12 de junio de 2025

Encontrarnos en la diferencia, una reflexión política

21 de mayo de 2025
Por Juan Esteban Gallego M
Por Juan Esteban Gallego M
21 de mayo de 2025

¿Cómo funcionaría la economía del mundo si la propiedad privada dejara de existir y todo quedara en manos del Estado? ¿Irremediablemente estaríamos sometidos a un régimen autoritario si los proletarios (trabajadores) fueran la clase política dirigente?

Esta opinión la sostendré bajo la égida de las propuestas que Karl Marx y Friedrich Engels expusieron hacia el año 1848 en una pequeña obra llamada “Manifiesto del partido comunista”.

Palabras más, palabras menos, lo que proponen estos dos autores es que la burguesía (los empresarios, los industriales, etcétera), como clase dominante, crea y somete a los proletarios (los trabajadores), y, por ello, los últimos están llamados a crear un conglomerado de personas que luchen por derrocar, por medio de la violencia, a los burgueses, y se constituyan así como la clase política dominante del mundo. Sí, por medio de la violencia: el texto lo dice expresamente en varias oportunidades. Inclusive, en el último párrafo se lee: “los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia a todo el orden social existente”.

Marx y Engels, entonces, dan sentido filosófico, histórico y dialéctico a su propuesta aduciendo que el mundo, desde tiempos inmemoriales, se ha movido entorno a la lucha de clases. Así, como la dinámica del mundo actual (y de esa época) impide, según ellos, que las personas trabajadoras adquieran propiedad privada que les permita convertirse en burgueses, debido al control político, social y cultural de estos últimos, la única forma que tienen los proletarios para conseguir propiedad privada es por medio de una revolución violenta que acabe con la clase empresarial-industrial y que, así mismo, logre que la propiedad de estos pase a manos de los revolucionarios-reaccionarios, que serían el Estado mismo y, por ende, en voces de los autores, la propiedad sería de todos y para todos.

Imagínese el lector que en la actualidad los países no tengan relaciones económicas entre sí, o que toda la producción interna de una nación sea destinada a cubrir la demanda o las necesidades de los miembros de esa misma nación, sin poder exportar o importar bienes, servicios, materias primas, entre otros. Ideal, ¿no? ¿Pero posible? ¿Acaso seríamos capaces de mezclarnos en un mundo anacrónico, sin relaciones de comercio, de consumo? ¿Seríamos capaces siquiera de vivir en un mundo fuertemente agrícola, con tecnología incipiente? ¿Nos someteríamos a un régimen político donde todo es de todos y, por consiguiente, nada es nadie?

La propuesta de Marx y de Engels era una propuesta mundial, universal. Ahora bien, si ello se lograra en unos cuantos países del mundo en la actualidad, ¿cuál sería el resultado de esa operación? Aislacionismo económico, con sus nefastas consecuencias para los empresarios, pero también para los trabajadores. Ya hemos visto algunos ejemplos en la historia del último siglo. Sería clavarnos la espada que empuñamos supuestamente para liberarnos.

Una sociedad socialista es inviable actualmente; y aún más una sociedad comunista, que es la fase ulterior del socialismo.

Aquí no deberíamos estar preocupados por determinar si Marx tenía razón, si debemos convertirnos en un país de izquierda socialista o si una teoría (Capitalismo Vs. Socialismo) es mejor que otra. Sencillamente, ya hemos visto las vastas contradicciones y los grandes problemas estructurales de la propuesta de Marx. Tal vez en su época hubiese funcionado; démosle el beneficio de la duda. Pero ahora es imposible.

Deberíamos, más bien, preocuparnos por garantizar derechos y prerrogativas a aquellos afectados por el sistema: derechos laborales, disminución de la pobreza multidimensional, implementación de la industria en la agricultura, asistencia del Estado a proyectos productivos de la tierra, etcétera. Marx me condenaría por estas ideas, porque haría parte del conjunto de los demás partidos obreros del mundo, que, según él, a diferencia de los comunistas, son frívolos e indiferentes; en una palabra, no-revolucionarios. O a lo mejor sería un socialista conservador o burgués.

Y, sin embargo, aquí estoy, proponiéndole a usted, amigo lector, que el capitalismo, con sus problemas estructurales, ha demostrado que es el mejor sistema económico para el mundo actual. Por lo que nos debemos preocupar es por resolver esas falencias que tiene. Y ello se logra moderándolo.

Aún vigente, pues, se encuentra Mauricio García Villegas, invitándonos a reflexionar sobre los grandes problemas que le trae a la política local las guerras ideológicas y los extremos frenéticos. ¿Por qué no, en lugar de condenar a los empresarios, comenzamos a trabajar de la mano con ellos, para buscar un punto ecléctico que beneficie al conjunto poblacional en medio de la dinámica económica del mundo? ¿Por qué no buscar la posibilidad de volver, por medio de pensamientos político-económicos, al Estado de Bienestar del tercer cuarto del Siglo XX del que emergió la época dorada del capitalismo con inmensos beneficios para la población en general? También habrá que moderarlo para evitar la crisis que lo perjudicó y lo hundió; pero por algo podemos empezar.

¿O preferimos continuar en una guerra de trinos entre “los dueños de la verdad y los apologistas de la mentira”? Los discursos de odio nos han causado más problemas que soluciones: ¿Debemos irnos, entonces, en contra de los empresarios? ¿Debemos irnos en contra de las prebendas laborales de los trabajadores? Quizá lo mejor sería tratar de ponernos de acuerdo para conseguir el beneficio común.

El maniqueísmo, ese pensamiento teológico de la guerra entre el bien y el mal, se ha trasladado a la política. “Todavía hoy el lenguaje de la propaganda suele recurrir a este tipo de polarización sin fisuras para prometer soluciones fáciles y ganar adeptos”, nos dice Irene Vallejo. Muchas veces las grandes voces de la política recurren a sus enseñanzas para manipularnos. Yo, en cambio, soy amigo del debate; considero que el mismo alimenta la discusión y nos permite encontrar puntos de acuerdo en ideas aparentemente contradictorias.

¿O tal vez vamos a preferir someternos, en cualquiera de los dos bandos de extrema ideología, a un modelo de gobierno que se caracterice por la vigilancia constante, la manipulación de la información, la represión de la disidencia y la eliminación de la privacidad; en una palabra, el radicalismo, como lo propuso Orwell en su distopía literaria?

Por eso debemos tener cuidado con los demagogos. Según Aristóteles, la demagogia es la degeneración de la democracia. Demagogia significa “arrastrar al pueblo”. Describe una forma de gobernar, parafraseando a I. Vallejo, en la cual los razonamientos son sustituidos por apelaciones a los miedos, prejuicios, odios y amores de los ciudadanos. Los demagogos se presentan, nos dice ella, “como salvadores del mundo en momentos de aguda crisis, y si logran atraerse el favor popular, pueden cambiar el rumbo del régimen político hacia derivas más autoritarias”.

Con un Presidente como el que tenemos hoy, tozudo y ególatra, podemos decir que sufre del síndrome de Hybris, que se caracteriza por experimentar síntomas de alejamiento de la realidad, de exceso de confianza; por enarbolar un lenguaje mesiánico y por estar convencido de estar en la senda de la verdad y no tener que rendir cuentas ante la opinión pública, sino ante la Historia, con mayúscula. Un síndrome que se traduce en el lenguaje griego como “arrogancia” y “exceso”. Por ello, entonces, no estaría lejos de la demagogia, si es que ya no está en ella. Y, créanme, también podemos decir lo mismo de algunos pre-candidatos a las elecciones presidenciales de 2026…

Así las cosas, no caigamos más en las falacias de la guerra ideológica. Encontrémonos en la diferencia para que, por fin, hallemos, algún día, un país más próspero.