Editorial Autosabotaje presidencial
La baja popularidad del presidente Gustavo Petro no es casual ni una injusticia; es el síntoma de un gobierno que ha perdido el rumbo y vive una paulatina incredulidad. Las encuestas no solo revelan el deterioro de su imagen, sino que exponen la profundidad del malestar ciudadano ante un líder que, en lugar de ofrecer soluciones, recurre cada vez más a discursos de victimización.
El último episodio que puso en evidencia esta desconexión ocurrió la semana pasada, cuando en plena crisis nacional por el paro camionero—un golpe devastador para el comercio, el transporte y la economía—Petro optó por desviar la atención hacia el software Pegasus. Un tema que, aunque relevante en el pasado, hoy no ocupa las primeras preocupaciones de los colombianos, quienes ven cómo la inseguridad, el desempleo y la inflación se agravan. El presidente, en lugar de asumir la responsabilidad de gestionar una solución, prefirió crear una distracción. Esta actitud, más que estratégica, parece manifestar un desdén por las verdaderas necesidades del país.
Pero la cortina de humo no fue suficiente para evitar el golpe de realidad: según la Encuesta Sabemos, un contundente 72% de los colombianos confía menos en Gustavo Petro tras dos años de mandato. Esta cifra nos muestra una clara pérdida de fe en su capacidad de liderazgo, a la par que confirma que su gestión ha generado más dudas que certezas. El presidente, en lugar de aceptar estos resultados y hacer un análisis interno sobre sus fallas, ha decidido optar por la vía más fácil: deslegitimar las encuestas y acusar a sus críticos de estar alineados con oscuros intereses de poder.
Lo más inquietante es su insistente discurso sobre un golpe de Estado en marcha. Petro ha insinuado repetidamente que las investigaciones en su contra, especialmente las del Consejo Nacional Electoral (CNE), forman parte de un complot para sacarlo del poder. No obstante, esta retórica es peligrosa y engañosa. La Constitución de Colombia es clara: el presidente puede ser investigado y juzgado por el Congreso de la República, a través de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes. Este órgano tiene la responsabilidad de investigar faltas graves cometidas por el presidente, y en caso de ser necesario, el Senado actúa como juez. Las afirmaciones de que el CNE no tiene competencia para investigarlo ignoran que este organismo tiene plena autoridad en materia electoral, incluyendo la fiscalización de las cuentas de campaña del presidente. Al descalificar estas investigaciones como «chambonas», no solo desacredita a las instituciones, sino que siembra dudas sobre el respeto al Estado de derecho.
Por otra parte, las encuestas no lo dejan bien librado y confirman una vez más la desconfianza que los colombianos tienen hacia su presidente. El 69% de la población no confía en Petro, una cifra demoledora para cualquier líder. Este escepticismo no es una ofensiva, sino una consecuencia directa de una administración que ha fallado en entregar resultados y que, en lugar de corregir sus errores, se ha enredado en su narrativa de mártir. Parece ser que está más ansioso por construir historias conspiranoicas que por arreglar los problemas que verdaderamente aquejan al país. Es irónico que, mientras acusa a las élites de entorpecer su mandato, sea su propio comportamiento errático y su incapacidad para gobernar lo que ha desgastado su autoridad y credibilidad.
A nivel de gestión, las críticas son igualmente catastróficas. La encuesta señala que la falta de experiencia administrativa de sus funcionarios es vista por el 48% de los ciudadanos como una de las principales causas de los problemas del gobierno. Esto no es sorprendente: Petro ha rodeado su administración de figuras que, aunque leales a su proyecto ideológico, carecen del conocimiento técnico necesario para manejar las complejidades del Estado. La inexperiencia y la improvisación se han vuelto la norma, y el país paga las consecuencias.
La realidad es que Petro está perdiendo la batalla por el corazón y la mente de los colombianos. Sus constantes salidas en falso, su incapacidad para gestionar las crisis y su tendencia a martirizarse han desgastado considerablemente su capital político.
Mientras tanto, el tiempo sigue corriendo. Y su desaprobación parece imparable. El presidente se enfrenta a una situación cada vez más complicada. Si bien aún conserva un núcleo duro de seguidores, la decepción de la gran mayoría es cada vez más latente.
Está claro que si no cambia de rumbo y sigue aferrado a su ya desgastada oratoria de infundir miedo, su gobierno pasará a la historia como el de un líder que, lejos de transformar al país, lo sumió en una mayor división e inestabilidad. Las encuestas son solo una muestra de esta realidad. Ignorarlas, descalificarlas o atacarlas no cambia el hecho de que Gustavo Petro ha perdido la confianza del país, y cada día que pasa, esa pérdida se vuelve más difícil de revertir.