Nunca es tarde para amar al Once Caldas
Siempre que voy a la zona donde está el estadio siento una emoción especial pues estudié la primaria al frente, en la Escuela Anexa a la Normal, que por fortuna todavía hoy existe y por milagro no ha sido arrasada para construir estacionamientos o edificios. De modo que el viejo estadio era nuestro espacio y los lugares aledaños hacen parte de mi más profunda infancia y es mi jardin secreto, pues ahí practicábamos la agricultura en nuestras sementeras frente a la escuela, jugábamos al fútbol en las canchas y gozábamos saltando a las profundidades aún baldías donde había una cancha silvestre, un precipicio y una tupida selva que nos separaban definitivamente del colegio San Luis Gonzaga, situado al otro lado de la hondonada.
Estaba por ahí la Universidad de Caldas y cuando crecimos y terminábamos la primaria, lejos del cuidado de las maestras solíamos aventurarnos a esa zonas que tenían un aire de modernidad estudiosa, y constituían un oasis contemporáneo de sabiduría, que hacía de la ciudad un bólido alejándose raudo de sus profundos orígenes agrarios.
Desde niños teníamos no sólo la fortuna de explorar la Escuela Normal donde se formaban maestros de todo el país y más allá las aulas modernas donde hacían carrera los alumnos de una ciudad próspera que aún conservaba muchas de sus joyas arquitectónicas, antes de ser derrumbadas poco a poco para hacer estacionamientos, como ocurrió con el Teatro Olympia, cuya destrucción es uno de los crímenes más espantosos cometidos contra la ciudad.
Del limbo de la memoria escolar salen los nombres de los profesores Cárdenas o Mancera y de alumnos como Muñoz, Paniagua, Henao, o Farid Gaber, entre otros muchos de los que nunca en la vida supe más. Y en especial emana la representación del descubrimiento de América, en la que me tocó ser el que gritaba tierra tierra o las festividades donde mi amigo Carlos Gonzáles bailaba joropos y música ranchera mientras se le caían las pistolas de plástico.
Pero nada igual a los tiempos de la Vuelta a Colombia, a la febricitante emoción de esperar cada año a los corredores que venían en una etapa decisiva desde Pereira para hacer escala en la ciudad, antes de emprender al día siguiente la escalada del páramo de Letras. Siempre venían allí encabezando los mejores y veíamos pasar a las estrellas más grandes como Martin Emilio Cochise Rodriguez, el Ñato Suárez, Pajarito Buitrago, Carlitos Montoya y Rubén Darío Gómez. Durante todos los años de la primaria teníamos el privilegio de recibirlos y gritar como anfitriones en esa vía, cuando ya emprendían el sprint final, antes de ingresar al estadio.
Ya en la adolescencia, debido a que el Once Caldas quedaba siempre de último, perdí toda afición por el fútbol y tuvo que pasar casi medio siglo para que con mi amigo Carlos Gonzáles, sus hijos y mis sobrinos
volviera a pisar las grandas del estadio para ver el partido que el equipo de la ciudad ganó al América, en una contienda fenomenal, llenade emociones y buen fútbol.
Me impresiono volver a ese estadio renovado hace ya un tiempo bajo el ímpetu ejemplar del entonces alcalde Germán Cardona Gutiérrez y desde la tribuna donde estaba, bajo esas luces intensas y la llovizna se destacaba en la amplitud de la cancha, el increíble encanto de la contienda, una felicidad, una plenitud de justa griega o romana que a veces los que somos librescos y ensimismados en temas metafísicos solemos perdernos por tontos.
En esa inmensidad del estadio el espectador vuelve a las arenas del circo romano y a los estadios que todas las civilizaciones de la humanidad construyeron con lujo de detalles para esparcimiento de sus pueblos. Esa tarde, viendo ganar al Once Caldas frente al América de Cali, volví a ser el niño que una vez mi hermano llevó al viejo estadio en un tiempo que parece tan lejano como el de los faraones.
Como diría el paduano William Ospina, «es tarde para el hombre », o sea que más vale tarde que nunca para volver al fútbol como en la infancia, amar a su equipo y esperar un triunfo y ojalá una nueva estrella continental.