La exhumación de García Lorca: la memoria de españa en una fosa común
Entre dos y tres mil personas fueron fusiladas en Granada esos días y dos o tres de ellos deben estar enterrados junto al poeta. Bastaría la intimidad de este recodo, al pie de la Sierra Nevada, para consagrar la denuncia del crimen, su prolija barbarie. Lo dijo mejor que nadie Marguerite Yourcenar en 1955: “Me dije a mí misma que un lugar como aquél hace vergonzante toda la pacotilla de mármol y de granito que puebla nuestros cementerios… no cabe más hermosa sepultura para un poeta”. Llama ella “paisaje de eternidad” al que rodea los huesos del escritor, pero se trata, más bien, de un paisaje de precariedad. Ésta no es una tumba, es una herida abierta. Y Lorca bien podría ser un mito español moderno: ni vivo ni muerto, asesinado. Alguien que no cesa de morir declara la violencia del sacrificio. Ese exceso de muerte enluta la conciencia española, y nos hace a todos más precarios.
Casi toda la información disponible es incierta. Varios biógrafos han tratado de reconstruir los hechos pero predominan las versiones contradictorias. Hasta el acta de defunción, que el padre del poeta sólo consigue el 21 de abril de 1940, se basa en dos testigos que dijeron haber visto el cadáver junto a la carretera de Víznar a Alfacar (lo resume Ian Gibson en su biografía Federico García Lorca, 1987). Incluso el lenguaje jurídico documenta el lenguaje de la simulación: Lorca, se establece, “falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra”. Gibson comenta: “Era como si se hubiera tratado de un simple accidente”. Más bien, la sentencia no miente ni dice la verdad: asume que la represión es parte de la guerra, y que el asesinato es un hecho sin culpables.
No menos escandaloso es el lenguaje del bravucón Trescastro, una suerte de paramilitar vocacional, cuyo carácter de testigo voluntarioso ilustra la vileza que retrata a estos fanáticos. Según lo recoge Gibson, había alardeado ante sus amigos: “Acabamos de matar a Federico García Lorca. Yo le metí dos tiros en el culo por maricón”. Aun si ninguno de los testigos recuerda haber visto a este personaje, ansioso de ingresar a la historia infame de la época, su lenguaje demuestra la licencia de la matanza. El crimen fue en España, antes y después del mismo crimen.
Durante las horas que Lorca pasó en prisión, sus verdugos tuvieron tiempo de sacarle una nota de su puño y letra en la que le pedía a su padre entregar al portador mil pesetas. El criminal lleva la nota a casa del poeta, y el padre, ignorando que su hijo ya había muerto, entrega la suma. Estos asesinos que cobran por su asesinato son de una vulgaridad onerosa. Todas estas versiones pertenecen a la leyenda, a esa memoria oral, pero también a su censura; y pocas veces podemos ver una vida perdida en la violencia más cruda, y una muerte extraviada en la impunidad.
En 1977 el “pacto del olvido” decretó cancelada la memoria de la violencia de la Guerra Civil Española, incluyendo los cerca de 100 mil españoles que habían sido ajusticiados por el franquismo después de la derrota de la República. Por fin, en 2007 el Parlamento aprobó la Ley de la Memoria Histórica, que posibilitaba la exhumación de los restos de los represaliados. Al año siguiente, el juez Garzón ordenó la exhumación de los restos de Lorca. La familia se opuso. El debate sobre esa decisión se ha renovado en estos días. Primero porque otras fosas comunes han sido abiertas en España y los restos de las víctimas han sido recobrados por sus familiares. El artista catalán Francesc Torres dirigió una de esas excavaciones con un grupo de jóvenes voluntarios de toda Europa, en el vertedero de un pueblo de Burgos, y fotografió la larga ceremonia. Esas fotografías se exhibieron hace poco en el Centro Internacional de Fotografía, y documentan la recuperación de la memoria. Los huesos eran entregados a los familiares que les devolvían su nombre, recuperándolos para el lenguaje.
Laura García-Lorca, la sobrina del poeta, que preside la Fundación F.G.L. declaró a The New Yorker que su oposición se basa en que no se trata sólo de los huesos de Lorca sino de quienes están enterrados con él. ¿Y si el ADN de un cadáver no es de ninguna familia?, ¿habría que devolverlo a la fosa común?, se pregunta Laura, no sin razón. Recuperar la memoria histórica, protestan otros, es abrir las heridas de la guerra y volver a vivirla. Puede ser como levantar la tapa de la caja de Pandora. Laura y la familia, por lo demás, temen que abrir esa tumba se convierta en un espectáculo público, que termine en YouTube. Ninguna alternativa parece suficiente o segura. Pero todos están de acuerdo en que son los parientes los que tienen el derecho a reclamar a sus muertos.
La familia Lorca también ha dicho que el poeta sigue siendo un desaparecido en manos de la autoridad militar de Granada, entonces controlada por la mediocridad protofascista. Nadie ha sido juzgado, ni siquiera denunciado por el crimen. Y todos los protagonistas ya han muerto. En verdad, se le ha enterrado de por muerte en la fosa viva del franquismo. Porque el franquismo fue una pobreza de espíritu: reprimía a todos, pero excusaba las reparaciones de la memoria a nombre de la violencia del olvido. El marido de Laura, el profesor Andrés Soria escribió en El País: “En cambio, la opción (de la familia Lorca) de no exhumar facilita que el asesinato de Federico García Lorca y la represión nacionalista en Granada se recuerden como un todo indisoluble”.
Todos los días muere Lorca en esta escenificación colectiva de la muerte abusiva del otro, que nos proyecta en un espejo trizado.
La raza otra, el sexo otro, la nacionalidad ajena.
Esta cátedra de España vertebrada da lecciones de olvido: la memoria se debe a mi dictamen, soy porque no soy, afirmo cuando niego, reafirmo porque recuso, y excuso a quienes me excusan.
En España ya no hay culpables de la guerra civil, sólo sus víctimas. Y, no dejan de serlo también los herederos del bienestar económico, vencidos a su turno por la patología de lo reprimido, que retorna con furia. La crispación actual de la vida española demuestra su larga frecuentación de la violencia.
La familia de Lorca piensa que la tumba desnuda es la única respuesta posible a la impunidad de los vencedores. El crimen, bien visto, no tiene fin. No puede terminar en un monumento familiar ni en una fiesta cívica compensada. Requiere ser demostrado con una tumba incompleta. Esto es, no hay clausura ni resolución para un crimen que no tuvo juicio ni sanción.
Otros, en cambio, piensan que recobrar de la matanza los huesos del poeta será el comienzo no sólo de la memoria sino de la reconciliación interior de España, la vuelta de página de la guerra civil. El centro de la memoria plenamente recuperada, ese monumento discreto sería el peregrinaje de quienes todavía creemos que la violencia, de cualquier orden, nos sigue negando humanidad.