Parqueaderos en la picota
Pienso que la razón está en que en la ciudad, por influencia de cierta visión “peñalosista”, se ha considerado que unas tarifas altas contribuyen a desestimular el uso del carro particular y que al mejorarle la rentabilidad al negocio, se aumenta la oferta de parqueaderos y es posible sacar más carros de la calle. Tradicionalmente el negocio ha sido el de aprovechar temporalmente lotes “de engorde” especialmente en el centro de la ciudad que aún espera una efectiva política de recuperación urbana que permita densificar su ocupación que, adicionalmente, reduciría y acortaría los desplazamientos. Inclusive se dieron en concesión bienes de la ciudad para establecer parqueaderos. A la par de esto y a contra pelo de la costumbre universal, se prohibió parquear en las calles y bahías, aún en las zonas residenciales. Se creyó que Transmilenio sería la solución mágica para el transporte público, que haría que el carro particular fuera innecesario, antisocial y obsoleto.
La realidad resultó distinta y el asunto de los 14.000 parqueaderos bogotanos lo han tratado de convertir en problema de estado. La movilidad es un dolor de cabeza de gobernantes y gobernados, que reclama con urgencia el establecimiento del sistema integrado de transporte público, pues el mayor desorden lo genera un servicio público que sigue en manos de la informalidad. Sacar el carro particular de la calle no resuelve el problema, ni tampoco confinarlo en costosos parqueaderos. El uso del espacio público por parte de los carros continúa a la orden del día, sin una reglamentación que de verdad funcione.
La experiencia indica que la solución para las tarifas de los parqueaderos no está en su fijación administrativa. El mercado las puede determinar y a la baja. Para ello es indispensable, superar la prevención peñalosista y, a tono con la práctica universal, ofrecer alternativas reguladas de parqueo en el espacio público, como son las zonas azules con pago, las bahías y la posibilidad de estacionar en las vías secundarias de las zonas residenciales, que no son propiamente los andenes. Para el carro particular, el uso regulado del espacio público –para circular y para estacionar -, le tiene que suponer a su propietario un costo expresado en el impuesto de rodamiento y en la sobretasa de la gasolina, acompañado de estrictos controles a las contaminaciones que sus vehículos generan, con sus gases y sus pitos. Hacia esos temas deberían orientarse las preocupaciones de nuestros legisladores locales y nacionales, y las energías de la administración de la ciudad. Todos ganaríamos sin duda alguna. La oferta y la demanda pondrían las tarifas de los parqueaderos en cintura.
Esta columna se publica simultáneamente en El Nuevo Siglo y EJE 21