Las chuzadas del DAS: brotes de fascismo en un estado de derecho
Una práctica “pavorosa”
¡Hedor! fue lo que percibió el Fiscal General cuando sus agentes del CTI le mostraron las carpetas, las grabaciones y los video-tapes, recogidos todos ellos en pesquisas autorizadas dentro de las herméticas oficinas del DAS, nuestra agencia de seguridad interna dependiente de la Presidencia. Así lo expresó al menos el alto funcionario de las investigaciones penales, con un cierto gesto de asco desdeñoso, frente a las cámaras de televisión.
Las carpetas contenían las fichas con los perfiles y las actividades de muy diversos personajes de la vida nacional. Las grabaciones incluían el registro de cientos de conversaciones telefónicas sostenidas por los mismos personajes. Los videos registraban acciones apresuradas y torpes para destruir pruebas relacionadas con los mismos operativos secretos.
Con este acervo de pruebas comenzaba a confirmarse la denuncia de la revista Semana, basada en la entrega confidencial y anónima de información sobre interceptaciones telefónicas ilegales pero sistemáticas efectuadas por el DAS. Era, por cierto, el más reciente escándalo sobre este asunto, después de que hacía meses se revelara el intento de interceptar los correos electrónicos de periodistas y políticos por parte de alguna agencia estatal; y luego también de que personal de inteligencia de la Policía Nacional hubiese hecho interceptaciones telefónicas ilegales a decenas de personas, suceso por el cual – una vez se hizo público- salieron varios altos oficiales de esa institución.
El Estado clandestino
Es tan alto el número de personalidades objeto de seguimientos y de interceptaciones; tan heterogénea su condición; y son tantos y tan persistentes los operativos de esta naturaleza -sin que quepa el consuelo de que se trate de un solo funcionario desorientado por acucioso-, que muy probablemente la vaharada de malos olores -como de democracia liberal en descomposición- no sea apenas el resultado de un error episódico sino el principio de un Estado clandestino que se pone de espaldas al Estado abierto. Pero que se articula funcionalmente con él.
En otras palabras, es la puesta en marcha parcial de un Estado policíaco que, sin sustituir al Estado de Derecho, lo desplaza de ciertos espacios, al tiempo que lo complementa.
Los operaciones de “chuzadas” que hasta ahora se conocen – y que tal vez no sean sino la punta del iceberg- son actos de seguimiento policial que reúnen varias características importantes: a) son llevadas a cabo por organismos del Estado; b) se realizan de manera clandestina o secreta; c) son hechas sin autorización judicial; d) no son adelantadas como parte de una investigación criminal – no buscan allegar pruebas para un proceso penal que por lo demás no existe, e) son indagaciones continuadas, y f) versan sobre facetas de la vida personal de los monitoreados.
En el caso de algunos individuos, el seguimiento se refiere a sus viajes; en otros casos, a sus transacciones económicas, a sus afiliaciones políticas, a sus amistades o nexos personales y familiares, a sus actitudes frente a ciertos hechos… Que “ha sido opositor de la iniciativa del Gobierno Nacional” en sus intentos de modificar la Tutela, se dice por ejemplo de un magistrado de la Corte Suprema de Justicia.
Estamos pues ante operativos de inteligencia policial que no están encaminados a investigar o perseguir hechos criminosos en orden a preservar la seguridad ciudadana, sino a la vigilancia de personas no vinculadas (ni siquiera a título de sospechosas) a la comisión de algún delito concreto. Es un mundo subterráneo donde agentes del Estado vigilan en secreto la vida privada de muchas personas.
La sociedad de control en su versión vulgar
Someter a vigilancia, sin más, la vida personal de los ciudadanos no es otra cosa que instaurar un régimen de control total sobre los individuos. Todo un retrato social, como mandado hacer para la observación de Michel Foucault, el perspicaz y siempre sorprendente filósofo francés que tanto dejó escrito sobre la “sociedad de control”, aquella donde el poder no se limita a recortar la representación política de las personas, sino que se entromete en su vida entera para rediseñarla al tiempo que la somete.
Sólo que cuando el autor de “Vigilar y Castigar” escudriña en los orígenes de la sociedad de control está pensando en el efecto sutil y multiplicador del poder sobre las vidas, desde aparatos institucionales tales como la escuela o la clínica. Pero aquí, con los seguimientos y las escuchas telefónicas, el control sobre las vidas desciende a los subterráneos de la vigilancia policial; se retrotrae al funcionamiento del puro aparato coercitivo.
Ya no es siquiera desde un “panóptico” -nuclear y estratégicamente ubicado, pero al fin y al cabo emplazado sobre la superficie social- desde donde se observa y controla a los ciudadanos, tal como Foucault lo señalaba de manera tan punzante. Ahora es desde recámaras oscuras y habitadas por maquinaciones silenciosas, enterradas en el subsuelo social, al abrigo de cualquiera mirada, desde donde se observa amenazante al individuo.
A la inseguridad por la seguridad
El control sutil del ciudadano por la difusión del poder bajo la forma de múltiples instituciones es, así, sustituido, en una sociedad cuya modernidad avanza a retazos, por el control intimidante que impone la vigilancia desde las instituciones que precisamente concentran el uso de la fuerza. O, para decirlo de un modo más preciso: a la titubeante extensión de un poder moderno de control social, se agrega la involución de un vulgar control coercitivo sobre las vidas privadas de la gente.
Y así el Estado abdica de su misión de dispensar seguridad. El policía y el detective terminan, a la inversa, por controlar al Estado; o más exactamente, por intentar controlarlo en ciertos espacios donde aspiran a que sus acciones ilegales y desviadas de vigilancia e investigación coincidan con los intereses de quienes controlan el Estado. Este no sólo se convierte en un Estado clandestino; deviene también un Estado-policía.
Cuando el Estado no participa ya solamente de la sociedad de control que vio Foucault, sino que se permite la licencia de someter la vida de sus ciudadanos a vigilancia secreta, ha introducido la sospecha, la amenaza y la información indebida en su interactuar diario con la ciudadanía. Los ciudadanos y las ciudadanas entonces se han vuelto más vulnerables y están desamparados.
En otras palabras, introduce el miedo como factor de poder; de lo cual resulta un Estado que mientras recupera en sus manos progresivamente la seguridad como una de sus funciones medulares, se convierte simultáneamente en fuente de inseguridad ciudadana.
Totalitarismo pasivo, preventivo y selectivo
Con la vigilancia policial sobre “la vida de los otros” (uso aquí el título de la perturbadora película de Florian Henckel von Donnersmarck) el Estado experimenta auténticos extravíos semi-fascistas. Todo un totalitarismo pasivo que no por eso pierde su calidad de artefacto para la integración forzada de las conductas individuales.
Y es además un totalitarismo que se ejerce a título simplemente preventivo. No necesita ni pretende erigir un GULAG o un campo de concentración, sino que en cambio institucionaliza la advertencia armada, la presión coercitiva sobre la vida privada de los individuos. O por lo menos de algunos individuos, lo que en el plano simbólico equivale a lo mismo por cuanto significa que podría hacerlo con todos si así lo decidiera.
Ahora bien, al enfocar su vigilancia no sobre todos los individuos sino sólo sobre algunos, es cierto que el Estado reduce los alcances sociales de su desviación, pero en cambio acentúa otro rasgo no menos autoritario, el de espiar y controlar por métodos policiales a las personas que pertenecen al mundo de lo público, al campo de la política. Y es así como los blancos de las “chuzadas” han sido dirigentes de la oposición, periodistas y magistrados de la Corte Suprema de Justicia es decir, representantes del universo de lo público en tres campos, el de la representación política, el de los medios y el de la justicia.
Paranoia y oposición política
Los dos primeros campos hacen parte del mundo del debate público, donde caben o deben caber la disidencia, la crítica y la impugnación como prácticas de la deliberación democrática. El otro campo, o sea la justicia, aunque hace parte del aparato estatal, implica la tarea de controlar las desviaciones de poder impulsadas desde el propio Estado.
La deliberación pública y la limitación del ejercicio del poder son los dos pilares del sistema democrático; y en estos tiempos sus tres campos de expresión por excelencia -la política, el periodismo y las Cortes- han sido el escenario de gestos, palabras y actitudes legítimas de oposición, frente a decisiones y a pronunciamientos del alto gobierno.
Las “chuzadas”, por tanto, son una forma de control desde los organismos de seguridad que se ejerce sobre la opinión que es o que podría ser disidente, no ya respecto del régimen político, sino además o solamente respecto del gobierno en funciones.
La opinión potencialmente disidente es vista como potencialmente peligrosa. El poder manifiesta su aprehensión paranoica y se siente amenazado por la simple discrepancia democrática, y responde desde su propia manía persecutoria para cercar y presionar a quienes discrepen de sus convicciones.
En esta situación el que vigila siempre está en condiciones de ventaja sobre el adversario, y la ejerce de manera selectiva, individualizada e intimidante. La custodia policial que muchos de esos “adversarios” reciben por su seguridad conlleva ahora la amenaza implícita de ser el vigilado. En un país donde suelen cruzarse diversas lógicas violentas y donde el propio Estado se desdobla a veces en conductas criminales, se entiende bien por qué el Fiscal General no solo percibió el hedor sino que sintió el “pavor” que se siente ante tal atmósfera.
El delito de opinar
Vigilar la vida personal del opositor político es criminalizar la opinión adversa y someter la política al mecanismo sombrío de la sospecha judicial. Cualquier encuentro, cualquier afirmación hecha en privado, cualquier llamada telefónica o correo electrónico es susceptible de aparecer mañana como indicio siniestro o como prueba cabeza de un proceso judicial. Pruebas que por supuesto, aunque digan la verdad, no serían admisibles en un Estado de derecho porque fueron adquiridas por métodos torcidos.
Así se judicializa secretamente lo que no debe judicializarse, esto es, la opinión política; y se ilegaliza lo que menos debe ilegalizarse, esto es, el proceso judicial. El Derecho Penal queda reducido a una lógica puramente policial, y la función policial queda reducida a un detectivismo del tipo simplemente mirón o como podría decirse, voyerista.
La sombra del fascismo
Por consiguiente: el Estado, aunque afirma sus estructuras democráticas, alberga al mismo tiempo en su interior las peores y más enfermizas tendencias propias de una especie de fragmentado fascismo potencial. No el que se concreta aún en cárceles para la oposición o en persecución material contra el disidente, pero sí el que se traduce en vigilancia sobre la vida personal y en la amenaza latente de judicializar las opiniones políticas.
* La foto del artículo fue tomada de la página http://reportperu.wordpress.com