Aviso para dictadores
Ya saben los gobernantes que pisotean la Constitución y las leyes y mandan torturar y asesinar que sus crímenes no quedarán impunes, como casi siempre ha ocurrido hasta ahora, sino que tarde o temprano pueden ser juzgados y sancionados por sus propios pueblos. Se trata de un precedente histórico señero para quienes soñamos con una América Latina emancipada para siempre de la peste autoritaria.
El ex dictador ha sido condenado por dos secuestros y dos matanzas particularmente crueles de las muchas que se perpetraron durante su régimen, pero no por el delito más grave que cometió: haber destruido mediante un acto de fuerza militar el 5 de abril de 1992 la democracia gracias a la cual dos años antes había sido elegido en comicios legítimos para ocupar la Presidencia del Perú. Los dos secuestros –del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer– coincidieron con el golpe de Estado. La primera de las matanzas se había realizado unos meses antes, en noviembre de 1991, en un barrio del centro de Lima –Barrios Altos–, donde un escuadrón de la muerte conocido como el Grupo Colina, integrado por militares y formado con anuencia de Fujimori, asesinó a quince personas, entre ellas un niño de ocho años, que celebraban una fiesta en un vecindario con el pretexto –falso– de que eran senderistas y se proponían recolectar fondos para el movimiento terrorista de Sendero Luminoso. Uno de los factores que desencadenaron el putsch fue, por lo tanto, garantizar la impunidad para los delitos que ya venía cometiendo el nuevo gobierno, no sólo contra los derechos humanos, también económicos, pues ya había comenzado el saqueo de los haberes públicos, algo que, en los años siguientes, alcanzaría un ritmo paroxístico bajo la batuta del brazo derecho del Presidente y experto en latrocinios Vladimiro Montesinos.
La otra matanza tuvo lugar en julio de 1992. Los pistoleros del Grupo Colina invadieron de noche la Universidad de La Cantuta, que estaba intervenida y cercada por una fuerza militar, y secuestraron a nueve estudiantes y un profesor a quienes asesinaron en un descampado vecino de un tiro en la nuca. Allí los enterraron y, tiempo después, cuando el periodismo independiente, pese a las maniobras de encubrimiento del régimen, descubrió las huellas del crimen, los desenterraron, quemaron y volvieron a enterrar los huesos en otro lugar. El escándalo internacional que estalló cuando esta macabra historia se hizo pública y se conocieron las sangrientas entrañas del sistema, fue uno de los episodios que más melló la imagen de la dictadura ante el pueblo peruano, parte del cual hasta entonces la apoyaba en la errónea creencia de que un gobierno autoritario podía ser más eficaz que la democracia para combatir a los terroristas de Sendero Luminoso y del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En verdad, no fueron los escuadrones de la muerte de la dictadura los que derrotaron a Abimael Guzmán y los senderistas, sino un hecho que marcó un cambio cualitativo en la lucha antisubversiva: la captura de su líder y casi todo el Comité Central de Sendero Luminoso, gracias al rastreo científico que hizo de ellos un pequeño grupo de policías que estaba enfrentado con Vladimiro Montesinos y el servicio de inteligencia del régimen.
El juicio a Fujimori duró cerca de diecisiete meses, fue televisado, asistieron a él periodistas y observadores internacionales y el acusado gozó de todas las garantías del derecho de defensa. El Tribunal de tres miembros, presidido por un prestigioso penalista, magistrado y profesor universitario, el doctor César San Martín, cuya conducta a todo lo largo del proceso fue de una serenidad y corrección que le reconocen tirios y troyanos, ha emitido una sentencia que debería publicarse y enseñarse en las escuelas de toda América Latina (resumida, porque tiene cerca de setecientas páginas) para que las nuevas generaciones conozcan, a través de hechos concretos y personas identificadas, la tragedia que significa para un país, el sufrimiento humano, inseguridad pública, delincuencia, distorsión de valores, mentiras, desprecio de los más elementales derechos de que un ciudadano debería gozar en una sociedad moderna y en corrupción y degradación de las instituciones, una dictadura como la que padeció el Perú entre 1992 y el año 2000, cuando Fujimori, fracasado su intento de hacerse reelegir en unos comicios fraudulentos, huyó al Japón y renunció a la Presidencia mediante un fax.
Mientras existan las fronteras, las Fuerzas Armadas son una necesidad perentoria para los países, y, por lo mismo que la sociedad les confía, al mismo tiempo que la responsabilidad de velar por su seguridad, las armas que le permitan cumplir con su misión, es indispensable que aquella institución funcione dentro de la más estricta legalidad y sea un baluarte de la sociedad civil, no su enemiga. Fujimori hizo un daño incalculable a las Fuerzas Armadas imponiéndoles como verdadero mentor a Vladimiro Montesinos, un capitán al que el Ejército peruano había expulsado y condenado como traidor a su patria y a su uniforme, y que, desde entonces, mediante manipulaciones y chantajes, abusaría de manera ignominiosa del poder que se le confirió. Montesinos fue postergando a los oficiales probos y capaces, obligándolos a veces a pedir su baja, en tanto que ascendía y colocaba en los puestos claves a sus cómplices y a colaboradores serviles, que ampararon sus desafueros –un vasto abanico de horrores que iban desde tráfico de armas hasta operaciones de narcotráfico– y se beneficiaron con ellos.
Uno de los aspectos más aleccionadores de la sentencia es la demostración inapelable de que, contrariamente a la pretensión de los fujimoristas de exonerar al ex dictador con el argumento de que Montesinos era quien delinquía y, aquél, un cándido que no se enteraba de nada de lo que pasaba bajo sus narices, había una absoluta simbiosis del dictador y su asesor, la que existe entre una persona y su sombra o entre el muñeco y el ventrílocuo que lo hace hablar. Ambos se repartían un trabajo en el que, por una parte, los hombres del poder se enriquecían a manos llenas, eliminaban adversarios, compraban y amedrentaban jueces, copaban cargos públicos, y de otra, mediante el soborno o el chantaje, controlaban los medios para manipular a la opinión pública con campañas televisivas ad-hoc y hundir en el desprestigio a sus críticos valiéndose de los plumarios de una prensa amarilla que financiaban o de conductoras de reality shows.
Sólo en un medio ambiente semejante, de desplome total de la legalidad y la decencia política, de imperio del úcase y la prepotencia, se entiende que prosperara el Grupo Colina y que en un par de años asesinara, en nueve operaciones perfectamente planeadas y ejecutadas, a unas cincuenta personas. Quienes integraron sus filas sabían que lo que hacían estaba ordenado y amparado por la más alta autoridad y, por eso, recibieron el amparo logístico necesario de la institución militar y el encubrimiento político y judicial debido –incluida una ley de amnistía– cuando sus negras hazañas fueron descubiertas y denunciadas. Lo que no sabían es que la dictadura caería –siempre caen–, la democracia rebrotaría de sus cenizas y –por primera vez en la historia del Perú– un ex dictador y sus principales cómplices serían llevados al banquillo de los acusados.
Los peruanos que vivimos en el extranjero solemos ver aparecer a nuestro país en los diarios, radios y cadenas de televisión de los lugares donde estamos, porque en el Perú ha habido un golpe de Estado, un atentado terrorista, un terremoto o quintillizos, es decir, siempre alguna catástrofe o anomalía, política o social. Qué extraño y qué hermoso lo que nos ha ocurrido en estos últimos días, advertir que el Perú del que habla la prensa y las personas en la calle con respeto y admiración es una civilizada nación que enfrenta su pasado con dignidad y coraje y donde un tribunal civil juzga y sanciona los crímenes de un dictador. Un ejemplo para América Latina, sí. Y para el mundo entero. La Prensa, Nicaragua.