28 de marzo de 2024

Cuando la sal se corrompe

23 de noviembre de 2009
23 de noviembre de 2009

Por el radio del taxi escuchaba Andrés Hurtado una serie de defraudaciones cometidas por sus paisanos, ante lo cual no pudo ocultar su enojo. Pero el taxista, restándole toda importancia a esa situación que se ha vuelto rutinaria en el Quindío –y que es la misma que invade al país entero–, le dijo con la mayor tranquilidad: “¡Déjelos, no sufra, que aprovechen su cuarto de hora!”.

En un acto público, sus acompañantes le señalaban a personajes locales que se pavoneaban en la graderías y que eran autores de diversos delitos de corrupción, que permanecen sin castigo bajo la ola de impunidad que ha hecho de Colombia uno de los territorios más corruptos del mundo. Dice el columnista que él los miraba estupefacto, avergonzado de su tierra, mientras los delincuentes de cuello blanco aparecían satisfechos, sonrientes, felices.

Aquí cabe aplicar el pasaje de la Biblia en que Cristo les dice a sus discípulos: “Ustedes son la sal de la tierra, y si ustedes se corrompen, ¿cómo evitar que se corrompa el pueblo cristiano?”. Eso fue lo que le sucedió al Quindío: con la desviación de la moral pública que protagonizó Carlos Lehder en los años de su infernal imperio económico (1978-1987), las virtudes ancestrales de la región se vinieron al suelo.

Más de veinte años después de aquella nefasta noche de corrupción (que dio lugar a mi novela “La noche de Zamira”, publicada en 1998), el fantasma de Lehder continúa recorriendo las calles de la querida comarca, y sobre todo, duerme aún en la conciencia de muchos ciudadanos ávidos de placeres y del dinero dañino. Qué fácil es deformar una obra buena, y qué difícil reconstruirla. Hoy recuerdo, con el mismo estupor que refleja Andrés Hurtado en su columna, la época aquella de concupiscencia y derrumbe de los más sagrados principios que guardaba la ciudad, época en que todo lo compraba el dinero y todo se pervertía bajo su influjo.

Un día me acerqué a un grupo que dialogaba en una esquina de la ciudad. Se hablaba de Lehder. Uno de los contertulios, médico muy prestante, se ufanaba de que el capo le estuviera enviando numerosos pacientes a su consultorio, ante lo cual alguien del grupo le preguntó por la tarifa establecida. El médico le repuso, con visible satisfacción, que era abierta, al precio que él quisiera, y que además la cobraría en dólares, como se lo había indicado la organización de Lehder. “Yo no soy ningún bobo”, agregó el galeno. Estaba en el cuarto de hora que acentuó el taxista del aeropuerto de El Edén, y que al columnista de El Tiempo lo estremeció.

Ese cuarto de hora fue el que acabó con la moral pública en el Quindío. En aquel banquete opíparo se sirvieron los platos y los vinos más suculentos de la perversión, que se pasaban con las drogas más sofisticadas. Amparado por el falso emblema de benefactor público, que fomentaba obras sociales, abría supermercados para las gentes pobres, apoyaba obras pías, dispensaba auxilios al deporte y a los periodistas, compraba gente “incomprable” y se apoderaba de todos los hilos de la ciudad, Lehder montó su imperio desestabilizador y monstruoso.

La corrupción se apoderó de toda Colombia. La moda es hacer dinero rápido, antes de que pase el cuarto de hora. La clase política, antigua guardiana de la heredad, hoy vive ausente de principios. El delito de cuello blanco se pasea por las altas posiciones del Estado. De los 1.115 municipios del país, 870 están investigados. Se compran y se venden notarías, y gana el mejor postor. Se va a la cárcel, y se sale de ella para seguir en las mismas. El poder es para poder: para delinquir y enriquecerse.

La conciencia colectiva duerme la deliciosa modorra de esas caras satisfechas que vio Andrés Hurtado en Armenia. Mientras tanto, vibra en las almas buenas la sentencia bíblica, que destroza los oídos: Si la sal se corrompe, ¿cómo evitar que se corrompa el pueblo colombiano?