29 de mayo de 2023
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Rechazo, dolor y utilidad.

6 de agosto de 2018
Por Jorge Eliécer Castellanos
Por Jorge Eliécer Castellanos
6 de agosto de 2018

Por Jorge E. Castellanos M. 

En psicología existe un interesante experimento para analizar las consecuencias del rechazo que recibe una persona. Es reconocido como Cyberball.

Se lleva a cabo con tres sujetos o mediante un ordenador y consiste, básicamente, en tirarse el balón.

Sucede que al segundo pase que hace el individuo analizado, los otros dos lo ignoran y no vuelven a pasarle la pelota.

Así se demuestra con esta prueba que ni siquiera un desaire que tiene tan pocas consecuencias prácticas es un asunto baladí, pues todos los individuos experimentan de manera rápida altos estándares de estrés.

Otra de las conclusiones que se extraen es que el rechazo crea una reacción tan intensa que impide actuar con lógica.

Hay un buen número de variables en esta prueba, verbigracia, los otros jugadores comunican a quien se ha quedado sin el balón que los otros dos compañeros son integrantes del Ku Klus Klan.

Ni siquiera considerar abyectos a los que no han querido jugar contigo sirve para que el nivel de malestar descienda.

Lo mismo sucede cuando el juego se lleva a cabo por ordenador.

Según una prueba realizada en la Universidad de California en Los Ángeles, UCLA (EEUU), el sufrimiento no acepta, aunque sepamos que nadie nos rechazó, que fue una treta del ordenador.

Los resultados de tales pruebas le quitan la razón a la célebre máxima de Groucho Marx: «Jamás pertenecería a un club que admitiera como miembro a alguien como yo».

A la luz de la ciencia, deseamos pertenecer a cualquier club, pese a que detestemos a sus componentes.

Sin embargo, existe una forma de rehuir el malestar que infiere el experimento del balón.  Según asegura el psicólogo Guy Winch en la obra Primeros auxilios emocionales. Consejos prácticos para tratar el fracaso, el rechazo, la culpa y otros problemas psicológicos cotidianos, (Editorial Paidos), las personas que recibieron un paracetamol antes de la prueba no padecieron unos niveles de malestar tan agresivos como los que fueron excluidos sin tomar medicamentos.

Tales manifestaciones patentizan, de nuevo, la evidencia de que el dolor físico y el dolor sentimental funcionan de igual modo y por ello el analgésico muestra su eficiencia.

Resulta curioso reconocer que el paracetamol no mitiga otros pesares. «Por desgracia, hay otras emociones negativas como la vergüenza que no se pueden ver aliviadas de esta forma”, asegura Guy Winch en la referida publicación.

Todo lo cual nos llevar a colegir que el rechazo encierra en sí situaciones que pueden hacerlo insoportable y sobre todo muy doloroso.

No toleramos que nos excluya gente que no nos merece ningún respeto. Tampoco que una máquina no nos haga caso en un experimento programado.

Evidentemente, la herida es más profunda si quien nos gira la cara es alguien a quien queremos o admiramos, pero de todos modos, cualquier atisbo de exclusión social es capaz de sumirnos en el desaliento y en la rabia. Por el mismo camino se deduce.

En el tiempo en que éramos recolectores y cazadores, tiempos de la primigenia historia, una de las condenas más letales era el destierro, pues el individuo no podía sobrevivir sin el grupo.

Jamás podrá ser plato de buen recibo que nos aparten de cualquier grupo. Aunque sigas cacareando a los cuatro vientos: «a mí no me importa lo que piensen los demás», el rechazo provoca la apertura de una herida singular.

Porque si la imagen que la persona alberga de sí misma es favorable, cuando esta se estrella contra una realidad que no lo es, surge, entonces, el desconcierto y la duda.

Y si la autoestima es baja, la desaprobación de los demás no deja de ser una amarga confirmación de la escasa valía de uno mismo.

Sin embargo, existe otra razón evolutiva para comprender el intenso malestar que produce el rechazo.

Por esta razón, es posible que el rechazo social cause más temor y malestar que otros y se relacione con un dolor, que en el caso de nuestros antepasados podía ser muy real. Y es, precisamente ese mecanismo, según Winch, lo que hace que el rechazo sea funcional: ese miedo es el que permite adaptarse socialmente para evitar el exilio.

Es decir que después de todo, hasta el rechazo tiene una utilidad práctica.

 

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