Dolores y travesuras del libro (2)
Por: Gustavo Páez Escobar
\n [email protected]
Mi primer libro, la novela Destinos cruzados, lo escribí en Tunja, a la edad de 17 años. Mi vocación de novelista ya estaba definida. Por aquellos días me había dado el lujo de comprar, y comenzar a leer, la serie titulada Grandes novelas de la literatura universal, de la editorial Jackson, compuesta por 32 volúmenes y cerca de 60 obras maestras.
Devorar novelas y más novelas, así fueran mal digeridas por la mente precoz que descubría paraísos insospechados, se me volvió una pasión absorbente. Al paso del tiempo, he vuelto no pocas veces sobre varios de aquellos títulos que me produjeron impacto. Con la fiebre por la lectura se me despertó el ansia de escribir mi propia novela. Así nació Destinos cruzados, cuya trama fui urdiendo en febriles noches de insomnio en la fría temperatura tunjana.
Ya casado, y gerente de un banco en Armenia, desempolvé el cuaderno escolar donde había escrito mi osada novela de juventud. Habían transcurrido 18 años, y nadie sabía de su existencia. En una comida con los industriales quindianos, me asaltó de pronto el deseo de publicar el libro. Al lado mío tenía a Javier Londoño, propietario de Quingráficas, y la ocasión fue propicia para preguntarle si él podía editarlo.
En dos meses, Destinos cruzados salía a la luz. Antes, se había creado un ambiente de expectativa entre los escritores locales al saberse la noticia del banquero-escritor. Bajo la común ocurrencia de que las letras no son compatibles con los números, los augurios de mis futuros colegas no podían ser halagadores. Pero la obra fue bien acogida. Vinieron favorables comentarios, aumentaron los lectores y se agotó la edición. Abanicado por mi vanidad, no podía distinguir si ese tributo era para el escritor, o más bien para el gerente de banco.
El novelista Iván Cocherín escribió en La Patria un encomioso artículo sobre la obra. A los pocos días llegó a mi oficina con la grata nueva de que tenía un seguro comprador en Bogotá. Tal como él me lo indicó, despaché por Velotax una caja con 23 libros a nombre de mi incógnito y valiente comprador, junto con la respectiva cuenta de cobro, que me sería pagada, según me dijo Cocherín, a la semana siguiente. Un mes después, el giro no aparecía por parte alguna.
Ya por entonces alguien me había contado que el viejo novelista, gracioso personaje de la zona cafetera, tenía por costumbre hacerles alguna pilatuna a los nuevos escritores. Un bautizo de sangre. Pasados varios días más sin recibir el pago (y considerándome ya ungido con el bautizo de Cocherín), le envié un mensaje recordándole la demora, el que finalizaba así: “Apremiado salúdolo”. Y él me contestó de inmediato: “Nunca creí banqueros apremiáranse. Semana entrante esa”. Por supuesto, nunca más volvió a pasar por mi oficina. Me quedé con el agridulce sabor de esta simpática recepción en las letras. Todo en la vida tiene un precio.
Los industriales presentes en la comida donde anuncié la publicación de la novela me ofrecieron que ellos correrían con los gastos de la edición. Lo que no acepté, con pena, por dos razones: primero, por el deseo de hacer yo mismo el esfuerzo, para vivir la alegría de la publicación; y segundo, por los obvios inconvenientes que surgirían en mis relaciones bancarias con el gremio industrial.
En diciembre de ese año (1971), la firma Indumetal optó por comprarme varios ejemplares para enviarlos de obsequio a sus clientes. El gerente de la empresa distribuyó el libro con una amable tarjeta, y yo, claro, me sentí halagado con esa deferencia. Cuál no sería mi sorpresa y emoción cuando un día abrí el presente que me remitía Indumetal y me encontré con mi propio libro envuelto en papel navideño.
En Armenia, Otto Morales Benítez me pidió que lo acompañara a Foto Club, librería muy acreditada en la ciudad. Revisando títulos en la extensa bodega de la empresa, vi mi libro en medio de una montaña de títulos famosos. Lo escondí, muy bien escondido, y tomé otra ruta: quería que el veterano escritor no se encontrara con la novela del autor incipiente (la que, por otra parte, ya se la había obsequiado). En la caja, Otto pasó una por una las obras escogidas, y al llegar a la última, prorrumpió con una de sus exuberantes carcajadas: “¡Tu libro!”. Me dio un abrazo y pagó la cuenta.
Uno de los primeros destinatarios de mi libro fue Fernando Soto Aparicio, a quien no conocía en persona, y por quien sentía honda admiración. Él era para mí –y lo es hoy– un oráculo en el campo de la novela. Pasaron muchos años antes de saber yo que el libro se encontraba en sus manos. Un día me manifestó que estaba interesado en adaptar la novela para la televisión. A punto de realizarse el plan en la programadora donde él trabajaba, el presidente Belisario Betancur lo nombró agregado cultural de la embajada en París. Ahí murió la ilusión.
Años después, Fernando ingresó como libretista de RCN. Y volvió a tomar fuerza la idea. Hacerla realidad no era fácil. Primero, el canal debía ganar la licitación en que proponía el espacio titulado Autores latinoamericanos; y luego, mi novela figuraba en una lista de escritores ilustres de Chile, Méjico, Venezuela y Colombia. Yo era el único autor sin nombradía. Allanados todos los obstáculos, gracias a la porfía y el prestigio de Soto Aparicio, Destinos cruzados fue adaptada como dramatizado nacional en octubre de 1987, bajo la dirección de David Stivel y con un elenco estelar, encabezado por María Cecilia Botero. Proyectada la obra para seis meses, se extendió a diez, gracias al éxito alcanzado. En ese momento comenzaban las telenovelas actuales de RCN.
Pensé entonces (habían transcurrido 16 años desde la publicación del libro) que debía buscar su reedición, favorecido por el feliz suceso de la televisión. Toqué en las puertas de Tercer Mundo, y su gerente, Santiago Pombo, al tener el criterio de que la televisión mataba el libro (esas fueron sus palabras), negó de plano mi aspiración. Criterio debatible, pero respetable. Nunca más volví a insistir en dicho propósito.