28 de abril de 2024

Cuento Todo es Cuestión de Suerte

Por Omar Morales Benítez
9 de diciembre de 2023
Por Omar Morales Benítez
9 de diciembre de 2023

Ella era lo que se llamaba madre cabeza de familia. Como no teníamos donde caer muertos, nuestro hogar era la calle, Donde nos cogía la noche, bajo un portal, un quicio que nos diera abrigo, ya teníamos segura la dormida.

Conseguíamos el sustento escarbando en canecas colmadas de desechos. Regularmente en los barrios que llamaban “estrato seis”, ya que encontrábamos bocados suculentos y exóticos que de esta manera nos refinaba el paladar, en contraste con nuestro desabrido mundo de pobreza, injusticia y sangre.

En esas andábamos, cuando un maldito día mi madre, por andar buscando lo que no se le había perdido y sin cuidarse del arrollador y demencial tráfico, la embistió un motociclista y quedé huérfano de solemnidad.

Ahí sí me estrujó fuerte melancolía, una harapienta melancolía propia para lo que yo era en la inmensa ciudad – raponería apetecible, fritanguería a la carta, insanía social— que resolví coger camino para un lugar más sosegado, con menos prisa para gastar el tiempo.

Así llegué a un poblado, levantado a lado y lado de una vía troncal. En el reconocimiento del terreno minuciosamente, en búsqueda de cobijo para reposar del fatigante peregrinaje me topé de frente con una placa fijada sobre un portalón metálico que rezaba: “Las lomitas”.

Me llamó la atención que cruzando esa portada seguía una senda abovedada vegetalmente en franco ayuntamiento de plantas como el soto real, el bambú, ficos, güalandayes, plantados a lado y lado del sendero. Escalé hasta encontrarme con una construcción hermosamente levantada en elaborada guadua.

Espacio agreste que honraba a la madre naturaleza y que se elevaba sobre suave declive del terreno. Anochecía, la oscuridad invadía el espacio con sus pasos de sombra jugando al escondite con la claridad que se iba derritiendo allende el horizonte, montaña abajo.

Me estremecí ante la majestad del paisaje. A mi pesadumbre la acunó la resignación. Me dediqué a buscar donde pasar la noche y fugarme del frío que escurridizo manoseaba impunemente mi maltrecho físico. Me acomodé lo mejor que pude y dormí con los sobresaltos propios de estar en casa ajena.

Cuando despuntaba el día me arrojó un puñado de trinos desde la arboleda que ceñía la casa. Sonora melodía que se iba escribiendo en el pentagrama del viento, que venía desde un variado y abigarrado plumaje de colores, que pintaba con sus alas el lienzo matinal. En tanto la claridad con sus sandalias de luz iba cubriendo cerro tras cerro e invadiendo la morada.

Estaba en esta contemplación, cuando de una de las alcobas salió una pequeña y preciosa niña, cabellos de oro, infantilmente vigorosa. Yo tan desmirriado, pensé que no dudaría en espantarme. Nos quedamos vigilándonos con toda fijeza cada uno de nuestros movimientos, en silenciosa expectación.

Me alerte para la estampida como ya era de costumbre, pero ella se me acercó dudando en acariciar mi cabeza y sonrió. Enseguida el mimo de sus manitas produjo punzadas de ternura en mi piel, que dieron cierto sosiego a mi errabundaje.

Comprendí que era un gesto amigable, como de bienvenida. Al tiempo apareció una pareja: ella ojos claros, actitud segura, resplandecientemente bella como la hija y en espera de un nuevo ser; él vigoroso y de mirada en la que se hospedaba la nobleza.

– ¿De dónde salió este perro? dijo el padre, en tanto la madre interrogaba desde el asombro de sus ojos.

– ¿Hija, lo quieres adoptar?.

La niña respondió con un gesto: me abrazó con la ternura de la inocencia. Así pues, ventura la mía, con su acogimiento me estaban entregando lo que cualquier ser anhela siempre: amor.

Desde entonces Nahla – así se llama la niña – y yo cultivamos nuestro mutuo entendimiento. Con mis gruñidos, mis latidos, mis lamidos, todo ello propio de mi naturaleza y el idioma con el que me hago entender, tenemos momentos muy felices.

La observo ocuparse con sus juguetes y todo es fantasía y derroche de imaginación. Le pongo toda la atención a su parloteo con mis entendederas perrunas. Le sirvo de felpudo cuando me echo de vientre y dejo que se desparrame su pequeña humanidad sobre mi lomo para dormitar.

Ella siempre ha entendido mis ladridos: quejoso cuando tengo hambre; ronrroneador cuando expreso cariño; fuerte y seco cuando anuncio algo extraño; cascabelero para denotar alegría por nuestro encuentro.

Pero también me hago sentir con el lenguaje de mi cola: la meneo suavecito para manifestar mi regodeo por sus caricias; la bato vigorosamente cuando retorna, luego de sus ausencias; la oscilo casi imperceptiblemente cuando comparto trozos de sus comidas o me obsequia una golosina; la escondo entre mis patas traseras cuando me sermonea. Para hacerme perdonar la beso a lengüetazos.

Un día Juan Sebastián y Janine me sorprendieron con los preliminares del parto. Para esto contaban con el partero Ramiro, un mamo de la Sierra Nevada Santa Marta, que le dijo a la madre que en ese instante debía sentir su cuerpo y escuchar su voz interior.

Era una noche tapizada por los aromas viajeros de la planta “caballero de la noche”, un cielo fileteado con sus habituales huéspedes: las estrellas, una atmósfera plácida y arrulladora, con las melodías muiscas acompañadas del golpe rítmico de un tambor, que le daba dulzor a la nacencia en curso. Hombre y mujer, en estrecha comunión de amor, recibían una nueva vida.

Por ello ahora mi compinchería es con Nahla y Malou. Les expreso mi cariño con mirada tierna y mis fintas de alborozo. ¿O creen que porque no hablo no pienso? Pues cuando me apoyo sobre el vientre, con la cabeza entre las patas delanteras, ojos adormilados, créanme que estoy meditando.

Así vamos por la vida los tres camaradas y como habrán observado definitivamente en este mundo todo es cuestión de suerte.