El Jardín Infantil de la Familia
Estaba ubicado en el corredor de la casa, un espacio amplio y extenso. El suelo estaba hecho de tablas de nogal, teñidas con anilina y enceradas con parafina disuelta en un líquido desconocido. En este lugar, aprendimos a caminar, a beber el biberón que se almacenaba en una botella de colkana, y a pedir la bacinilla antes de necesitarla. También era aquí donde recibíamos nuestros alimentos, servidos en platos de lata esmaltados que, aunque se pelaban, nunca se astillaban ni se rompían, dejando una arruga negra donde antes había una flor.
Siempre sentados en el suelo, si derramábamos la comida, “Tony”, nuestro fiel perro, venía meneando la cola para limpiar el suelo de sobras y agradecernos con besos en la cara. Un andén de ladrillos separaba el corredor del patio de tierra, un nivel más bajo que nuestro piso. Solo cuando cumplíamos cuatro años, se nos permitía dar ese paso hacia la libertad y disfrutar de un hermoso patio de tierra con suficiente espacio para correr y jugar a cocinar sin fuego, arepas y buñuelos de tierra húmeda que, a veces, nos atrevíamos a probar.
En el patio, había flores que mi madre cultivaba con amor y que nosotros comíamos cuando no estaban vigilándonos. Tenía una preferencia especial por los anturios rojos, amargos pero sabían a carne. Mi hermano, por otro lado, prefería los gusanos de santamaría o las lombrices de tierra, verdaderos manjares. La comida verde, como grillos, cucuyos, pasto y hojas tiernas, era parte de nuestra dieta.
Por las mañanas, cualquier adulto que pisara el corredor debía pronunciar en voz alta “a e i o u” para que repitiéramos, o “b con a – BA” y “t con e TE”. De esta manera, aprendimos a leer. Nos contaban historias de Colón, de Bolívar, de Jesús, los departamentos y capitales de Colombia, las sumas, las restas y, por cada respuesta correcta, recibíamos un sabroso dulce de leche, arequipe o caramelo. El hojarasquín del monte, la bruja buena o los zapatos de siete leguas, eran cuentos para antes de dormir.
Extrañé mucho mi patio cuando fui a la escuela. No había juegos con tierra, flores o insectos, ni premios por las respuestas acertadas. Lo peor de todo era que ya sabía lo que la señorita Zara pretendía enseñarme. Lo único que me gustaba de ella eran sus ojos y labios rojos, que inspiraron mi primera carta de amor. Agradezco enormemente a la vida y a mis padres por esa infancia en contacto con la naturaleza. Me dio la oportunidad de ser quien soy y de poder contarlo con orgullo.