La agonía de la política
El abogado penalista es por lo general elocuente, conocedor de los códigos legales pero también de los que rigen las emociones humanas y sabe que la suerte de su defendido depende de que logre un equilibrio entre esas dos realidades. No es gratuito que en Hollywood abunden las películas con penalistas como protagonistas, recuerdo ahora al inolvidable Perry Mason, y escaseen los abogados civilistas o administrativistas en esos papeles.
En Colombia, vivimos una variante de esa situación en la cual la aplicación de la justicia y la lucha por el poder personal se confunden de manera preocupante. Es claro que la justicia es rama del poder público del Estado. Que no es una justicia que caiga del cielo y que es impartida por hombres que aplican códigos elaborados por hombres. Eso no se discute. Lo que preocupa y de manera creciente desde el proceso 8000, es ver a la justicia –jueces e investigadores – inmersa en el corazón de disputas, acusaciones y amenazas entre personas, donde el interés no parece ser que brille la verdad sino que se enlode al otro. Una justicia que se trasladó de los tribunales a las salas de redacción de los medios de comunicación. Los fallos sustentados y ponderados sustituidos por los impactantes titulares de prensa. Abundan las declaraciones y escasean las investigaciones y sentencias.
Lo dicho se detecta en los temas que hoy atrapan la atención del país y que han desplazado al debate político, empantanado y empobrecido por el ritornello reeleccionista. La parapolítica y la farcpolítica. Las chuzadas del Das y la ambigüedad del poder frente al papel y la suerte de su primer director en la era Uribe, Jorge Noguera y su comparsa. Los dramáticos falsos positivos de los cuales solo se sabe que continúan. La lista es larga y el espacio corto.
El sistema acusatorio, importado a las volandas del mundo anglosajón, puede tener su parte de responsabilidad en la situación. Lo definitivo ha sido la hiperpersonalización de la política y el poder en estos largos 7 años, con el consiguiente debilitamiento de las instituciones. El debate público sustituido por el ataque y la descalificación personal, donde prima el calificativo satanizador sobre los argumentos y la razón. El escenario público se hace cada vez más borroso y la verdad es escamoteada a la par que se entroniza la suspicacia. Ésta, en asocio con la picardía, se convierte en norma de conducta. La pobreza de la política hoy cuando la realidad reclama acción, propuestas, movilización de ideas, de voluntades y personas, ha llevado a un intento vano de sustituirla por la justicia, con lo cual arriesgamos a quedarnos sin política y sin justicia, hundiéndonos aún más en el pantano de la desinstitucionalización, de la personalización del poder, de la escaramuza y la viveza, lo contrario del sentido y contenido de la política en una democracia.
Esta columna se publica en El Nuevo Siglo y el diario digital EJE 21