Borges, el amor oculto en la fuerza de la palabra
O que fue tachado de “derechista” y hasta de “fascista” por su tenaz oposición al nefasto populismo del presidente argentino Juan Domingo Perón. O porque, con arrepentimiento posterior, saludó el golpe militar que luego cobró miles de víctimas entre torturados, desaparecidos y asesinados.
O que a sus seguidores nunca les importó que Borges fuera capitalista o comunista o socialdemócrata o conservador, porque él habló con su poesía y sus relatos y con ellos dijo más que lo que hubieran podido decir cien mil inútiles discursos de barricada.
O que, sin duda, ha sido el escritor argentino con mayor proyección universal, en la misma dimensión múltiple e inagotable de su compatriota Julio Cortázar.
O que sería imposible pensar la literatura mundial del siglo XX sin su presencia porque, curiosamente, Borges siempre fue un clásico, un escritor al cual se vuelve con insistencia, un escritor al cual acuden, reverenciales y maravilladas, diversas generaciones de escritores y lectores.
Hablar de Borges, por tanto, sería interminable. Como interminable es algo que no todos conocen del maestro: su devoción por el amor a pesar de que muchísimas veces le fue esquiva la posibilidad de tejer una relación perdurable con una mujer.
De ese Borges hablamos ahora. Del poeta enamorado.
“Borges decía que la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce -cuenta el poeta ecuatoriano Iván Oñate-. Su amiga y biógrafa María Esther Vázquez comenta que ‘Georgie’ logró conquistar a una señora casada. Lamentablemente, como esta mujer era muy católica, truncó la relación y lo dejó completamente desolado”.
Oñate, un vasto conocedor de la obra y la vida del maestro argentino, refiere que fue entonces cuando Borges escribió uno de los más desgarradores poemas:
“¿Cómo podré retenerte? (…) estoy tratando de sobornarte con la incertidumbre, con el peligro, con la derrota”.
Era el amor a pesar de todo. El amor honesto, dolorosamente claro. El amor que a Borges le fue negado. El amor negado que estimuló la imaginación de sus enemigos, quienes llegaron a hablar de un Borges extremadamente edípico, por la relación afectiva con su madre, o un Borges supuestamente asexuado y narcisista.
“Eso es imposible -asegura Oñate-. Quienes conocieron bien a Borges y a María Kodama (secretaria y esposa del maestro durante los últimos años de vida), cuentan anécdotas en sentido contrario. Por ejemplo, hay cartas de su juventud donde narra su aventura con una puta en Mallorca”.
¿Fue un ser cerebral, abstracto, erudito y prófugo de la realidad, como muchos lo pintan?
Quizás sí, pero ese Borges no fue todo el Borges que era.
Cuando se habla de su vida y su obra poco se menciona sus aspectos sensual, pasional y amatorio, pero -apunta Oñate- sin ese componente sería imposible entenderlo y entender su literatura. Su filosofía, ética y estética giran en torno a la presencia o ausencia de una mujer. Al amor a una mujer. O a todas las mujeres que no lo amaron o que él no pudo amar.
“Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca, aquel en cuyo amor desfallecía Matilde Urbach”.
DOS POEMAS
1964
(I)
Ya no es mágico el mundo.
Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines.
Ya no hay una luna que no sea espejo del pasado, cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes que acercaba el amor. Hoy sólo tienes la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente) sino lo que no tiene y no ha tenido nunca, pero no basta ser valiente para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra y te puede matar una guitarra.
(II)
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo; un instante cualquiera es más profundo y diverso que el mar. La vida es corta y aunque las horas son tan largas, una oscura maravilla nos acecha, la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que nos libra del sol y de la luna y del amor. La dicha que me diste y me quitaste debe ser borrada; lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste, esa vana costumbre que me inclina al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
El enamorado
Lunas, marfiles, instrumentos, rosas, lámparas y la línea de Durero, las nueve cifras y el cambiante cero, debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron Persépolis y Roma y que una arena sutil midió la suerte de la almena que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira de la epopeya y los pesados mares que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura y mi ventura, inagotable y pura.