EDITORIAL Gracias, Mario
Homenaje a Mario Vargas Llosa
Se nos fue Mario Vargas Llosa. Y aunque sabíamos que era cuestión de tiempo, duele igual. Porque se van los hombres, pero algunos parecen eternos. Porque con él no solo se va un escritor: se va una forma de entender el mundo, de discutirlo, de escribirlo con el alma en carne viva y la mente alerta. Su muerte no es solo una pérdida para la literatura: es una ausencia profunda para todos los que creemos que las palabras también son una forma de luchar.
Mario no fue un autor fácil. Ni dócil. Ni cómodo. Escribía como pensaba: sin miedo. Podía aplaudir o criticar con la misma pasión, ya fuera a un político, a una revolución o a sí mismo. Lo que muchos no entendieron fue que detrás de cada columna, de cada novela, de cada intervención pública, había un hombre radicalmente libre. Un hombre que se negó a decir lo que los demás querían oír, y que en cambio dijo lo que él creía justo, incluso si eso lo dejaba solo.
Ganó todos los premios posibles, pero no se dejó domesticar. Ni el Nobel ni los aplausos lo cambiaron. Su voz seguía siendo la del joven que escribió La ciudad y los perros y pateó la puerta del mundo literario. Pero también era la del adulto que, a sus 54 años, se atrevió a pelear por la presidencia de su país porque entendía que no basta con escribir sobre el poder: a veces hay que enfrentarlo cara a cara.
Amó la literatura como se ama a una patria: con entrega y con exigencia. La cuidó, la defendió, la discutió. Sus novelas nos mostraron la complejidad del alma humana; sus ensayos, la urgencia de no ceder ante los extremos. Y aunque sus ideas generaron polémica, nadie podrá decir que fue tibio. Mario era de los que elegían bando, pero no secta. De los que defendían sus convicciones sin caer en fanatismos.
Tuvo el valor de decir adiós a su columna antes de que lo hiciera la muerte. De retirarse a tiempo, con elegancia, sin ruido. Y en sus últimos años, ya enfermo, eligió vivir. Volvió a los lugares donde nacieron sus historias, se reencontró con su familia, celebró cumpleaños rodeado de los suyos. Sabía que el final estaba cerca, pero no dejó que eso lo venciera. No fue la enfermedad lo que lo apagó: fue la vida misma, cerrando su ciclo con la misma intensidad con la que la vivió.
Hoy lloramos su partida, sí. Pero también celebramos su existencia. Porque a diferencia de tantos otros, Mario nos deja una herencia inmensa. Está en sus libros, en sus palabras, en ese puñado de ideas que nos empujan a pensar, a disentir, a leer con el corazón abierto. Nos enseñó que escribir también es un acto de coraje. Que comprometerse con la verdad, incluso cuando incomoda, es un deber del escritor y del ciudadano.
A sus hijos, a sus lectores, a los que lo admiraron y a los que lo discutieron: hoy todos compartimos el mismo vacío. Se ha ido un hombre grande. Un caballero de las letras. Un testigo feroz de su tiempo. Pero nos quedan sus libros, su valentía, su voz escrita. Nos queda su ejemplo.
Gracias, Mario. Por decir lo que muchos callaban. Por escribir lo que otros temían. Por no rendirte nunca. Por enseñarnos que las palabras, cuando se usan con convicción, pueden cambiarlo todo.
XG