Los muertos que nacen del barro
Las manos pasan de la comisura de los labios a las mejillas. Unos cachetes, que empiezan a ser redondos, dan forma a su rostro. Los ojos no parpadean. Las manos se detienen en ellos para tocarlos. Luego, sin prisa, pasan a la nariz. Las manos no están conformes con el tamaño, entonces retiran el barro sobrante hasta quedar a gusto. Es una nariz chata, no muy grande. Las manos se mueven, con cariño, hasta la cabeza e intentan darle la redondez adecuada. Pasan despacio, sintiendo cada uno de los rizos de barro, midiendo el largo del cabello. En el suelo hay un balde que contiene el material en el que Franklyn espera volver de nuevo a la vida. El material que de ahora en adelante se convertirá en su piel.
Las manos van y vuelven perennes al balde. Recorren una y otra vez el rostro joven, eternamente joven de Franklyn. Las manos no descansan. No se detienen hasta no quedar a gusto con cada detalle. Han pasado días enteros pero todavía el barro no da la forma necesaria y aún Franklyn, no es Franklyn.
La dueña de esas manos, de dedos largos y uñas cortas, se llama Ludivia Vanegas, y en este instante quiere traer de la muerte a su hijo. Junto a ella otros niños, hombres y mujeres, hacen lo mismo, sobre una de las siete paredes blancas del Parque monumento a las víctimas de la masacre de Trujillo.
Cada mañana, animados por las palabras de la Hermana Maritze Trigos, que llegó al pueblo para acompañarlos en el proceso de restauración de víctimas, suben en grupo a una de las colinas del pueblo, listos para enfrentarse al recuerdo que llevan encima. Dispuestos a no perder la batalla contra la violencia que inició en 1986, dispuestos a no dejar que la muerte aparezca de nuevo y arrase con todo.
Después de tomar café y de compartir un pan, que es el símbolo de la unión en la Asociación de familiares de las víctimas de Trujillo (Afavit) y de hacer una oración de gracias por el nuevo día, encabezados por la Hermana Maritze Trigos, salen del salón principal del museo de la memoria y se dirigen a los osarios. El museo es la manera que han encontrado los integrantes de Afavit, para recordar lo ocurrido en Trujillo y para cerciorarse de que no ocurra de nuevo. En ese lugar de paredes blancas, está contada paso por paso, con documentos, fotografías y recortes de prensa los hechos sucedidos entre 1986 y 1994. Allí cada rostro colgado en la pared es una historia.
El camino que lleva a los osarios se hace largo, no porque la distancia sea mucha, sino porque los pasos se hacen pesados. Son siete bloques escalonados, tan largos como una cuadra, con osarios que van desde el suelo, hasta arriba. La altura es más o menos de un metro con ochenta centímetros por piso. Allí reposan los restos que se pudieron encontrar de las víctimas de la masacre. Hay otros osarios en los que no hay huesos, pues los cadáveres no fueron hallados. En ellos, hay algún objeto que recuerda al desaparecido como un martillo, una camisa, un libro, una foto. Algo que el ausente valoraba mucho cuando estaba entre los suyos.
Mientras se sube por los escalones, se puede ver el Mausoleo del Padre Tiberio, que está en la parte más alta del Parque. Allí están los restos del sacerdote, que es el principal estandarte de resistencia y convivencia en Trujillo. A la entrada del mausoleo, se alcanza a leer la frase que dijo en el último sermón que dio en la iglesia del pueblo, antes de ser asesinado, y que para los familiares de Afavit, se ha convertido en el lema de la perseverancia: “si mi sangre contribuye para que en Trujillo amanezca la paz que tanto hemos anhelado, gustosamente la derramaré”.
El lugar de Ludivia es el mismo de Franklyn. Está en el tercer módulo. En el osario en el que reposan los restos del joven, que fue asesinado a los 18 años de edad, el 19 de agosto de 1992. Su cuerpo fue encontrado en Barragán, corregimiento de Tuluá, después de tres meses de una incesante búsqueda. Al igual que ella, cada hombre, niño, mujer o anciano se para en frente a una de las 342 lápidas que tiene el nombre de su ser querido y en el que se recuerda la fecha de su deceso o desaparición. Es una placa por cada víctima. Allí toman el barro que está en el balde, ubicado a sus pies y empiezan a esculpir. Es un proceso largo, no sólo porque no son expertos escultores, sino porque cada trazo de barro, duele tanto como la ausencia. Hay que parar, respirar, oler, palpar para luego continuar con el trabajo. Las jornadas son arduas pero reconfortantes, pues de alguna manera, frente a la lápida, con ese proceso artístico sienten que algo se cura por dentro, que a través de ese ejercicio diario recuperan su vida, un recuerdo y calman el dolor. El barro se convierte en piel y esa forma que va naciendo al lado de la placa, que antes era un nombre, empieza a tener vida.
Mientras esculpen, la hermana Maritze canta las canciones de la iglesia o las que aprendió en Paris mientras cursaba sus estudios y los anima a continuar con el trabajo. Les recuerda las palabras del Padre Tiberio como tratando de inyectarles fuerza.
— Con las armas no se consigue nada, con la cultura se puede conseguir todo.
Los felicita por las esculturas, los escucha, como lo ha hecho desde que llegó a Trujillo en 2002, se para junto a ellos para secar las lágrimas o para brindarles un vaso de agua y limpiar el sudor producido por el inclemente calor que hace.
Maritze los levanta del suelo cuando el recuerdo, el dolor y la ausencia los vence. Maritze se llena las manos de barro y acaricia las caras de esa gente que está naciendo sobre esas paredes inmaculadas, las pasa lenta y fraternalmente por la piel que aún es maleable. Maritze abraza a los familiares cuando se detienen a pensar en el pasado y sienten la rabia de la injusticia. Los abrazos de Maritze les traen algo de calma y mucha fuerza, no solo para continuar esculpiendo, sino para levantarse de nuevo y seguir con la vida. Con ella se sienten protegidos del pasado. Es un abrazo que parece darles vida en medio de tanta muerte. Maritze los envuelve con sus manos, las mismas que han abierto fosas para encontrar los restos de los familiares que ahora esculpen. Las mismas manos con las que escribe poesía o les da la bendición.
Un rumor de voces llega del otro lado de la montaña arrastradas por el viento. Maritze les pide que no las escuchen. Palabras que son como puñales que atraviesan la memoria y revuelven el dolor del pasado. Les ruega que no desvíen la mirada de la escultura, que no atiendan a los hombres que gritan, les pide que no teman, les dice que resistan, les implora que vuelvan al día siguiente.
—Ceder es más terrible que la misma muerte—, es la primera frase que se le viene a la memoria a la Hermana Maritze Trigos cuando se refiere al proceso que ha llevado con los familiares de las víctimas de la Masacre de Trujillo. Cuando habla de las acciones y de los progresos que ha tenido la gente a través de los talleres de arte, de los avances del Parque Monumento y de Afavit, su voz fluye con una alegría infinita. Pero cuando recuerda los momentos difíciles en Trujillo, se quiebra y es como si todo ocurriera de nuevo.
La hermanita, como la llaman en el pueblo, estudió en el colegio de La Presentación de Bucaramanga. Fue allí en donde despertó su interés por ayudar a los demás. El colegio realizaba misiones en los barrios más pobres de la ciudad y las estudiantes debían acompañar a las religiosas y autoridades escolares. Para Maritze tener contacto con ese otro mundo, darse cuenta, desde muy joven, que había gente que sufría de hambre o no tenía un lugar en donde dormir, despertó en ella una pulsión, que aún hoy, casi después de cuarenta años no puede definir.
Cuando se graduó del colegio, se embarcó a Francia para unirse a las Hermanas Dominicas de la Presentación. Fue un viaje que duró 19 días. Maritze apenas cumplía los 18 años y ya estaba segura de su compromiso espiritual. Cruzó el atlántico junto con setenta exiliados de la Revolución Cubana, que viajaban a España como refugiados. Llegó a Paris a finales 1961. Allí estudió teología en el Instituto Católico, pero también se interesó por la filosofía. Bebió del existencialismo y también de la literatura francesa: Paul Claudel, Albert Camus la influenciaron enormemente. Todo eso la preparó para el camino que recorrería de ahí en adelante. En 1968 fue testigo, como pudo, de ese mayo inolvidable para la historia universitaria. Se trepó a las paredes del convento con otras compañeras, para ver pasar las marchas de estudiantes, que se tomaron las calles de la capital francesa, pues por su condición de religiosa, no le permitían participar.
—Si no podía caminar, tenía que verlo— dice— pero lo importante era estar ahí, con el pueblo.
Regresó a Colombia en 1972, después de once años. Encontró un país álgido a nivel político, un país en un momento interesante, dice ella, pues el ELN tomaba fuerza y en las universidades seguía vivo el aliento del mayo de París. Ingresó a la Universidad Santo Tomás en Bogotá, para estudiar filosofía y después de terminar su carrera, volvió a Bucaramanga en donde se vinculó a la Universidad Industrial de Santander como participante de algunos grupos de reflexión y luego como docente. Por problemas políticos con su congregación, fue expulsada y después de cuatro años se volvió a unir a las Hermanas Dominicas de la Presentación. En ese tiempo, Maritze nunca renunció a sus votos ni a la idea de seguir trabajando por el pueblo. Dio clases de literatura en el Inem de Bucaramanga, estuvo en la selva del Cacarica hasta que sus pasos la llevaron a Trujillo, en donde lleva más de diez años acompañando y asesorando en el sentido político, cultural y espiritual a los familiares de las víctimas de la masacre.
― Para qué hacen eso, por qué entierran la plata allí— les gritaron desde la montaña del frente, unos hombres que aparecieron de la nada, como si brotaran de la tierra―, si siguen en eso, les va a pasar lo mismo que a Tiberio.
Las palabras, que viajan más rápido que las balas, entraron directo a la memoria de las personas que esculpían los bustos de su familiares y removieron las imágenes del terror que habían vivido años antes: cuerpos hundidos en el Cauca, cuerpos mutilados por moto sierra, cabezas sin cuerpos. Cuerpos tirados a la vera del camino con disparos de gracia, cuerpos que no aparecieron más. Cuadros del pasado, volvieron al presente. Y el miedo de nuevo en la escena de los crímenes. Los ruegos de la hermana Maritze, no pudieron evitar que al día siguiente, los aprendices a escultores volvieran a terminar su trabajo.
Es inevitable pelear contra los recuerdos del horror. Es difícil luchar con un pasado marcado por la angustia. El miedo aparece siempre convertido en un ruido lejano de una motocicleta que rompe el silencio nocturno o a plena luz del día cuando un carro sin matrícula y de vidrios oscuros atraviesa el pueblo. El miedo que aparece simplemente al cerrar los ojos e imaginarse el dolor de las torturas, convertido en la angustia de una espera interminable. Las palabras que bajaron de la cordillera no atemorizaron a la Hermana Maritze Trigos ni a sus dos acompañantes, la Hermana Carmen Cecilia Ávila y a la artista antioqueña Adriana Lalinde, que al otro día como si no hubieran escuchado nada, dirigieron sus pasos hacia el Parque Monumento. De las casas salían voces escondidas, rumores en sordina pidiéndoles que no subieran, voces implorando para que no se repitiera la historia del Padre Tiberio.
El cuerpo del padre Tiberio Fernández Mafla fue encontrado en la carretera que de Trujillo lleva a Tuluá. Estaba decapitado, castrado, con seis disparos de arma de fuego en el costado izquierdo y no tenía ni manos ni pies. La cabeza fue encontrada unos metros después de donde se encontró el cuerpo. Tiberio viajaba de noche hacia Trujillo, desde el municipio de Tuluá, y fue interceptado por una caravana de hombres armados. Junto a él viajaban su sobrina Alba Isabel y su asistente Norbey Galeano de 22 años, cuyos cuerpos no volvieron a aparecer.
Tiberio se convirtió en uno de los líderes comunitarios más importantes del pueblo. Velaba por el bienestar de los campesinos y los había organizado para que exigieran sus derechos, asunto que le bastó para que lo tildaran como colaborador de la guerrilla. Su muerte fue un trofeo para los violentos y agudizó el miedo en el pueblo, pues se enfrentó en más de una ocasión a ellos, y casi siempre salió vencedor. En una oportunidad les dijo a los guerrilleros que se querían tomar a Trujillo: con armas no se consigue nada y es mejor que se vayan porque aquí queremos la paz. Pero la guerrilla le respondió: está bien padre, no nos tomamos el pueblo, pero tampoco nos vamos.
Trujillo está clavado en la montaña. Cuando se llega por la entrada sur, hay que bordear la cordillera y el pueblo se ve abajo. Desde lo alto, se ven los techos de las casas, que en la mayoría son blancas. Se ve también la iglesia, que es la estructura más grande que tiene el pueblo. A medida que se desciende por la carretera, a veces pavimentada, a veces no, las casas aparecen a lado y lado del camino. De repente, en una de las aceras, un letrero oxidado, muy pequeño, en letras borrosas que algún día fueron blancas, se alcanza a leer una inscripción: “Bienvenidos a Trujillo, jardín del Valle”.
El municipio está ubicado al norte del Valle del Cauca, es un pueblo que hierve, como si lo hubieran construido sobre las brasas de la tierra. Sería una proeza caminar descalzo por sus calles, aunque algunos niños, sin zapatos juegan en las aceras. Aunque, para balancear el horno en que puede convertirse el pueblo, existe una brisa permanente que baja de la cordillera y se mezcla con el rumor del río Cauca, que bordea al municipio.
La gente es amable, aunque silenciosa. Cuando hablan, lo hacen en voz baja, como temiendo que alguien pueda escucharlos. Hablan como contando secretos. Parecen tímidos, pero más bien es el peso de la historia que cargan encima, que los hace sentirse paranoicos, perseguidos. Aún después de veinte años de la masacre, en Trujillo se siente un extraño sentimiento, que puede parecerse al miedo o a la tristeza. En los ojos de los habitantes se nota una ausencia que parece superada, pero que cada vez que recuerdan los hechos, los ojos se entristecen y reflejan las heridas que ha dejado la historia en estas calles, en las veredas aledañas, en lo profundo del río.
Después de darse cuenta de que nadie subiría a terminar las esculturas, porque las voces de la montaña los habían amedrentado, Maritze decidió ir a buscar a los familiares de las víctimas a sus casas, junto con la hermana Carmen Cecilia y Adriana para convencerlos de que hacer el taller de escultura era una forma de combatir a los violentes, a los armados, de derrotar a las voces. De que ese sería su arma más potente, no solo para vencer a aquellos hombres, sino al miedo. También, tocó a sus puertas para decirles que el arte era una forma, no sólo de recordar a sus muertos, sino de demostrar resistencia.
Maritze es una convencida de que la cultura es la forma más efectiva de combatir la guerra. Por eso escribe poesía, para desahogarse, por eso, gran parte de su obra poética narra los sucesos de Trujillo. En ellos, de alguna manera, hace justicia con el pueblo. Por eso apoya, desde que llegó, iniciativas que se plantean desde el arte. Es la precursora de los talleres de poesía y literatura en Afavit, no escatima esfuerzos en conseguir recursos para los talleres de pintura, danza o música.
Por esta razón, caminó por el pueblo caluroso, convenciendo a la gente, en la época en que estaban haciendo las esculturas, de que esa era la manera de taparle la boca y demostrarle a los violentos y a los temerosos que había una forma de ganar la batalla sin hacer un solo disparo. Y hoy al recordar ese capítulo en la historia de Trujillo, una sonrisa de media luna aparece en su rostro, como un trofeo de victoria.
Los ruegos de Maritze no fueron escuchados por la gente del pueblo. Así que acompañada de Adriana y Carmen Cecilia, subió al Parque Monumento para terminar de esculpir los rostros de las víctimas. No hizo caso a las voces amenazantes, ni tampoco a los ruegos que salían de las casas. Se untó las manos de barro y empezó a darle vida otra vez a los muertos y desaparecidos. No sabe cuánto tiempo pasó ni cuántas veces subieron las tres por el camino que lleva al parque. Tampoco se dio cuenta en qué momento los hombres dejaron de gritar desde la montaña. Aún no se explica, a qué hora, sus manos, las de Adriana y Carmen Cecilia estaban acompañadas de las manos de los familiares de las víctimas que retornaron al convencerse, que resistiendo era la única manera de acabar con el miedo y la violencia. Que el arte era un camino para hacerlo.
La Hermana recuerda el taller de las esculturas de 2006, como una de las acciones de resistencia más importantes que ha tenido la gente de Afavit, al no dejarse amedrentar de nuevo. Demostraron que estaban unidos y que seguirían adelante, rindiéndoles homenaje a sus familiares desaparecidos. Lo recuerda también, porque la gente se dio cuenta de que a través del arte se pueden curar las heridas y demostrarle a los violentos que hay más caminos que las armas. Hoy los talleres de poesía, pintura y escultura son una constante en Afavit y el Parque Monumento se ve desde lo lejos, antes de entrar a Trujillo. Las galerías de los osarios resplandecen y el museo de la memoria mantiene las puertas abiertas para que los lugareños o visitantes, conozcan la historia. Es una enseñanza que va de generación en generación, dice Ludivia, para que los niños no vuelvan a sufrir lo que nosotros sufrimos. Desde lejos, se ve también y en la parte más alta del parque, el Mausoleo en donde reposan los restos del Padre Tiberio, que desde arriba, sigue mirando el pueblo y cuidando a su gente, y también para recordarles que con las armas no se consigue nada, que con la cultura se puede conseguir todo.