EDITORIAL ¿Debe renunciar el ministro de Hacienda?
El ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, tiene al día de hoy un complejo escenario político y judicial. Las explosivas declaraciones de su exasesora, María Alejandra Benavides, lo sitúan en el centro de un escándalo de corrupción que involucra presuntos acuerdos para la compra de votos, direccionamiento de contratos y sobornos, todo vinculado a la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Las acusaciones son muy serias y nos obligan a plantear una pregunta: ¿es sostenible la permanencia de Bonilla en su cargo?
La denuncia no es menor. Según Benavides, parte de esos recursos, supuestamente destinados a proyectos sociales en comunidades vulnerables, fueron canalizados hacia contratos inflados, pagos injustificados y favores políticos. En lugar de aliviar la precariedad de municipios como Saravena, en Arauca, o El Carmen de Bolívar, en el Caribe, los fondos fueron utilizados como piezas de una maquinaria política diseñada para asegurar lealtades y acentuar prácticas clientelistas.
Entre los nombres que sobresalen está el de la asesora Érika Morales, señalada como una pieza clave en la red de corrupción. Morales habría ejercido presión directa para direccionar los contratos, actuando como emisaria del ministro. Las empresas contratistas, muchas sin experiencia acreditada, se vieron beneficiadas con cifras millonarias bajo argumentos que hoy no resisten escrutinio. Las alarmas aumentan al descubrir que gran parte de los contratos estaban vinculados al Ministerio de Transporte y que los recursos para estas adjudicaciones provenían del Presupuesto General de la Nación.
Ricardo Bonilla, mientras tanto, guarda un silencio que solo agrava las sospechas. Su falta de una respuesta clara y contundente no es una estrategia defensiva, sino un signo de desesperación. ¿Cómo puede el principal responsable de las finanzas del país justificar un desfalco que podría haber financiado escuelas, centros médicos o acueductos en las mismas regiones que ahora claman por justicia?
Por su parte, Gustavo Petro tiene ante sí una prueba determinante para su gobierno. Defender a Bonilla no solo equivale a poner su prestigio en riesgo, sino también a comprometer sus promesas de cambio y transparencia que lo llevaron al poder. Pero, hasta ahora, su reacción ha sido débil, casi cómplice. Ni siquiera las voces críticas dentro de su propia coalición han logrado sacudirlo de una peligrosa inercia.
El Congreso, entre tanto, comienza a preparar una investigación exhaustiva, y la Procuraduría ha anunciado que evaluará la legalidad de los contratos firmados bajo la dirección de Bonilla. La presión no proviene únicamente de la oposición; incluso sectores moderados exigen que el presidente actúe con contundencia y despida al ministro. No hacerlo significaría que el gobierno ha decidido tolerar lo intolerable, sacrificando su credibilidad en el altar de la conveniencia política.
Más allá de los nombres, este escándalo evidencia que el sistema sigue intacto, incapaz de romper con las prácticas de siempre. En un país donde los discursos se llenan de promesas de cambio, la realidad demuestra que lo que cambia son los actores, pero no el guion.
Gustavo Petro tiene en sus manos la oportunidad de demostrar que su gobierno está por encima de la podredumbre de la corrupción. No basta con deslindarse de Bonilla; debe impulsar una revisión a fondo de los procesos en todos los ministerios, destapando cada irregularidad y garantizando que los recursos públicos lleguen a donde más se necesitan. Si no lo hace, no solo sacrificará a su ministro, sino también la credibilidad de su gobierno.