De las noches buenas y de las noches malas
Entró el hombre en cuestión y preguntó al empleado por el valor de un café con leche. Cuando escuchó el precio, introdujo su mano derecha en el bolsillo de su pantalón y sacó algunas monedas que fue contando lentamente. Cuando terminó de contar, agachó la cabeza y dio media vuelta para buscar la calle. Era evidente que no le alcanzaba el dinero para comprar el café con leche. Entonces le pregunté si quería tomarse el café y respondió con cierto aire de incredulidad, ¿me va a invitar?. Sí, le respondí, siéntese y se lo toma. De inmediato el empleado le sirvió el café y nuevamente le pregunté si quería acompañarlo con un pandebono o una almojábana. Entonces volvió a preguntar: ¿ Y usted me invita?. Sí claro, le respondí.
Carlos, para llamarlo de alguna manera no era hombre de muchas palabras, pero le pregunté a qué se dedicaba y me dijo que por las mañanas vendía cigarrillos al menudeo y en las horas de la tarde había un señor que le fiaba limones para ir vendiendo por las cafeterías de la ciudad. Los domingos se iba para un parque recreacional y se dedicaba a vender algodón de azúcar, que un conocido lo daba para vender.
Después me hizo un comentario que no puede sino producir cierta conturbación: “Yo no tengo familia, mi esposa murió y mis hijos todos se fueron y no tengo ni idea en dónde se encuentran.” Cuando le pregunté dónde vivía entonces me respondió: “Cuando ajusto los cinco mil pesitos de ganancias, los meto en este bolsillo (me señala el bolsillo izquierdo del pantalón) y ya sé que tengo asegurada la camita en una pensión muy aseadita que hay cerca de la galería. Luego, si alcanzo a ganar unos pesitos más, entonces puedo comer en un restaurante que hay también cerca de la galería, y puedo irme a dormir, con el estómago lleno. Claro que hay días que no me alcanza sino para la piecita, pero de todas maneras es mejor dormir tranquilo, así sea aguantando hambre”. Nunca más volví a saber de Carlos, pero cuando se produjo la remodelación del centro y desapareció la galería, no pude menos que preguntarme cuál sería el final de aquel hombre una vez que desapareció el inquilinato que lo albergaba con cierta regularidad.
Me parece que esta época es propicia para reflexionar sobre niñas y niños indigentes, hombres viejos que deambulan por las calles y viven de los desperdicios que arrojan a la basura en los restaurantes y tienen como camas el pavimento frío de la ciudad.
Son escenas de la ciudad que deberán desaparecer algún día, porque a lo único que no podemos renunciar es a creer que mañana será mejor que el presente. Que quienes desfalcan el tesoro público, tendrán el repudio público porque condenan a miles de ciudadanos al hambre y a la falta de educación. Porque quienes así proceden, no podrán tener una conciencia tranquila, ni unas manos limpias para acariciar a sus seres queridos, en una época en que se convoca a la solidaridad y a dar de sí lo mejor como seres humanos.