El ocaso de los NFTs en el mundo del arte
Hace apenas unos años, los NFTs (Tokens No Fungibles) se vendían como la gran revolución cultural. Una suerte de certificado digital de propiedad que prometía lo imposible: darle unicidad a lo infinitamente replicable. Se nos dijo que con ellos los artistas digitales encontrarían por fin un mercado justo y global, y que los coleccionistas tendrían el privilegio de poseer un “original” en un mundo virtual de
copias sin fin. El discurso era seductor: blockchain, descentralización, democratización. Y los titulares no se hicieron esperar: millones pagados por un archivo JPG, subastas históricas, promesas de que el arte ya no volvería a ser el mismo.
Pero como todo espejismo, el brillo se evaporó. El mercado de los NFTs se infló de obras mediocres creadas a la carrera por quienes solo buscaban especular. Lo que se vendía no era arte, era humo envasado en blockchain. Y cuando la novedad se desgastó, los precios se desplomaron. La mayoría de esos supuestos tesoros digitales hoy no valen ni una fracción de lo que costaron. La burbuja reventó, dejando en evidencia que el interés no estaba en el arte, sino en la promesa de enriquecerse rápido.
El ejemplo más contundente de este derrumbe lo acaba de dar Christie’s. La misma casa de subastas que en 2021 hizo historia al vender un NFT de Beeple por 69 millones de dólares acaba de cerrar su flamante departamento digital. Su plataforma Christie’s 3.0 jamás logró consolidarse: ninguna venta superó los 400.000 dólares, y la especulación inicial se fue por el desagüe. Hace unas semanas despidieron a su vicepresidenta de arte digital y anunciaron que los NFTs dejarán de tener un espacio propio y estarán diluidos ahora dentro de las
categorías tradicionales. Así reaccionan los gigantes cuando entienden que el rey está desnudo.
Y aquí está el punto central: nada reemplaza lo hecho a mano. Ningún token, por muy seguro que sea, puede imitar el valor que tienen la imperfección de una pincelada, la textura de un lienzo, el golpe de un cincel. Lo digital podrá ser ingenioso, podrá generar comunidad, incluso podrá entretener. Pero carece de la carga humana que hace al arte memorable: el error, el esfuerzo, la destreza y la materialidad. Tener un archivo en una billetera digital no es lo mismo que tener un cuadro que respira en la pared o una escultura que ocupa un espacio en el mundo.
La caída de los NFTs es también una advertencia. El mercado del arte, cada vez más sometido a las reglas de la especulación, corrió detrás de una moda creyendo que podía reemplazar siglos de tradición manual con la promesa de la tecnología. Se olvidaron de que el arte no es solo mercancía: es oficio, huella, cuerpo, tiempo. Mientras tanto, miles de compradores quedaron atrapados con imágenes sobrevaloradas cuyo único mérito era haber estado de moda por un par de meses.
Que Christie’s cierre su departamento digital no es un detalle menor: es la confesión de que el mercado ya no cree en aquello que hace poco vendía como el futuro. El experimento NFT quedará en la historia como una fiebre pasajera, un delirio colectivo alimentado por la avaricia y la ingenuidad. Y lo verdaderamente irónico es que, en medio de tanto discurso sobre la innovación, lo que emerge con más fuerza es lo de siempre: el valor irremplazable de la mano humana sobre la materia.
Los NFTs nos hicieron creer que el arte podía reducirse a un código y a una transacción. Su caída nos recuerda, con fuerza, que el arte real sigue estando en otra parte: en la imperfección, en la destreza, en lo tangible. En aquello que ninguna blockchain, por poderosa que sea, podrá tokenizar jamás.