Un relato sobre las torturas de Guantánamo
Diez meses después, en agosto de 2003, Lane McCotter y Gary Deland, dos ex directores ejecutivos del Departamento de Prisiones de Utah, conducían por los alrededores de Bagdad intentando encontrar un metalúrgico que pudiera fabricar literas para ellos. McCotter y Deland habían pasado todo el verano rehabilitando un par de bloques de celdas en Abu Ghraib. En los viejos tiempos, bajo el régimen de Sadam, las celdas estaban sin amueblar y los presos dormían en el suelo. «No había ningún miramiento —según McCotter—. Simplemente los apiñaban allí dentro como sardinas en lata.» Él pensaba que las literas serían un detalle agradable con el que poner de manifiesto la transformación de la cárcel. Pero los iraquíes no sabían de qué les estaba hablando: ¿una cama encima de otra? «Tuvimos que dibujarles lo que queríamos —afirmó—.Al final encontramos a una persona. Nos fabricó un prototipo, nosotros le hicimos algunos cambios y le compramos mil unidades, tan rápido como pudiera fabricarlas, para empezar a ponerlas en las celdas.»
Deland tomó fotografías de McCotter de pie, con aspecto orgulloso, junto a las primeras literas de Irak. Deland también estaba orgulloso. En julio había puesto en marcha una academia de prisiones pionera en la historia iraquí, y la primera promoción de nuevos guardias de prisiones estaba completando ya su formación. McCotter y Deland decidieron mostrar su trabajo en Abu Ghraib con una jornada de puertas abiertas y una ceremonia de graduación en la academia. Estaban preparándose para volver a casa, ya que su contrato con el Departamento de Justicia estadounidense vencía a final de mes.
Invitaron a sus colegas de la Autoridad Provisional de la Coalición, del Ejército y del recién creado Ministerio de Justicia iraquí; dijeron a algunos soldados del campamento militar de la prisión de Abu Ghraib que se acercaran; fletaron autobuses para los graduados de la academia y los animaron a traerse a sus familias; ofrecieron comida; incluso contrataron una banda iraquí de gaitas y tambores. «El peor sonido que he oído en la vida —comentó Deland—. Es imposible exagerar lo que sufrían los oídos.»
El día grande fue el 25 de agosto. Una semana antes había acudido un grupo de reporteros a la cárcel para informar de las secuelas de un ataque con mortero que mató a seis prisioneros en el campamento del Ejército e hirió a más de cincuenta personas. Uno de esas cincuenta —un cámaras de la agencia Reuters que estaba grabando fuera de la muralla con autorización de los policías militares apostados en la puerta— murió por el disparo de un soldado estadounidense, hecho desde la torreta de un tanque en marcha. Pero ahora los bloques de celdas recién pintados relucían, la cocina nueva de la cárcel estaba casi acabada, estaba a punto de llegar un centro médico —según McCotter, «unas instalaciones de primera clase, posiblemente las mejores de
todo Irak»—, la banda tocaba y McCotter y Deland enseñaban a sus invitados los nuevos patios de recreo para los presos de Abu Ghraib.
«Hicimos los discursos —dijo McCotter—. Cortamos la cinta inaugural. Dimos una pequeña visita para enseñarles el aspecto que tendrían aquellos bloques de celdas cuando la prisión estuviera terminada y les explicamos lo estupendo que iba a ser todo. Habíamos acondicionado todas las celdas. Teníamos literas. Teníamos colchones.
Teníamos toallas. Teníamos pasta de dientes. Teníamos cepillos de dientes. Teníamos utensilios saludables y cómodos, incluso alfombras de oración para los musulmanes, cosa que no tienen en casi ninguna prisión norteamericana. Intentábamos enseñarles lo que significaba gestionar una cárcel de forma humanitaria a la manera estadounidense, a la manera occidental. Para mí, haber logrado todo eso en cuatro meses era un milagro. No creo que en toda la historia de las prisiones se haya hecho jamás lo que nosotros hicimos. Tuvimos mucha ayuda, pero fue algo milagroso.»
Cuatro meses antes, a mediados de abril, cuando Lane McCotter recibió una llamada telefónica preguntándole si le gustaría ir a Irak, creyó que era una broma. Eran alrededor de las ocho en punto, un sábado por la mañana. McCotter se hallaba en Midway, Utah, desayunando con su esposa. Las fuerzas estadounidenses acababan de tomar Bagdad —podía verse por televisión cómo los saqueadores desvalijaban los ministerios— y aquel hombre hablaba por teléfono a McCotter de parte del fiscal general de Estados Unidos para explicarle que estaban reuniendo un equipo que se encargaría de ver qué podía hacerse con el sistema de justicia criminal iraquí. «Su nombre ha sido mencionado », le comunicó su interlocutor.
McCotter escuchó y se fijó en que su mujer lo observaba atentamente.
«Siendo la experimentada esposa de un militar, supongo que conoce todas las señales», explicó McCotter. La llamada telefónica a una hora poco razonable, la conversación a una sola banda (la banda que ella no podía oír), la repentina intensidad de su atención al teléfono. Le dijo al hombre que tenía que pensárselo, y cuando colgó le dijo a ella: «Pues claro que no iré. Tengo sesenta y tres años».
Ella lo conocía demasiado bien como para creérselo. McCotter no había servido en el extranjero desde Vietnam, pero siempre había lamentado la forma en que Estados Unidos abandonó a los vietnamitas al final, y ella sabía que a él le atraería la idea de hacer las cosas bien para variar. Le dijo: «Si tu país te pide que vayas, irás. Así que márchate.
Quítate el peso de encima. Hazlo y punto, haz lo que quieren que hagas. Y luego vuelve a casa». McCotter volvió a coger el teléfono y dijo: «Si esto va en serio, estoy dispuesto a hacerlo».
Una semana después ya estaba en Washington para una sesión informativa. El mensaje era el siguiente: Nunca hemos hecho esto antes. Vale, hemos echado una mano para poner alguna fuerza policial en forma y hemos entrenado a jueces en algunos países con problemas, aquí y allá. Pero hacerlo todo de cabo a rabo —policías, tribunales, prisiones—, crear un sistema de justicia criminal completo a nuestra propia imagen después de un conflicto importante, eso es la primera vez que lo hacemos. Y queremos hacerlo bien, evaluarlo antes de reconstruir. Ustedes, el equipo de evaluación, tendrán cuatro meses para evaluar el terreno, redactar un informe exhaustivo sobre las condiciones en que se encuentra cada comisaría, juzgado y cárcel del país y, por último, esbozar un proyecto para ponerlo todo en funcionamiento. Después volverán a casa. El siguiente equipo será el que se preocupe de ejecutar el proyecto.
A McCotter le gustó cómo sonaba aquello. Había pasado un tercio de su vida en establecimientos penitenciarios. Había dirigido tres sistemas estatales de prisiones: tenía un currículo espectacular.
Pero las prisiones no eran la vocación de McCotter, o al menos no lo fueron desde el primer momento. Al principio se trataba de conseguir a una chica… o más bien de conservarla. Su primer amor verdadero fue el Ejército. La primera vez que estuvo en Vietnam, en 1962, le enorgullecía ser soldado de infantería, destinado como alférez a los Cuerpos de Artillería, Operaciones Especiales, dependiendo de las fuerzas de la región: los survietmanitas. El enemigo lo obligó a retroceder tres veces y, finalmente, regresó a casa siendo capitán y luciendo la Estrella de Bronce, la Medalla del Aire, la Legión del Mérito y, la que mayor satisfacción le proporcionaba, el Emblema de la Infantería de Combate, por atacar y destruir al enemigo. Enseguida se casó y pensó que, si quería mantener su estado civil, sería mejor que aprendiera otro oficio distinto al de soldado. Se pasó a la Policía Militar, ascendió a mayor y volvió a aterrizar en Vietnam justo después del Día del Trabajo (el primer lunes de septiembre) de 1968, cuando la prisión militar norteamericana de la zona, la cárcel de Long Binh, fue pasto de las llamas durante unos disturbios raciales.
Cuando llegó McCotter, los escombros humeaban todavía, y él pasó a formar parte de la operación para reconstruir el lugar.
Ese fue el primer trabajo de McCotter en una prisión. No le habría importado que fuera el último. Pero todavía estaba buscando una forma de vivir con su esposa, así que solicitó una plaza de estudios de posgrado y fue enviado a la Universidad Sam Houston de Huntsville, Texas, para cursar un máster en criminología y prisiones.
Al terminarlo en 1972, lo nombraron alcaide de las instalaciones de confinamiento militar de Fort Sill, en Oklahoma. Una década más tarde era el comandante de los cuarteles disciplinarios de Estados Unidos en Fort Leavenworth, Kansas, la única cárcel de máxima seguridad del Ejército. Cuando salió de allí, dejó el Ejército —con el grado de coronel— para firmar un contrato con el Departamento de Prisiones de Texas, que era el segundo sistema de prisiones más grande de Estados Unidos y, se mirara por donde se mirara, el peor de todos.
McCotter decía que Texas fue su tercera misión de combate tras las dos de Vietnam. En 1980, un tribunal federal había encontrado tal nivel de brutalidad en las prisiones del estado que declaró inconstitucional el sistema penitenciario de Texas al completo. El juez William Wayne Justice escribió: «Es imposible describir las condiciones precarias, el dolor y las degradaciones que sufren los presos comunes tras los muros de las prisiones del DCT». El juez Justice pasaba a enumerar las atrocidades: las violaciones y asesinatos entre presos; la cruel y en ocasiones sofocante masificación, por un lado, y la administración arbitraria y abusiva del confinamiento en solitario por otro; el incesante malestar físico y tensión psicológica infligidos por las bandas de la cárcel y los guardias; el amargo desamparo de los reclusos ante la imposibilidad de encontrar soluciones legales a tanta injusticia.
En 1985, McCotter fue nombrado director de Prisiones de Texas, el cuarto hombre que ocupaba el cargo en dos años, durante los cuales el Estado había superado todos los récords de homicidios carcelarios.
McCotter ordenó un confinamiento total en la mitad de las cárceles del estado, y el número de ataques recibidos por los reclusos descendió un 40 por ciento. En su segundo año solamente se produjeron dos homicidios dentro de prisión en todo Texas. Aquel año también hubo un gobernador nuevo: Bill Clements, el primer gobernador republicano del Estado desde la Reconstrucción, quien acusó a McCotter de ser demasiado liberal y se mostró encantado de aceptar su dimisión.
Antes de que pasara un mes, McCotter ya había sido reclutado como secretario de Prisiones en Nuevo México, que se recuperaba de una de las revueltas carcelarias más violentas que se recordaban en todo el país. De nuevo confiaron en McCotter para que reformara el sistema, y de nuevo duró dos años allí. Luego se marchó a Utah, donde fue director de Prisiones durante un lustro hasta que un esquizofrénico de veintinueve años llamado Michael Valent, que estaba
en la cárcel de Draper por haber obedecido a unas voces de su cabeza cuando le dijeron que matara a su abuela, se cubrió la cabeza con una funda de almohada y se negó a quitársela. El personal de la cárcel lo engrilló a una silla de inmovilización durante dieciséis horas, y cuando lo liberaron sufrió un colapso y murió por un coágulo en una arteria. McCotter se erigió en defensor de la silla de inmovilización y aquello no gustó a los ciudadanos, así que terminó dimitiendo.
Según McCotter, esa era la forma en que se desarrollaban siempre las cosas para un director de Prisiones. No importa lo que uno haga, siempre es demasiado blando o demasiado duro. En sus propias palabras: «Siempre habrá alguien dispuesto a ponerte de vuelta y media cada día de tu vida. Vives en un escaparate. Siempre hay alguien disparándote».Así que pasó a trabajar como director de mercadotecnia para el tercer mayor contratista de Estados Unidos en prisiones para adultos, Management & Training Corporation. Ya llevaba allí siete años cuando hizo las maletas para marcharse a Irak. Había seguido la guerra con un profundo interés, y afirmó: «Creo que tenemos una obligación con el mundo. Somos la nación con más bendiciones sobre la faz de la tierra. Y tenemos que ayudar a otros pueblos a disfrutar de las libertades que nuestros hijos y nietos dan por sentadas cada día de sus vidas, hasta que visitan un país como Irak, donde no existen las libertades».
Cuando el equipo de McCotter aterrizó en Kuwait y no aparecieron las armas que les habían prometido para adentrarse en coche en Irak, McCotter pensó que la situación era «en cierto modo interesante ». Gary Deland sufrió un retraso al traspapelarse su pasaporte en Washington, hecho que dejó el equipo de prisiones del Departamento de Justicia reducido a solo tres hombres. Antes de la mañana siguiente, cuando su convoy desarmado llegó a la frontera iraquí y la escolta militar que debía reunirse con ellos no se presentó, McCotter elevó su veredicto sobre la situación a «muy interesante». El equipo llegó a Bagdad poco antes de la medianoche. A pesar del toque de queda, se escuchaban disparos por todas partes.
La mañana siguiente McCotter entró en la Zona Verde, el cuartel estadounidense establecido en los vecindarios centrales de Bagdad, alrededor del palacio que había ocupado Sadam Husein junto al Tigris.
Toda la ciudad tenía un aspecto destrozado y de abandono: no había ni una sola persona paseando por las calles. La palabra que le vino a la mente era «espeluznante».Y justo al borde de tanta desolación se hallaban las barricadas y los cordones de tropas y vehículos blindados que señalaban el perímetro de la Zona Verde. McCotter tomó buena nota del nivel de seguridad, y decidió añadir para sus adentros la palabra «supuestamente» a la frase «han cesado las hostilidades». Resultaba evidente que seguía habiendo muchos problemas.
El equipo de prisiones se alojaba en el palacio propiamente dicho, una extravagancia laberíntica que en ningún momento dejó de ser el centro del poder, ya que se había convertido en sede de la Autoridad Provisional de la Coalición. No había electricidad ni agua corriente y, según dijeron al equipo de McCotter aquella misma mañana en la sesión de información de la APC, también se les estaba acabando el tiempo. En esta ocasión el mensaje era el siguiente: Olvidaos de los cuatro meses, haced vuestro estudio en treinta días. Escribid vuestro plan. Y, por cierto, otra cosa: en ese período de treinta días queremos que tengáis vuestra primera cárcel preparada y funcionando.
McCotter no puso pegas a los cambios en su misión. Pensó que eran extremadamente interesantes, y se le ocurrió una idea para ganar tiempo: utilizar la Policía Militar, el cuerpo en el cual había servido él mismo. En aquel momento no había ninguna autoridad policial civil independiente, y era la Brigada 18 de la Policía Militar la que se encargaba de la ley y el orden en Irak. La Policía Militar había dirigido los campos de prisioneros de guerra durante la invasión —algunas instalaciones importantes, como el campamento Bucca junto a la frontera con Kuwait, y también centros locales más pequeños esparcidos por todo el país—, y ahora utilizaban aquellos mismos recintos como centros de detención que, al mismo tiempo, hacían las veces de cárceles iraquíes. No disponían de medios para separar a los prisioneros militares de los sospechosos de delitos comunes como exigen tanto la doctrina del Ejército como los Convenios de Ginebra, así que los policías militares se mostraron encantados de acompañar al equipo de prisiones en su gira para descubrir qué tipos de calabozos podía ofrecerles Irak. Salieron esa misma tarde, aún durante el primer día de McCotter en el país, y a finales de semana habían encontrado siete cárceles abandonadas, destripadas como si alguien las hubiera bombardeado desde el interior.
La destrucción de todas las prisiones era absoluta. Los traductores explicaron a McCotter que, tras la amnistía de Sadam, los reclusos y guardias habían regresado para desvalijar las instalaciones con una minuciosidad omnívora que hacía parecer casi tímido el saqueo de Bagdad durante los primeros días de la ocupación. Habían desaparecido todas las puertas y no solamente las ventanas, sino también sus marcos. Cada baldosa del suelo, cada aparato eléctrico, cada interruptor, incluso los cables de las paredes: lo habían arrancado todo. Se habían llevado cualquier cosa que tuviera el más mínimo valor, y lo que quedó había sido consumido por el fuego. No quedaba nada aparte de las paredes chamuscadas y los escombros. Mc-Cotter pensó que podrían reaprovechar algunos de aquellos cascarones de prisión y empezó a escuchar ofertas de los contratistas locales. Pero la demanda de cárceles estaba creciendo rápidamente.
El país estaba desmandado y, en la práctica, sin leyes, y gran parte de la población poseía armas automáticas, incluyendo a un mínimo de cien mil ex reclusos que las habían recibido tras su amnistía para que pudiesen luchar contra los norteamericanos. Por tanto, cuando uno de los policías militares que habían acompañado al equipo de prisiones sugirió a McCotter que fuera a echar un vistazo a una cárcel bien grande a las afueras de Bagdad, se acercó a la mañana siguiente.
La primera impresión que se llevó McCotter de Abu Ghraib no fue muy halagüeña. La zona de acceso era una fortaleza de sacos de tierra apilados y alambre de espino, y los patios llevaban medio año haciendo las veces de vertedero para la ciudad. El lugar entero apestaba, y su tamaño era desconcertante: la muralla perimétrica, coronada por veinticuatro torreones de vigilancia, tenía una longitud de cuatro kilómetros y encerraba una superficie de 110 hectáreas. Mc- Cotter necesitó toda la mañana, terriblemente calurosa, para recorrer aquel espacio, que en su mayor parte estaba vacío: una desolación arenosa y llena de basura sobre el suelo desértico.
Habían establecido una rudimentaria base estadounidense junto a la entrada principal. Consistía en un conjunto arracimado de tiendas de campaña y carros de combate con un amplio cercado de alambrada en espiral, y conocido como campamento Vigilant. La Policía Militar custodiaba allí a trescientos o cuatrocientos reclusos en condiciones de vida primarias: sin agua corriente, electricidad ni alimentos cocinados, y con una zanja abierta como retrete que no concedía a sus usuarios privacidad alguna.
Pero lo que llamó la atención de McCotter fueron las edificaciones abandonadas de la antigua colonia penal de Sadam: cinco complejos penitenciarios autónomos, construidos a mediados de los años sesenta por ingenieros británicos a partir de planos estadounidenses, y organizados como un campus universitario, con un centro administrativo, corredor de la muerte, lavandería y barracones para los guardias. Una de aquellas cinco prisiones estaba reducida a escombros, convertida en una maraña de vigas de hierro y mampostería destrozada, y McCotter no tuvo que mirar muy a fondo para saber que otros dos complejos no tenían reparación posible. Pero aunque los saqueadores también habían arrasado otros dos, quedaba uno que estaba esencialmente intacto: una estructura de dos pisos hecha de hormigón con el techo plano, que contenía diez bloques de celdas dispuestos en forma de brazos a lo largo de un pasillo central, una distribución conocida en el sector como diseño de partido paralelo. Mientras McCotter lo exploraba, se sintió casi como en casa. «Era exactamente como las cárceles que llevaba yo en Texas —explicó—.
Incluso tenían cerraduras estadounidenses Folger Adam en las puertas. Así de americanizada estaba la cárcel. Era el único lugar de todos los que habíamos encontrado que reunía las condiciones necesarias para albergar a criminales de máxima seguridad. La prisión de Abu Ghraib era una prisión de verdad. Con franqueza, no había visto ninguna otra en Irak que guardara el más mínimo parecido con lo que usted y yo llamaríamos una cárcel. Así que podríamos decir que me emocioné.»
De vuelta en Bagdad, McCotter dijo a su equipo: «Necesitamos dos bloques de celdas arreglados y funcionando para poder ocuparnos de lo peor de entre los tipos de la peor calaña que estamos arrestando.
Cuando tengamos eso, volveré y reconstruiremos la prisión entera».Trazó un plan para poner a punto el recinto elegido —el emplazamiento duro, como lo llamaba todo el mundo por ser un lugar a prueba de balas, al contrario que las tiendas de campaña utilizadas por los militares en el campamento Vigilant— y recibió el visto bueno de la comisión de finanzas de la APC. McCotter seguía emocionado pero no terminaba de estar satisfecho. Había ido a Irak para hacer bien las cosas, así que puso a su equipo a desarrollar planes más ambiciosos para el proyecto de Abu Ghraib. «Queríamos unas instalaciones médicas de primera clase. Queríamos una cocina, comedores, una panadería. Íbamos a convertirla en una prisión modélica.»
McCotter solicitó a la comisión otro millón de dólares para el emplazamiento duro. «Esta vez —dijo— a alguien se le encendió una lucecita. "¿Me habla de la cárcel de Abu Ghraib donde colgaron a toda esa gente?" Y yo le dije: "Sí"."Pues no vamos a aprobar eso."
Y yo: "Pero si habéis aprobado los dos primeros bloques de celdas. Ya estamos construyendo". "Bueno, si lo hubiéramos sabido tampoco lo habríamos aprobado. Esto tiene demasiada carga política. No podemos permitir que lo hagas.