Esta maldita nostalgia
No son exclusivamente los poetas los que manejan el calidoscopio con sus dibujos coloreantes. Estos seres privilegiados achican o agigantan el entorno, proyectan su alma sobre las cosas y todos sus enfoques tienen un hálito de milagro. A los demás mortales nos quedan las quejas sin contenido estético, un infecundo retablo de desengaños. Tener introspecciones, retomar los tiempos lejanos con sus cicatrices, es un ejercicio triste, sembrado de Gólgotas con las cruces que no pudieron cargar los cirineos. Es imposible hacer un ordenamiento selectivo de las nostalgias porque, todas juntas, conforman un indescifrable universo. El amor con fijamientos en mujeres inolvidables, los descalabros, las ilusiones astilladas, la fortuna adversa que frustra los propósitos, cosechas son de inconsecuencias que malogran los itinerarios.
¡Ah, la adversidad! Ese muro que nos ataja, el océano que se interpone, la enfermedad que paraliza. Cuántos castillos levantados sobre la levedad del aire, cuántas energías abortadas, cuántos ímpetus desvanecidos. El ser humano es perseguido por el sino de Caín, deambulando siempre, sin encontrar oasis mitigadores. Es el sofoco de los días, es la pena rumiadora, es el infortunio que desfigura. En el registro de los calendarios están marcadas de negro las horas inútiles, el túmulo sombrío de un tiempo negativo. Las equívocas pisadas se repiten, el futuro se detiene en enervantes expectativas, las puertas se cierran con cerrojos indestructibles. Es la noche de los aullidos.
¡Ah, el amor! Este corazón que no envejece es un confidente delator. Nos embarca en océanos de oleajes furiosos o nos hace navegar bajo la pacífica luz de los céfiros, en tardes sentimentales, con promesas alinderadas en utopías. La dicha surge en la explosión de los cuerpos que se encuentran, en un mañana inacabable aporcada en repetidos juramentos, en emociones inéditas que se inventan los enamorados, bajo el resplandor de una luna celestina. Por ahí quedan los escondites, los senderos recorridos bajo la cobertura de unos jardines colgantes, las uvas que se desprenden del follaje tranquilo de los viñedos, para regustarlas en pequeños mordiscos compartidos. Por ahí los pecadillos antojadizos, los nidos para las ternuras secretas, los susurros repetidos, los éxtasis sublimes. Por ahí los versos, el río de las lágrimas, los arrodillamientos suplicantes, el cobarde punto final que jamás se cumple. Pero también, cuántos jirones engarzados en los tunales, cuántas nocturnidades agarrados a un madero de dolor por una ausencia, sangrando el alma en una adversidad impotente. Ese veleidoso corazón no tiene edad. No es patrimonio exclusivo de la juventud que descubre cómo la pasión revienta en capullos y al poco andar es una perfumada floración. El amor es tramposo. Comienza en una mentira y finaliza en dominante realidad. Subyuga, atenaza, revive energías, crea horizontes. De los enamorados es la felicidad.
¡Ah, los libros! Nada más entrañable que una biblioteca. Su olor a humedad estacionada, el callado alboroto de las páginas aún vírgenes que, con lascivia apremiante, convocan a un himeneo intelectual. Su espacio es reservado, lejos del estropicio humano. Están en fila, ocupan con atracción sensual las estanterías, tienen jerarquía dominante. El silencio que los circunda se revierte en claridades espirituales. Dialogan, interrogan y protestan. Son un poderoso imán para alimentar la imaginación. Ahí están inútiles los que eran venero de elocuencias criminalísticas. El pragmatismo de los gringos arrasó con la sabiduría de los doctrinantes. Adiós Carrara, Ferri, Gaitán, Carlos Lozano. Quedan, como viático, las novelas, el ensayo profundo, las entretenidas biografías, el eterno fulgor de Don Miguel de Cervantes, el brillo y la hondura psicológica de Shakespeare, la movilidad idiomática de Ortega y Gasset, la fecundidad tropical de García Márquez, el fulgor inextinguible de la indagatoria de Gilberto Alzate Avendaño.
¡Ah, los tangos! Cuántas noches bajo los emparrados escuchamos extasiados los rezongos de su música, la oquedad rítmica de sus conciertos, la lírica voz de sus cantantes. Música guapa, con querencia en los lupanares, con interpretación especulativa en otros estadios, estimuladora y febril, compuesta para varones que aceptan la vida como una contraparte. Sus compases tienen mórbidas cadencias, aliento misterioso que se convierte en alarido, en despecho paciente, o en esperanza de retornos. Es desangre en los adioses, resignación en la espera, humillación en los regresos, grito de gloria en la conquista. Sus melómanos no se fatigan de escucharlos. Entender el mundo de los tangos es un privilegio, que hace retoñar una segunda naturaleza musical, imperativa y embriagante.
¡Cuantas añoranzas más para invocar! ¡Cuantas, cuantas! ¡Ah de estas nostalgias que se amontonan y se transmutan en adorables saudades!