modesto homenaje a tales personajes, merecedores de él como pocos? ¿Y cómo no seguir sus huellas, evitando a toda costa que se borren y perdamos el camino que nos lleva a la máxima realización personal que es la de estar al servicio del país, con las manos limpias y la conciencia tranquila? ¿Cómo no hacer eco a sus palabras, a sus páginas que en ocasiones son cubiertas por el polvo, y cómo no recordarlos en lugar de echarlos al olvido, algo tan común en un país que quisiera, por momentos, aniquilar su historia? ¿Cómo no admirar, con respeto, su tarea, honorables académicos de ayer y de hoy?

¿Cómo, por último, no inclinarse ante la Academia Colombiana de la Lengua, donde a nuestras espaldas, sobre la pared de atrás, nos hacen el llamado a la sabiduría y la verdad, a la belleza y el arte, figuras preclaras como Platón y Homero, el rey David y Sófocles, Cicerón y Horacio, Virgilio y san Agustín, Dante y Shakespeare, Goethe y, en el centro de todos, Jesús de Nazaret, quien partió la historia de la humanidad en dos?

¿Y cómo no rendirse ante esta venerable institución que en poco tiempo cumplirá 150 años de existencia, habiendo sido la primera de su género en América, solo precedida por la Real Academia Española en el mundo de habla hispana? ¿Cómo no aplaudir, con entusiasmo, a nuestra Academia Colombiana que, al decir de su nombre, es de todos los colombianos? Para ella, especialmente para ella, les pido un aplauso entusiasta, ensordecedor, no sin decirles a todos por su asistencia: ¡Muchas gracias!

(*) Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua