Frente a nuestra cultura de la violencia: un desafío ético inaplazable
Un testimonio demoledor
No ha debido pasar desapercibida la entrevista al ex paramilitar Luis Adrián Palacio en El Espectador, donde reconoce que matar se convierte en un vicio como cualquier otro, donde confiesa que “…si pasaban varios días sin asesinar a alguien a uno como que le hacía falta“[1].
Esas palabras no pueden tomarse como una noticia más entre tantas que apenas suscitan un movimiento de cabeza y un suspiro de desaprobación que se transforma en gesto de complacencia ante la fotografía de la nueva “vedette” del espectáculo, cuya sonrisa impresa al respaldo de una confesión de esa naturaleza basta para tranquilizarnos. Tal como vamos, en muy poco tiempo ni las “divas” ni los millones de la “Seguridad Democrática” bastarán para protegernos de alguien que no ha satisfecho su dosis personal de violencia.
Nuestra historia violenta
Lo dicho por el señor Palacio exige una nueva reflexión sobre este impulso hacia la destrucción de vidas humanas que, presente a todo lo largo de nuestra historia, lejos de debilitarse creció de manera incesante o casi a todo lo largo de la segunda mitad del siglo XX. No se trata de desconocer aquí la declinación de las tasas de homicidios que con altibajos se observa a partir de 1992 y que sin embargo muestran hoy niveles que duplican los que se registraban hacia mediados del siglo pasado, en uno de los períodos álgidos de “La Violencia”[2] – ver el Cuadro 1-. Tampoco se trata de afirmar que todos los colombianos somos violentos, ni de desconocer que los altos niveles de homicidio se deben principalmente a la acción de grupos reducidos, casi siempre vinculados directa o indirectamente con las mafias del narcotráfico.
Cuadro 1. Homicidios en Colombia 1952 – 2006
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La banalización de la muerte
Se trata de insistir sobre un hecho subrayado ya en diferentes estudios: décadas marcadas por altos índices de violencia poco a poco nos han inoculado una cultura donde la vida humana resulta un bien “desechable“. Matar a otro -y ya no sólo porque nos perjudique, nos incomode o piense distinto de nosotros- sino, cosa aterradora, porque ha adquirido en nuestro medio un nuevo “estatus” como oportunidad de negocios, servicio mercadeable o peldaño para obtener reconocimientos, recompensas y ascensos, se ha venido convirtiendo -por cotidiano, por repetitivo- en algo banal, en un hecho más que poco interesa al ciudadano del común. En algo que en las páginas de los periódicos es relegado a un plano secundario por el resultado del último partido de fútbol, las declaraciones sobre los gustos poéticos de la reina de belleza del momento o la pataleta del político de turno que olvidó tomar sus gotitas homeopáticas. Más aún, se llega a lo inconcebible: premiar oficialmente el asesinato por fuera de la ley, como en ese canje inaudito donde la mano de “Ríos“, prueba de su asesinato, es lo que asegura la recompensa para “Rojas“.
No obstante, en ocasiones pretendemos recuperar nuestra capacidad de reacción y simulamos, con gran despliegue, indignarnos por los asesinatos múltiples en los Estados Unidos o en Alemania, mientras ignoramos o, si la audacia nos invade, susurramos de paso y como una entre tantas otras, la noticia de la masacre de la semana en alguna apartada región de la geografía colombiana, como si las matanzas en otras latitudes fueran excusa para las que toleramos en la nuestra.
“¡Qué horror! Diez y siete personas asesinadas cerca al puerto y la semana pasada habían sido otras doce.
“Sí, lo vi en la prensa; menos mal que estamos lejos. Pero en todas partes se cuecen habas ¿leíste lo de la masacre en Alemania? Aunque, de paso, aquí deberían callar esa prensa amarillista que azuza la violencia. Bueno, pero afortunadamente no todo es malo: ¿viste que nos van a dar la sede del mundial sub-20 en 2011?
“Claro y también que la Bolsa de Bogotá subió tres puntos y que ayer el ejército mató a cuatro guerrilleros.
“Sí, fíjate que a pesar de todo vamos bien. Pero hay gente demasiado negativa…”
Los violentólogos
Pero la reflexión que se propone no puede ser apenas una ocasión más para que investigadores, moralistas y políticos consignen su pensamiento en densos volúmenes, por lo demás bienvenidos, valiosos e indispensables, que son adquiridos cuatro años después de su publicación, a la décima parte de su precio original en la Feria del Libro, por otros investigadores, moralistas y políticos que los citarán en sus propias investigaciones, llamadas a correr la misma suerte cuatro años más tarde.
No podemos aceptar que mientras algunos pocos se esfuerzan por indagar acerca del porqué del problema y por buscarle soluciones, la indiferencia general crezca a su alrededor, al mismo tiempo que las pirámides de cadáveres dispersas a lo largo y ancho del territorio colombiano. Ha llegado el momento en que esa reflexión sobre la violencia, sobre las causas que la desencadenan y las soluciones que se ofrecen para darle fin deje de ser monopolio de un desinteresado y brillante grupo de “violentólogos” y se convierta en preocupación acuciante del ciudadano del común.
Escarbar en las conciencias de todos
Aunque el aporte de los llamados “intelectuales” sigue siendo indispensable y probablemente lo seguirá siendo cada día más durante largo tiempo, tenemos que convencernos de que no son ellos los únicos responsables de explorar y proponer soluciones. Se necesita hoy, y esto es absolutamente esencial, que cada muerte, que cada asesinato, que cada secuestro, que cada acto de violencia sea para cada uno de nosotros el detonante de una reflexión y de una acción individual y social. Se necesita que individual y colectivamente nos interroguemos acerca del porqué de ese desprecio por la vida, de ese desangre sin sentido, de ese atropello inaceptable contra la dignidad de los seres humanos.
Pero eso no basta; es preciso que pensemos de qué manera nuestras ideas, nuestras actitudes y nuestra acción pueden contribuir a cambiar ese estado de cosas y, sobre todo, que lleguemos al convencimiento de que esa contribución hace parte de nuestra responsabilidad como colombianos y como seres humanos.
Que esa reflexión se extienda tanto a los niños que empiezan a descubrir lo difícil pero lo indispensable y lo gratificante que es compartir la ruta de la vida con nuestros semejantes, como a los ancianos que pretenden enseñarles cómo recorrer ese camino.
Que llegue tanto a la directora del colegio para que vea en la alumna rebelde no a un objeto de escarnio sino a una persona que requiere una mayor cantidad de afecto, como al guerrillero que supone que la justicia germinará sobre la descomposición de los cadáveres que riega a su paso y al paramilitar que decide que la armonía se logra mediante el aniquilamiento de quienes no estén dispuestos a compartir su visión del mundo y sus intereses o los de aquellos a cuyo servicio se encuentra.
Que llegue a quienes han decidido compartir sus vidas para que sean conscientes de que esa decisión no es el comienzo de una batalla para aplastar al otro, sino de una cooperación que les permita realzarse mutuamente.
Pero no se trata de una reflexión que nos lleve a auto-estigmatizarnos o, por el contrario, a tratar de justificar nuestros actos violentos, sino de una reflexión tan poderosa que nos haga cambiar muchos de nuestros valores, de nuestras actitudes, de nuestros comportamientos y que nos conduzca a una movilización individual y colectiva para hacer frente a esas corrientes de odio envenenado por décadas de creciente podredumbre, que ante una sociedad cada vez más inconsciente, permisiva y débil, amenazan con transformarse en avalancha irresistible, capaz de sepultarnos, con o sin “Seguridad Democrática“.
Las preguntas difíciles
Y es entonces cuando múltiples interrogantes nos asedian:
¿Por qué más de cuatro siglos de predicación del humanismo cristiano por la Iglesia Católica, no han logrado que éste penetre realmente en el corazón de muchos colombianos? ¿Qué o quién ha interferido en el mensaje que debía hacer crecer en nosotros los valores del respeto, la solidaridad y la cooperación?
¿Por qué una sociedad que se precia de haber adoptado y de preservar formalmente los valores democráticos y liberales desde hace más de un siglo, hace gala de tantos rasgos de autoritarismo, represión e intolerancia?
¿Por qué seguimos atendiendo presurosos y serviles el guiño de un puñado de poderosos -cuyo número cabe en los dedos de la mano- a quienes nos precipitamos a homenajear por sus riquezas o su poder, muchas veces inmerecidos y a veces ostentados de manera aberrante, mientras nos negamos a recibir y a oír siquiera a miles de personas desplazadas o lanzadas a la miseria como víctimas de la violencia -cada una de ellas tan valiosa como cada uno de esos magnates- que claman justicia en sus aspectos más elementales con apremio angustioso?
¿Por qué un pueblo emprendedor, creativo y alegre se transforma de repente en lluvia de proyectiles sangrienta y devastadora? ¿Por qué nos hemos acostumbrado a enterrar la memoria de quienes hemos aniquilado con nuestra violencia, bailando desaforadamente sobre sus cadáveres?
Pero es al buscar respuestas a las preguntas anteriores en los intrincados y muchas veces herméticos laberintos de nuestra mente y de nuestra sociedad, cuando comprendemos que de tales interrogantes se desprenden ineludiblemente otros, no menos acuciantes, cuyas respuestas conducentes a la acción, dan sentido a la reflexión generada por los primeros: ¿Cómo romper esa espiral de violencia? ¿Qué necesitamos como nación y como Estado para lograr una verdadera convivencia entre los colombianos? ¿Qué tenemos que hacer para lograrlo? ¿Cuál es la responsabilidad de cada uno de nosotros? ¿Qué tenemos entonces que exigir a quienes hemos elegido como gobernantes?
La verdadera guerra
La verdadera guerra que tenemos que librar es paradójicamente la guerra por la paz; enfrentar a la guerrilla, a los paramilitares, al crimen organizado es necesario para lograr ese propósito; pero el combate contra esos grupos da lugar a simples batallas que inclusive si se ganan, no garantizan que se haya ganado la guerra contra la violencia. “Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia” serán sustituidas por el “Ejército de los Desplazados de Colombia“, los grupos paramilitares ya lo están siendo por las “Águilas Negras“, los carteles de Medellín y Cali por los que insultan con su nombre los nombres de las distintas regiones y municipios colombianos y las “barras bravas” que invaden nuestros estadios por los “hinchas furiosos” que ocuparán las sillas de aquellas.
La guerra que tenemos que librar, la verdadera guerra, exige mucho más. Exige ante todo un combate en el plano de las ideas; un combate donde cada uno de los colombianos tiene que derrotar dentro de sí la idea de que en la violencia encontrará solución a sus problemas, a sus conflictos, a sus demandas de justicia. No tiene sentido seguir pensado que sólo aplastando al otro con la fuerza de las armas lograremos ganar la paz.
Debemos comprender que cada colombiano que se destruya en la lucha contra esos grupos irregulares, aún si hiciera parte de éstos, lejos de dar lugar a un parte de victoria, a un nuevo “positivo”, así sea verdadero, es una frustración más para Colombia, una pérdida de alguien que hubiera podido ser un elemento valioso para la sociedad, para cada uno de nosotros. Más aún, en cada muerte está el germen potencial de una nueva cosecha de violencia que puede agigantarse en cualquier momento e incendiar completamente el país. Revisemos la historia colombiana reciente y no podremos ser desmentidos en esta afirmación.
La paz es una cultura
Por estas razones nos vemos forzados a admitir que el logro de la paz es, ante todo, una cuestión de cultura, una cuestión de percepción del mundo y de la manera como hemos de relacionarnos con los demás, y que en tal virtud no podemos lavarnos las manos y descargar en el Ejército la enorme responsabilidad de convertirlo en realidad.
Debemos aceptar que cada uno de nosotros está llamado a sumarse a la búsqueda de este logro, con los medios de que disponga en función de sus capacidades y relaciones. Hemos de admitir que todos, incluyendo en primer lugar al Gobierno, tenemos que dejar de ver en la persona del violento al enemigo que hay que destruir, y comenzar a entender que es la violencia, encarnada en ese individuo -y en cada uno de nosotros-, lo que debe perseguirse con todo el ahínco y la fuerza de que dispongamos. Que en esta lucha, las armas de destrucción, aunque infortunadamente pueden ser un instrumento, están lejos de ser el único y aún el más importante, al contrario de lo que suponen todavía, quizás de manera inconsciente, muchos de los que se dicen defensores de la paz.
Corregir las raíces
Pero tenemos que ir aún más lejos: No basta con atacar las manifestaciones actuales de la violencia; tenemos que enfrentar sus causas; de lo contrario, como lo enseña nuestra experiencia histórica, por cada cabeza que cortemos a la hidra surgirán muchas más que acabarán por devorarnos. Y seguramente, en gran proporción estas causas han sido identificadas aunque queramos cerrar los ojos frente a ellas porque afectan nuestro ego, nuestro poder o nuestro bolsillo o, porque, simplemente, nos intranquilizan. Y siempre encontraremos hacedores de regresiones tranquilizadoras que busquen convencernos de que la evidencia vital es ilusión y la curva geométrica realidad incontrovertible; que mayor desigualdad significa desarrollo, menor salario mínimo más equidad, más muertes de guerrilleros en combate más armonía y hallaremos también más hacedores de discursos elocuentes que traten de calmarnos con la pretensión de que más Convivir significan más convivencia, más armas de destrucción más seguridad y más represión más orden.
Es entonces cuando debemos volver a quienes han dejado consignadas por escrito reflexiones valiosas en la búsqueda de caminos alternativos hacia la paz y buscar, y ojalá encontrar en sus obras no sólo respuestas a muchos de los interrogantes planteados, sino estímulos para lanzarnos a una resistencia contra esas formas agobiantes de violencia que amenazan no sólo con destruirnos como personas sino de producir una hecatombe (esa sí verdadera y no producto de una elaboración de filigrana) para la sociedad colombiana.
Si no damos pasos decisivos por esta vía, la adicción a matar a que se refería el entrevistado de El Espectador, se convertirá en epidemia letal, susceptible de dar el golpe final a las bases de nuestra sociedad. De una sociedad que si sigue dejando que sus miembros se asesinen entre sí, es una sociedad que definitivamente ha optado por su propio suicidio.
* Doctor de la Escuela de Altos Estudios y de la Universidad de París, abogado economista de la Universidad Javeriana, Profesor e Investigador de la Universidad de los Andes y consultor internacional.
** La imagen fue tomada de la página web http://economiacritica.net
Notas de pie de página
[1] Mayo 6 de 2009; disponible en http://www.elespectador.com/impreso/articuloimpreso139659-fuimos-verdugos-de-sociedad
[2] Tomado de Alexander Cotte Poveda, “Una explicación de las causas económicas de la violencia en Colombia“, Grupo de Investigaciones en Violencia, Instituciones y Desarrollo Económico -VIDE-, Universidad de La Salle, Documento JEL: O47, E23, O4