¿Qué queda de la explosión del Ruiz?

Octavio Hernández Jiménez
La memoria como toda vida, no es estática. Los acontecimientos que ocurrieron un día o una noche y que, en la temporada después de haber sucedido, se narraban de corrido, como bebiendo agua, empiezan a espaciarse, a dar cupo a otros sucesos más actuales o de mejor acogida, a desdibujarse y, si mucho, a recordarse por fragmentos. Quedan algunas fotografías, en blanco y negro, en un rincón del recuerdo.
En la tarde y la noche del 13 de noviembre de 1985, llovió mucho, en Caldas, y la neblina permanecía quieta. Yo entré al apartamento, a las 10 de la noche, destapé la cámara de fotografía que tenía cubierta con un trapo para que no se cubriera de ceniza volcánica, armada sobre el trípode, en la sala, en dirección del volcán nevado del Ruiz, por si estallaba, de tal manera que no fuera sino oprimir el obturador y captar el espectáculo de luz y sonido que nadie había visto ni oído y ni siquiera lograba imaginarse.
El gobierno nacional publicó un documento con advertencias y recomendaciones genéricas para la población, según dijo el general Miguel Vega Uribe, en la Cámara de Representantes. Sin embargo, mucha gente siguió tranquila tanto que el gobierno departamental difundió una hoja volante en donde se leía: “No espere piedras volando y cayendo sobre la ciudad y los municipios. No espere ruptura de vidrios en las casas y edificios. No espere intoxicación por gases. No espere fuertes temblores, en la ciudad y los municipios. No espere oscuridad absoluta. No espere cortes de electricidad. No espere grandes capas de ceniza derrumbando los techos de las casas”. Esas afirmaciones calmaron los nervios sobre esos puntos, pero lo que sucedió, de un momento a otro, fue peor.
Dormí toda la noche hasta despertar, a las seis de la mañana. Prendí el radio en el momento en que Yamid Amat hablaba, por la cadena radial, con un piloto de fumigación que levantó vuelo para ir a su trabajo pero, al sobrevolar a Armero y darse cuenta de la desolación, se comunicó con el periodista para contarle al país: No hay rastros de Armero. Esta ciudad ya no existe. No hay nada. Todo se lo tragó el lodo.
Ese viernes fue un día en el que los colombianos no nos apartamos del televisor que transmitía, de tiempo completo, retazos de la tragedia más horrorosa que hubiesen visto nuestros ojos. Todos guardábamos silencio. Gente aún viva que emergía del lodo y alzaba la mano para que, de algún helicóptero, se dirigieran hacia ella y la rescataran. Camilleros y víctimas al trote mar. Luego, en la pantalla, pareció Omaira, la adolescente morena, rodeada de personas de buena voluntad que trataban de salvarla. Varios días con los pies atrapados, por rocas, sin que pudieran hacer algo para sacarla de ese infierno de fango. Todo en vano hasta morir y convertirse en el símbolo inocente de la catástrofe. La muerte no escogió a los que decidió llevarse. En ese “valle de lágrimas”, murieron personas de todas las edades y profesiones. Colombia entera se cubrió de luto, en lo íntimo de su corazón.
Miles de heridos, rescatados del lodo o de las ruinas, fueron enviados a donde hubiera cupo, en hospitales y clínicas del país. De muchos de ellos, igual que de muchos niños, ni sus propias familias volvieron a tener noticia, en los 36 años que han transcurrido, hasta 2021. Días después, centenares de niños fueron dados en adopción; los llevaron al exterior, y ni sus padres adoptivos han podido responderles quienes fueron sus padres biológicos porque, en los centros de adopción, tampoco lo sabían.
Las anécdotas desaparecieron de la memoria y de ellas solo quedaron algunas instantáneas mentales de ciertos instantes detenidos. Muchas venus emergieron desnudas entre los arrozales; cuerpos desnudos parecían zombies de otro juicio final miguelangelesco; paredones y cornisas de casas tragadas por el barro; lamentos, lamentos y más lamentos, a todo volumen, en los sitios de la tragedia. Los taxis circulaban entre los apabullantes alaridos de sus radios.
La mayor parte de los medios nacionales de comunicación transmitían desde el lado tolimense en donde se calculó que hubo 20.000 muertos. Del lado caldense, en donde hubo unos 5.000 muertos, se transmitió con menos vehemencia, desde cafetales y cañadas. El volcán lanzó sus bocanadas de fuego que derritieron la capa de nieve, posiblemente más por el lado del Tolima, y menos por los ríos que del nevado se desprenden hacia el occidente, al río Cauca, en Caldas.
Caldas estaba en plena cosecha cafetera y la avalancha bajó por los ríos Claro, Molinos y las quebradas de las Nereidas y Poa, al río Chinchiná, explayándose por los barrios Mitre, el Río y Pescador y por el paraje de La Manuela, abajo, hasta la desembocadura en el río Cauca, sin que las familias que dormían y los trabajadores que descansaban en los cuarteles de las fincas y haciendas cafeteras tuvieran la oportunidad de huir y encaramarse a los árboles, por lo que los cuerpos quedaron vuelto trizas ante la violencia de las aguas y las rocas. Pedazos de cuerpos de innumerables caldenses fueron sepultados en cementerios de Chinchiná, Arauca, Irra, La Pintada, Bolombolo y más abajo. Esos pueblos se manejaron muy bien con nuestros difuntos.
La avalancha se llevó los puentes que encontró a su paso, entre ellos el de la entrada a Chinchiná, por las bodegas de la Federación de Cafeteros y el que unía a Tres Puertas con La Rochela. Para ir de Manizales a Pereira o Cali había que viajar de Manizales a La Felisa, Supía, Riosucio, Anserma, La Virginia y Cerritos, o irse por avión. Los puentes Doménico Parma y el de La Rochela, sobre el río Chinchiná, fueron levantados después de la avalancha.
Aces programó 11 vuelos, diarios, de Manizales a Pereira, con pasajeros de ida pues pocos regresaban. Estuvimos a punto de convertirnos en otra de esas ciudades que, por causas naturales, como Machu Picchu, quedaron abandonadas y fueron devoradas por la selva. FlotaOspina que, antes de la explosión, enviaba 3 o 4 automóviles a Medellín, llegó a mandar 12 vehículos, cada día, después de la tragedia. Por larga temporada, los almacenes del centro se veían vacíos. Mucha gente huyó de Manizales hacia otras ciudades y trasladó sus dineros, por miedo a perderlo en otra explosión.
Después de la tragedia del Ruiz, siempre que escucho el sonido de algún helicóptero que pasa cerca de donde me encuentro, me evoca, como una pesadilla, la amenaza del volcán. Circulaban, de día y de noche, como en una película de guerra.
Entre las imágenes detenidas y aisladas que me quedan de esa tragedia, la más macabra es la de una pirámide alta de fragmentos de cuerpos humanos arrumados, en el cementerio del corregimiento de Arauca. Los habían sacado del río Chinchiná, en la desembocadura en el Cauca. La foto publicada en la prensa traía a la memoria la foto de la pirámide que hicieron con las calaveras, después de la batalla de Palonegro, en la que estiman que hubo 2.500 muertos, entre el 11 y el 26 de mayo de 1900, en medio de la Guerra de los Mil días, en tierras de Santander.
Mi hermana Ángela vio la fotografía de la gente aglomerada alrededor de la pirámide de fragmentos desnudos, en Arauca (Caldas), y murmuró: Parecen aves de rapiña en medio de una pesadilla. En Caracas, un venezolano no aguantó viendo la dimensión de la tragedia colombiana y se suicidó ante el televisor.
Las escuelas y colegios del centro del país concluyeron el año lectivo de 1985, de cualquier manera. No había internet para continuar las clases en forma virtual. Las universidades aplazaron las semanas que les faltaban y los exámenes finales, para finales de enero de 1986.
En la avalancha de Armero sucumbieron 9 estudiantes de Geología y Minas de la Universidad de Caldas, un profesor y el conductor del bus, a quienes cogió la furia del lodo cuando descansaban, en un hotel de Armero. Al año siguiente, la Universidad de Caldas les rindió homenaje al descubrir una placa de mármol en el parque interior del alma mater. Sin explicación conocida, poco después, descargaron una roca sobre la placa de mármol y la volvieron trizas.
La radio conectó a Colombia con el mundo y muchos países respondieron con miles de toneladas de alimentos, medicamentos, ropa, carpas y hasta bolsas para cadáveres. Gobiernos extranjeros se solidarizaron. Resurgir, bajo la dirección de Pedro Gómez Barrero, fue la entidad creada por el gobierno de Belisario Betancur para poner en marcha la reconstrucción.
Belisario vino a Manizales, en varios fines de semana, a presidir reuniones de Resurgir que tuvieran que ver con Caldas. Un viernes, al salir de la reunión en el Club Manizales, algunos asistentes lo invitaron a escuchar tangos y milongas, un rato, en uno de los negocios, en la Calle del Tango. Estando allí, pasó hacia el orinal pero, al ver un grupo muy nutrido en una de las mesas, se acercó, nos saludó de mano y aceptó sentarse y brindar con la barra que acababa de saludar. Así se comportaba Belisario.
Resurgir fue objeto de muchas polémicas debido a la demora en la construcción de un nuevo Armero y otros problemas, como sucedió 36 años después, con el gobierno Duque porque no había reconstruido la isla de Providencia arrasada por el huracán Iota.
Los jerarcas de la Iglesia criticaron muchas gestiones de Resurgir mientras los destechados recorrían gritando, por las calles de Ibagué, Chinchiná y Bogotá. A los miles de damnificados se unieron avivatos que buscaban casa propia, o adueñarse de ayudas enviadas desde el exterior, sobre todo si se trataba de finas carpas, utensilios y ropa elegante.
Entre las obras dirigidas por Resurgir, en Caldas, estuvieron: 68 viviendas del Minuto de Dios, en Chinchiná. 119 viviendas patrocinadas por el Valle del Cauca, en Chinchiná. Urbanización La Nubia, 100 viviendas, en Chinchiná. Proyecto Agrícola Papayal, patrocinado por la Pastoral Social de la Iglesia, en Villamaría. Proyecto Agrícola La Paz, de la Pastoral Social de la Iglesia, en Villamaría, con 21 viviendas. Proyecto Agrícola Nueva Primavera del Comité de Cafeteros de Caldas junto con Antioquia Presente y Resurgir, 88 viviendas. Llanitos, en Villamaría, 21 viviendas. Etc.
Las óperas de Paris y de Colonia, programaron noches de gala pro-damnificados del Ruiz; el Teatro Real de Madrid, con asistencia de los reyes de España, se vistió de gala con el mismo fin; subastas de arte en Paris, Nueva York y Roma; teletones en Miami, Los Ángeles y Caracas; toros pro damnificados en Madrid; Raphael, Plácido Domingo, Julio Iglesias, José Luis Rodríguez, Piero y otros cantantes organizaron programas espectaculares en beneficio de los damnificados de semejante tragedia.
Entre los visitantes que llegaron a infundir ánimo en las desoladas almas de los colombianos, estuvo la Reina Sofía de España, esposa del rey Juan Carlos, que sobrevoló a Armero y aterrizó en la capital caldense para almorzar, en el Club Manizales, acompañada del presidente de la república y el notablato manizaleño que fue adiestrado, con anticipación, para la ceremonia del besamanos. Cuando iba a partir, se detuvo en las escalinatas del Club, en donde escuchó el Himno Nacional de Colombia. Conservo una carta gentil ordenada por la reina y remitida por su secretario privado, como gesto de agradecimiento cuando, en 1989, recibió el ejemplar de mi obra “La Explotación del Volcán”, presentada, en el Bar La Prendería, en esa época, en el primer piso del Edificio Cervantes.
En julio de 1986, el Papa Juan Pablo II se bajó del helicóptero, en la explanada de Cenicafé, en Chinchiná, ante la multitud de caldenses que escucharon su clamor, y luego, hincó sus rodillas y recostó su frente, en la cruz de 8 metros de altura, levantada en el desierto apelmazado de Armero.
Un afiche con excelente diseño gráfico que mostraba la silueta de Manizales y ocultaba el volcán-nevado, motivo de miedo y terror, circuló en vehículos y negocios de Manizales. En el centro campeaba este texto: “Bajo este cielo existe una raza orgullosa de su pasado y segura de su futuro. Manizales, el mayor desafío de una raza”. Se sabe que ese asunto de ‘la raza’ ha sido un invento impreciso utilizado, en ocasiones como la explosión del volcán, para reafirmar el hábitat espiritual de los caldenses.
Al evocar, desde noviembre de 1985 a noviembre de 2021, los acontecimientos de la explosión del volcán del Ruiz, viene a mi memoria, el último terceto, de uno de los dos emotivos sonetos que Julio Flórez dedicó “A Bogotá” pero que, en este caso, supongo que es Colombia: “Surges, bajo la nube de mi llanto,/ no como ayer: alegre y tentadora,/ sino como un inmenso camposanto”.