2 de diciembre de 2024

Una visión alternativa del conflicto colombiano

15 de marzo de 2009
15 de marzo de 2009

farcSi se tratara solamente de unos cuantos municipios o de unas pocas regiones, para el Estado central sería posible imponerse por la fuerza; pero la cuestión se complica porque, en términos de territorio,  de población y de recursos económicos, se trata de porciones enormes del país.

El resultado ha sido la concentración de las fuerzas de seguridad contra el enemigo que desafía al Estado con mayor intensidad, al tiempo que el control de regiones periféricas se delega en aquellas organizaciones que de momento constituyen una amenaza menor para ese Estado.

La distancia creciente entre centro y periferia

Es común que los Estados centrales deleguen su tarea en aparatos coercitivos locales, y que esta mediación implique algún grado de desajuste entre el orden social del centro y los de la periferia. Sin embargo, Colombia hace parte de los casos de fricción extrema entre centro y periferia, en un entorno donde las funciones del Estado en las regiones han sido apropiadas por poderes locales o han sido delegadas a esos poderes.

Desde hace tres décadas – cuando se inicia el conflicto como hoy lo padecemos- ha aumentado progresivamente la distancia entre el proyecto de sociedad del centro y los proyectos de la periferia: mientras Bogotá y un puñado de ciudades han avanzado en la construcción de sociedades democráticas donde funciona el capitalismo de mercado, en el resto del país se ha ido consolidando  un orden autoritario y de capitalismo no moderno, bajo la égida de guerrillas, paramilitares y narcotraficantes.  

El orden del centro no sirve en la periferia

¿Por qué el Estado central no puede imponer su proyecto de sociedad sobre los actores armados? Porque las formas regulatorias del Estado moderno no son adecuadas para ordenar la vida de la periferia colombiana: ni en las zonas de frontera – pobladas por colonos cocaleros – ni en los municipios intermedios  – dependientes de la economía del narcotráfico – son aplicables las normas e instituciones del Estado central para hacer funcionar el orden cotidiano.

En esas circunstancias el conflicto desborda el campo de batalla y demanda acciones de control político que están por fuera de la capacidad operativa de las fuerzas armadas. Las tropas y las aeronaves del Estado pueden ser muy superiores a los de una columna de las FARC o a las de un comando de bandas “emergentes“, pero el aparato de guerra institucional no cuenta con mecanismos de control social para imponer su hegemonía política. Una  eventual oficina de impuestos en la periferia no podría recaudar el IVA porque el medio de cambio en las tiendas no es el dinero sino la base de coca;  los jueces de la República no podrían fallar sobre los desacuerdos en los linderos de plantaciones de coca, y la Banca Central no podría acumular lingotes de cocaína en vez de lingotes de oro.

Algo similar sucede en regiones y municipios intermedios, donde las inversiones y el consumo que realizan los narcotraficantes constituyen una fuente de legitimación política. Cuando los habitantes de un territorio aceptan las mejorías de su bienestar a sabiendas de que están fundadas en el dinero proveniente del narcotráfico, cuando saben además quién es el narcotraficante y reconocen su papel de ‘patrón local’, entonces se crea un ambiente de aceptación social de una actividad ilícita y de sus implicaciones políticas, como son el tipo de justicia que imponen los narcotraficantes, o su primacía en la escala de prestigio de la sociedad local.

Así, aunque los intereses de los narcotraficantes están dados por relaciones económicas muy concretas,  y aunque la participación directa de los miembros de la sociedad en el negocio es restringida, el impacto social de sus excedentes propicia colusiones de intereses entre los empresarios de la droga y las comunidades locales:  La seguridad frente a atracadores y criminales de poca monta, un mínimo de prosperidad económica y la conexión con otros mercados dependen de la estabilidad y del éxito de los negocios de los narcotraficantes de la región.

La debilidad de las economías de los municipios y ciudades pequeñas las convierte pues en zonas proclives al desarrollo de un orden afín a la expansión del narcotráfico.

El acuerdo de fondo no es posible

Paradójicamente, el orden social donde se desenvuelven narcotraficantes y actores armados determina su forma de actuar, más de lo que ellos pueden transformar ese orden: sea que se trate de guerrillas o de  paramilitares, el control de territorios cocaleros demanda grandes ejércitos, una organización capaz de atender altos volúmenes de población dispersa, y una disciplina fuerte para controlar el mercado local de la base de coca.

Los vínculos de lealtad entre los cocaleros y los actores armados son producto de un intercambio funcional, ajeno a cualquier sintonía ideológica y donde se apropia del territorio el bando que provea mejores condiciones de protección y mejores precios de compra para la base de coca. Por esta razón, la posibilidad que el Estado tendría para negociar con las comunidades no depende de sus acuerdos eventuales con la guerrilla o con los paramilitares de la zona.  

El problema central consiste en que el Estado no puede llegar a acuerdos con los empresarios de la droga que garanticen la desaparición del negocio, pues otros capos vendrían a reemplazarlos.

En efecto, los empresarios de la droga tienen representación política a través del clientelismo y la compra de candidatos o funcionarios, pero carecen del mecanismo de expresión de sus intereses como “clase social” que sería necesario para llegar a una negociación unificada con el Estado. Como no pueden garantizar el desmantelamiento definitivo del negocio, sus “voceros” en realidad no representan ni pueden comprometer a todo el “gremio” en la negociación donde el Estado sólo puede ofrecer medidas de perdón judicial y legalización de bienes a cambio de la entrega y el abandono del negocio por parte de un individuo o de un pequeño grupo de narcotraficantes.

No existe pues una organización que lleve la voz única de los empresarios criminales en un proceso de negociación política, pero en cambio existe toda una serie de organizaciones dedicadas a la competencia feroz para absorber los mercados que dejen vacíos las demás organizaciones.

Los límites de la Seguridad Democrática

Dada la naturaleza del conflicto colombiano, para el Estado central es muy difícil imponer su orden en todo el territorio a través de acuerdos de paz o de victorias militares. Y así no es de extrañar que, pese a los éxitos de la Seguridad Democrática, esta estrategia también esté llegando a una situación de estancamiento.

En efecto, la hegemonía del centro exigiría la firme decisión y una enorme inversión en aparatos coercitivos para someter a los narcotraficantes y a  los paramilitares “emergentes” que se han constituido en nuevas élites regionales.  Pero además  sería necesario disponer de fuerzas policivas suficientes para impedir que las FARC y el ELN sigan alimentándose del narcotráfico o sigan amenazando la vida cotidiana de las comunidades.

Si bien en el gobierno Uribe se han dado grandes avances militares y si bien las FARC han sido desplazadas del territorio más densamente poblado, la salida definitiva del conflicto aún está lejana:

– No hay señales de una desmoralización masiva de la guerrilla que lleve a una deserción generalizada y a una derrota definitiva ó a una negociación ante la contundencia de los hechos.

– Y es casi seguro que las FARC guardan una fuerza superior a los 10.000 combatientes, capaz de perturbar la estabilidad política, económica y social de las zonas centrales, en el momento en que llegue a “aflojarse” la contención militar. De allí la importancia de continuar con una política fuerte en materia antisubversiva, llámese ‘seguridad democrática‘ o como quiera llamarla el próximo gobierno – sea éste “uribista” o de la oposición.

Pero aún si se mantiene esa política, el problema de las FARC continuará mientras exista una base social de cocaleros en las periferias del territorio más poblado.  Las FARC ni siquiera necesitan un fuerte respaldo ideológico de la población asentada en sus áreas de dominio. No es la creencia de las comunidades en los principios  “marxistas, leninistas y bolivarianos lo que les gana lealtad, sino el hecho más simple de mantener  un mínimo de “ley y orden” en zonas sin Estado.

Incluso si las FARC llegaran a ser aniquiladas, si se rindieran o negociaran la paz, se mantendría  el problema de los colonos cocaleros, puesto que casi con seguridad  se formaría otra organización armada para prestarles los mismos servicios de protección, justicia y comercialización que hoy presta la guerrilla.  

El desafío es otro y es profundo

Los logros en el campo militar serán insuficientes mientras el grueso del país, que con razón repudia a las FARC, no se pregunte ¿por qué la guerrilla logra persistir aún en ausencia de apoyo o simpatía con sus tesis por parte de la inmensa mayoría de los colombianos de la ciudad y el campo?

La pregunta obligaría a interesarse en la suerte de ese millón largo de compatriotas cuyo Estado son las FARC y a buscar maneras eficaces de incorporarlos al país democrático, al mercado moderno y al orden del Estado.

Entonces habría que considerar una serie de intereses básicos de los colonos cocaleros: su modo de vida, sus posibilidades de trabajo y un lugar donde  asentarse sin seguir marginado de la economía legal. Los costos de esa inclusión serían gigantescos. Además de los recursos económicos, habría que librar duras batallas políticas, como decir la resistencia que encontraría un gobierno que proponga la redistribución de predios rurales y urbanos necesaria para el reasentamiento productivo de los colonos,  o los cambios en el régimen de transferencias territoriales para llevar a cabo su inclusión al mercado moderno.

Además de lo anterior, el centro tendría que reformar la estructura económica de las regiones cuya inversión y cuyo consumo giran hoy  alrededor del  narcotráfico. Al costo de tener un aparato coercitivo capaz de derrotar a todos los actores armados, habría entonces que sumar los costos de modernizar las condiciones locales para que las actividades económicas lícitas se vuelvan viables -así como el “costo de oportunidad” o el valor de los  ingresos perdidos por la desaparición del narcotráfico.

Por lo demás, la bonanza de la droga no ha alimentado ni enriquecido solamente a las nuevas elites de la periferia. Las clases medias y bajas de esas regiones también cambiaron sus hábitos de consumo y con ellos sus estilos de vida, sus valores, sus conductas y sus expectativas. Los electrodomésticos, el Internet, la televisión por cable, los teléfonos celulares, los almacenes de cadena y las demás innovaciones comerciales implicaron cambios en el sentido del trabajo y en la destinación de los ingresos. A falta de algún otro producto para  intercambiar con el resto del mundo, el narcotráfico y las transferencias estatales (en especial las regalías petroleras) han sido las dos fuentes de recursos para sostener estos patrones de consumo. Y la transformación del orden social de la periferia implica  que sus habitantes se re-eduquen para una forma de vida más austera.

Una opción lenta y costosa pero única

Nuestro primer y gran problema es aceptar que la pacificación del país pasa por transformar el orden social en muchas partes de Colombia, lo cual implica que salir del conflicto sería un proceso muy largo y muy costoso.

Pero si ese orden no se cambia, si la vida económica, política y social de esas regiones sigue exigiendo un sistema de regulaciones distinto de los que ofrece   un Estado moderno, seguirán existiendo las  guerrillas,  los paramilitares o las mafias. Podrán llamarse de otras maneras  y podrán asumir otras modalidades, pero conservarán su capacidad de desafiar el monopolio legítimo de la fuerza por parte de los subsiguientes gobiernos, y de crear por eso Estados paralelos en la periferia.

* Este análisis hace parte del trabajo del grupo de investigación de Colciencias “Macroilegalidad y Órdenes en Disputa”. Una versión más extensa puede encontrarse en el documento CESO Nro. 153: El dinero no lo es todo, Bogotá, 2008.

** MSc en Global Security de la Universidad de Cranfield, investigador en temas de construcción de Estado, sociología, conflicto armado y narcotráfico en Colombia.