Ansermas
La historia es vieja, tanto como un poco más de 479 años y de pronto la han contado algunas veces, pero con tan deficiente circulación entre lectores, que puede existir la seguridad que en las mismas instituciones educativas de la ciudad no se ha enseñado nunca, porque siempre se ha contado (cuando se contaba) la historia desde el punto de vista oficial, es decir del dominador, del vencedor, con la construcción de heroísmos y edificación de estatuas que permitiesen generar orgullos falsos sobre los que se quería formar un halo de leyenda buena, desde la que se insuflara el orgullo patrio.
Y la han contado, entonces, desde cuando llegaron aquellos que lograron convencer a tantos de que habían participado de un descubrimiento, como si esto fuese el propósito claro de alguien que persigue un objetivo en el que participa el autor desde la misma construcción de la hipótesis, y no lo ocurrido en le veracidad histórica, que no fue más que un accidente que le sucedió a unos navegantes ignorantes que no iban en misiones altruistas, sino en busca de mejores medios de subsistencia para ellos y algunos, bastantes, para tratar de canjear penas criminales por destierros hacia lo desconocido. Y los tomaron como héroes y los alabaron y les consagraron tantas denominaciones que aún se mantienen y atan la historia a la ausencia de la realidad pasada.
La historia más abundante de nuestros pueblos es aquella que comenzaron a escribir los propios invasores, quienes disfrazaron todos sus crímenes con actos de grandeza que solamente existieron en las mentes de ellos y obligaron a que los sometidos las consideraran de la misma manera. Nunca lo fueron. Siempre fueron historias de bajezas, de atropellos, de usurpación, de robo, de saqueo, de depredación, de arrasamiento. No borraron completamente las huellas de lo habido antes, por necesidad de tener fuerza de trabajo y conocimiento de los lugares a donde llegaron. Su desconocimiento de todo era ilimitado y por eso la destrucción fue casi completa, pero no completa y de esa manera se salvaron los vestigios sobre los que poco a poco se ha venido investigando y formulando una nueva manera de contar esa historia.
Es que antes de que llegaran los depredadores allí vivían con orgullo muchas personas que obtenían su subsistencia con abundancia de la sal y del oro, sin dejar de lado la agricultura, rica en numerosos productos, de esos que se dan en las alturas superiores a los 1.500 metros sobre el nivel del mar. Eran gente rica, con costumbres propias, lenguaje propio, religión suya, vida civil ordenada, códigos de comportamiento, ejercicio de control y de orden. No era la nada. Por el contrario, eran el todo, ese que se encontraron los invasores y que destruyeron casi hasta el final para dejar unos cambios que no pueden ser calificados como de mejores, pues nadie puede asegurar que un lenguaje sea mejor que otro, que una religión tenga una mayor legitimidad que otra (si la tienen), que unas costumbres sean más sanas que otras, mucho menos cuando lo hallado corresponde a desarrollos centenarios del hombre en perfecta comunión con la naturaleza.
Allí había tantas riquezas, tantas fuerzas, tantas posibilidades desde el uso de lo que la naturaleza les entregaba, con la imaginación y creatividad de ellos mismos que eran artistas, artesanos, excelentes cocineros, bailarines, músicos, educadores. Lo tenían todo. Casi lo perdieron todo. Y los que se los quitaron por poco no dejan ni siquiera los rastros para poder seguir hacia atrás lo que allí existía. La labor de establecerlo no ha sido fácil, a más de que ha sido lenta y de poca divulgación.
Conocer ese pasado anterior al pasado que contaron los invasores en sus textos oficiales, es tarea que algunos pocos investigadores han emprendido con entusiasmo, generando obras que impactan el conocimiento y sobre las que se debe dar un criterio de apropiación de las nuevas generaciones, para que dejen de seguir masticando esas historias de héroes, de estatuas y de ídolos que nunca lo han sido más allá de la mentira universal. La gente de ahora debe entender que el verdadero pasado sobre el que se ha construido la Nación colombiana, no son los españoles y su conquista depredadora, sino lo que hubo antes de ese arrasamiento, la enorme riqueza cultural que allí se encerraba y que debe ser conocida para sentir el orgullo de lo propio, aunque los hayan dejado en la miseria económica, social y cultural con el cuento de siempre de que legaron un idioma y nos trajeron una religión. Eso ya lo había aquí antes de que ellos llegaran. Los lenguajes son propios del ser humano y los ha habido en toda parte. La imposición de cualquiera de ellos siempre será dominación. Las religiones siempre han hecho parte del mito que necesita el hombre en la limitante de ignorancia que le impide conocer la explicación razonable de todas las cosas. Los historiadores, antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales y economistas modernos han asumido precisamente esa tarea de investigar y conocer a fondo lo que hubo antes de la debacle. Es la escritura de la nueva historia, a la que tenemos el deber de acceder para entender mejor de donde venimos, no solamente de esa mescolanza infame de delincuentes a quienes se han esforzado por disfrazar de héroes. La vida, para vivirla, no necesita de héroes, lo que requiere es de seres humanos de carne y hueso, con todos los defectos que le son propios, porque es para entenderse entre los mismos, entre pares, entre seres humanos.
En 1955 la historiadora ansermeña Inés Lucía Abad Salazar, para recibirse como doctora en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, presentó como tesis de grado su investigación “Los Ansermas”, que fue galardonada y reconocida por la Universidad y editada como libro que recibió poca o ninguna divulgación, como que, parece ser, se quedó en los círculos intelectuales de las Universidades de la capital de la República. Es una investigación seria, bien documentada, escrita con rigor académico en que ubica a las gentes originarias de la región de Anserma, Caldas, y sus alrededores, es decir sobre la población aborigen, en la que asume el conocimiento de:
Su geografía y cultura
Su organización social y política
Y otros aspectos culturales
como la guerra y el canibalismo, que no condena per se, apenas si lo presenta como una forma propia de un desarrollo social que debe ser visto y considerado conforme al contexto temporal de entonces, sin entrar en juicios de valor que puedan corresponder a pensamientos actuales, que en el examen histórico no es un buen juez.
La obra pasó un tanto desapercibida, hasta el punto de que los mismos ratones de biblioteca no la conocíamos y todo indica que la autora se refugió en la comodidad de la vida bogotana y no tuvo continuidad en su tarea de investigadora social, especialmente de esta clase de temas que tanta falta le hacen a la historia nacional: contar lo que había antes de los conquistadores, del ultraje infame que fue esa conquista, para conocer de la dignidad de numerosos pueblos que eran dueños de todo y terminaron siendo dueños de nada, ni siquiera de sus pobres y miserables vidas, al final de un camino de explotaciones, humillaciones y sometimientos, únicamente por la ambición desmedida de quienes llegaron aquí no como un encuentro de culturas, como eufemísticamente ahora lo pretenden presentar, sino como destructores sistemáticos de todo, echándose a sus bolsas aquello de valor, especialmente los metales preciosos que eran tan abundantes y que tenían una representación más cultural y mítico que económico en esos pueblos de entonces.
La muy buena voluntad de otro ansermeño, Carlos Arturo Ospina Hernández, ha permitido la reedición de la obra después de 62 años, con el propósito de divulgación entre las gentes de ahora de Anserma, muchos de ellos venidos de regiones vecinas que poseen unos mismos orígenes genéticos y étnicos, que deben saber que esa ciudad a la que muchos denominan la “Abuela de Caldas”, tuvo una fuerza esencial en su razón de ser en lo que era mucho antes de que llegaran las huestes destructivas de Jorge Robledo, uno de los mensajeros de invasión de Sebastián de Belálcazar, quien en su nativa España no era más que un criador de marranos, a quien ahora se le levantan estatuas y se le rinden honores con ramos de laureles y flores, como si se tratara de honrar la memoria de un gran hacedor de historia. Tanto como rendirle honores al sicario de nuestro padre. En una pulcra edición, con fino papel, impresa con algunas ilustraciones de fotos de algunas de las pocas piezas antropológicas que se han logrado conservar, en esas 103 páginas se plasma una historia ancestral que debe ser conocida por todos los nativos de esa ciudad ahora, así como por sus residentes, y siempre. Conocer la historia de esos pueblos aborígenes es poder entender mejor la idiosincrasia de una ciudad sobre la que ahora se trabaja en el campo cultural con gran fuerza transformadora. Lo cultural no es la herencia de los depredadores, es la que corresponde a esas tribus en las que fueron Caciques respetables:
–Aytamara, hermano del Cacique de Mápura
-Arisqunga, señor del pueblo del Piojo y de la Provincia de Carámbra
-Atucifra, señor de la Provincia de Mayma
-Don Francisco, señor de la Provincia de Pirsa
-Guática, señor del Valle de Santa María
-Ocupirama, hijo y heredero del “Pueblo de la Sal”
-Opirama, hijo y heredero de “la Cacica señora de Andica”
-Tuzacurara, hermano del cacique de Acochare
-Tuzarma, señor de los pueblos de Mápura
-Utayca, señor de la Provincia de Ypa
Todos ellos personajes con enorme valor histórico sobre los que las nuevas generaciones de intelectuales de esa ciudad tienen una fuente de investigación que sea capaz de enriquecer el patrimonio cultural propio de Anserma, no esa historia oficial que tanto les han contado y que exalta valores que nunca lo fueron.
La gratitud de los oriundos de Anserma, Caldas, con Inés Lucía Abad Salazar, autora de la obra y del escritor Carlos Arturo Ospina Hernández, como nuevo editor de la misma, es evidente de quienes deben saber sobre que hechos y personas es que se ha edificado de verdad el pasado de un pueblo que debe estar orgulloso de lo que allí hubo y de lo que apenas quedaron vestigios.
Como la propia autora lo describe, no fue fácil la investigación, mucho menos con las dificultades de desplazamientos que para entonces había en Colombia, pero la decisión de conocer un poco más de ese pasado cierto, la llevó a la persistencia:
“No obstante estos hechos comprobables en las páginas de las antiguas crónicas y en los documentos que reposan en los archivos colombianos, son escasas e incompletas , hasta el presente, las investigaciones antropológicas en el área que formó en el hábitat de los pueblos designados con el nombre genérico de los Ansermas. Con excepción de algunos estudios de divulgación y de los esporádicos trabajos científicos realizados por los técnicos del Instituto Etnológico Nacional y por algunos investigadores extranjeros, ese sector del país permanece prácticamente inexplorado y espera la atención de historiadores y antropólogos que pongan en evidencia el papel que le correspondió en el proceso cultural de pre-conquista y durante el transcurso de los tiempos coloniales”. (Página 13).
En nombre de la ciudad se deriva directamente del producto esencial que era propio de esa región, la sal. Lo dice Abad Salazar:
“En la explotación de este mineral también habían desarrollado una técnica bastante depurada. A Cieza le debemos el siguiente testimonio: “En un pueblo que se llama Cori, que está en los términos de la Villa de Anserma, está un río que corre con alguna furia; junto al agua de este río están algunos ojos de agua salobre que tengo dicha y sacan los indios naturales della la cantidad que requieren: haciendo grandes fuegos, ponen en ellos ollas bien crecidas en que cuecen el agua hasta que mengua tanto, que de una arroba no queda medio azumbre; y luego, con la experiencia que tienen, la cuajan, y se convierte en sal purísima y excelente y tan singular como la que sacan de las salinas de España”. (Página 38).
“De la venta de la sal derivan los Ansermas, tal vez el mismo provecho que del comercio del oro, y la abundancia de una y otro debió colocar a éstos pueblos en un lugar ventajoso, en comparación con otros del actual Departamento de Caldas;: esta prosperidad económica sería una explicación del gran número de Caciques o señores y de su riqueza, no porque tuvieran mayor derecho a la explotación de estos recursos, sino porque contaban con la mano de obra de sus subordinados, aventajando en este aspecto a los individuos comunes, quienes no contaban con tal facilidad sino, cuando mucho, con el auxilio de sus propia familia. Al respecto comenta Trimborn: “Estos yacimientos naturales eran considerados exactamente igual que las reservas del campo no cultivado, o que los peces y la caza, sobre los que sólo se adquiría un derecho exclusivo de disposición por medio del trabajo”. (Página 38).
Prácticamente todo lo que consumían en su vida cotidiana y en sus celebraciones era el producto de su propio ingenio. La chicha fue el detonante emocional, como lo es el alcohol en los tiempos de ahora.
“El consumo de la chicha no se reducía a las celebraciones arriba mencionadas; los Caciques de Anserma se destacaron por su afición a esta bebida, en forma tal que Robledo afirma: “La mayor felicidad de estos señores es el vicio de beber, y en esto ocupan siempre, porquestas mujeres que consigo traen, las que son de servicio todas vienen cargadas de vasijas de vino, al cual llaman chicha”. Más adelante agrega: “El comer dellos es poco, porque nunca dejan de tener la tasa en mano”. Hecha de maíz y mezclada con tabaco para hacerla más fuerte, esta bebida constituyó, sin lugar a dudas, el vicio más asentado de estas gentes, pues es de suponer que no sólo los caciques la consumían sino que todos, en general, hacían uso de ella”. (Página 41).
Ningún favor hicieron los depredadores al dar cuenta de que dejaron una religión. Los aborígenes también la tenían y era de ellos, tan humana como ellos mismos, más cercana a lo que requiere ese ser humano que no encuentra toda las explicaciones:
“El Panteón de los Ansermas estaba constituido por Xixarama, su “Demonio”, según los españoles este y su padre, quien era el creador de todas las cosas, “ansí las del cielo como las de la tierra”, moraban arriba en el firmamento; el sol y la luna eran hijos del mismo “Demonio”.
Estas gentes creían que después de morir irían a reunirse con estas divinidades, a las cuales no dedicaban ningún sacrificio especial, ni sitio alguno de adoración. El padre Simón afirma, sin embargo, que en Umbra, un pueblo de Anserma, ofrecían a la divinidad “dos hermosas doncellas del mejor parecer que hay, para tener concúbito con ellas”. Y también trae la noticia de que en otra región de Anserma, un escarpado cerro servía de santuario: junto al pueblo de Pirama, a dos leguas al oriente de este que dijimos de Porsa, hay otro más encumbrado cerro, a los Jeques, por ser este su gran santuario, a donde todos ellos suben, por ser la subida escabrosísima y de peña tajada, por escaleras de guadua, por donde gatos aún no pueden bajar”. (Página 43).
La forma de vestir y las diferencias que se daban entre sus habitantes en esa costumbre, marcaron escalas sociales que les eran propias y que no generaban confrontaciones sino convivencia:
“Hay una marcada diferencia entre el vestuario del pueblo y el de los señores, pero en ambos casos el vestido es una réplica del de la divinidad.
La minería, la agricultura y la elaboración de la sal son las actividades principales. La orfebrería también ocupa un lugar sobresaliente; en cambio, la manufactura de tejidos y especialmente la espartería, son actividades menores.
El maíz era el cultivo más importante. El intercambio comercial con las tribus vecinas se basaba, principalmente, en el oro, la sal y los excedentes agrícolas. El tráfico de esclavos revistió alguna importancia.
No hay una exacta delimitación entre religión y magia. No se da el fenómeno de un sacerdocio organizado; hay individuos que desempeñan el papel de intermediarios ante la divinidad, pero su actividad principal podría calificarse como hechicería. “ (Página 45).
“Los Ansermas”, la investigación que hace 62 años publicara por primera vez la filosofa Inés Lucía Abad Salazar y reeditada por estos días por Carlos Arturo Ospina Hernández, es fundamental en el conocimiento de la historia cierta de una de las ciudades más antiguas de la geografía colombiana. Debe ser un texto de estudio en las instituciones educativas. Para que sepan de donde venimos.