Vocación divina: la perspectiva del “otro”
La medicina, la academia y la vida privada.
Por: Ana Milena Meneses Riascos; MD
11 de septiembre 2023; Paget decía: “…Si la vida de un médico no llega a ser vocación divina, entonces ninguna vida es vocación y nada es divino…”
Existe una medicina que se desarrolla en los salones de los hoteles cinco estrellas, en los journals, en los simposios al lado del mar y en las academias. Es interesantísima, deslumbrante, te pone a volar la cabeza y a soñar idílicamente. Está llena de gente valiosa e inteligente. Pero también está infectada de egocéntricos y fanfarrones que levitan. Es una medicina para médicos, endogámica. Una isla paradisíaca donde el sufrimiento, el dolor o la muerte nunca salen en las presentaciones de Power Point o en la inducción cuando vas a cursar tu primer semestre de esta seductora profesión; Sí, es seductora, pero también mentirosa. Huele a Splash de watermelon de Victoria Secret. Es falsa como Rumpelstiltskin, el habilidoso duende hechicero de shrek
Y está la gente…
La mujer que te mira con sus enormes ojos azabache profundo y te pide a gritos que le quites el dolor – posiblemente ese dolor más que venir del cuerpo, sale del alma–
El hombre que se toma el pecho y cierra la mano como una garra sobre el esternón. El mismo que te pregunta con la mirada si la muerte está cerca.
Pepita Pérez conectada a una máquina de hemodiálisis, por más de 4 horas, 3 veces a la semana, se vuelve tan familiar, que cuando la jefe te llama a la Unidad reportando que su presión arterial ha descendido a tal punto que está somnolienta, sudorosa y perdió el control de sus esfínteres, sientes que en algo estás fallando y quisieras tener una varita mágica para borrar de su vida esos desesperantes episodios, donde la sensación de muerte es inminente. La misma que con sus ojos llenos de lágrimas te dice: “Doctora, por favor no me deje morir”.
La madre que te pone sobre los brazos a un bebé empapado en sudor, sacudiéndose en medio de una convulsión – toda una película de terror para la madre y por qué no, también para el personal de salud – Te grita con la boca apretada, la voz entrecortada y las manos temblorosas, que tú sabes, que tú puedes, que tú eres como una especie de «dios» en la tierra y que por eso te la entrega.
Una viejita esquelética, abandonada en la cama del hospital público de la ciudad, a la que nadie nunca vino a ver. Te mira. Te pide que le tomes la mano. Que ores con ella. Porque morirse solo, en un cuarto de hospital frío es inhumano, es indigno, miserable y aún más cuando en tus mejores tiempos diste la vida por un esposo y 5 hijos. Y tú le tomas fuerte los dedos flacos y huesudos. Y esperas a que la muerte se la lleve en paz.
El señor que te pregunta si sus hijos han llamado, si están afuera. Te mira fijamente, con sus ojos bien clavados en los tuyos, esperando tu respuesta. No sabes qué responder, dudas. Y le dices que sí, que pasaron toda la noche en la sala de espera, que han estado sumamente preocupados, que lo aman mucho. Que por ahora las visitas están restringidas, que más adelante podrán verlo un ratito. Pero la realidad es que afuera no hay nadie. Le mentiste. Nunca hubo nadie, hasta el momento nadie ha preguntado por él.
Después viene la jefe y te exige que completes un certificado de defunción. Te apura para que hagas las epicrisis pendientes. Te dice que en 10 minutos el sistema de formulaciones va a caducar y tú aún no has formulado a 35 pacientes que tienes a cargo en tu piso. Te enteras de que tu pago está atrasado, que este mes no pagaron, que no podrás cobrar por tu trabajo del mes.
Más tarde entregas el turno y te vas a tu casa, una hora después de lo que teóricamente dura tu turno.
El aire de la calle lo sientes pesado, la calle te resulta extraña. Te pesan las piernas, pero te pesan más los problemas que cargas sobre tu espalda, tu vida personal. No entiendes ninguna de las preocupaciones, ni tus tristezas ni tus alegrías. Abres la puerta y tu esposo – o tu madre, tu hija mayor – te recibe como si desde el momento en que te fuiste -24 horas atrás- no hubiese ocurrido nada en tu vida. Hay un agujero de tiempo que nadie, excepto tú, percibe. Te dicen que tu hijo tiene fiebre y una tos insoportable, que llegó la cuota del colegio, que hace falta comida en la despensa y que el calentador está averiado y que hay que llamar para que lo reparen cuanto antes porque nadie se quiere bañar con agua fría. Te metes al baño. Te siguen hablando a través de la puerta, recitando el listado de cosas pendientes que tienes que solucionar. Te duele la espalda, te llega a pesar la vida.
Afuera tu hijo llora. Abres la ducha. Dejás que el agua te ahogue las ganas de gritar. Haces cuentas de todo lo que tienes que pagar y ruegas que el dinero te alcance. Tratas de recordar cuántos kilos pesa tu hijo para calcular la dosis de acetaminofén.
Y sí…al final es como si vivieras dos vidas; la propia y otra cargada de mil vidas, las de tus pacientes.
Ahora comprendo, para ser un buen médico se requiere sentirlo y vivirlo de manera constante. Definitivamente no se es médico solo por el título, se es médico porque el amor por esta profesión se lleva en la sangre, porque el deseo de servir surge desde el interior de nuestro ser, por convicción, por amor a la humanidad y no obligado a colaborar solo por ser poseedor de un título universitario, o por interés económico.
El compromiso con los demás y, especialmente, con las poblaciones vulnerables, te capacita para ver en la desgracia del otro, la que podría haber sido tu propia desgracia y da la oportunidad de mostrar, en la forma de actuar, cómo sería agradable ser tratado si esa desgracia llegara a ser personal.
Si el tiempo se devolviera muchos años atrás, sin pensarlo dos veces, escogería ser Médica. Cada abrazo que he recibido, cada sonrisa, cada lágrima de felicidad, cada bendición…todo vale más que el cansancio o la impotencia de en muchas ocasiones poder hacer poco.