29 de abril de 2025

Cuento Samot y el espejo

Por Iván Guillermo Asmar
31 de octubre de 2023
Por Iván Guillermo Asmar
31 de octubre de 2023

“Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera. Hasta hay un momento, al principio mismo, en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona no lo hace” J.P. Sartre- La Náusea.

Ese día, al pasar delante del espejo del anticuario, no vi mi imagen. Me separaban más de seis décadas desde la última vez en que ocurrió, cuando era sólo un chico de ocho años.

Tuve claro, mientras su recuerdo vivía, que no era un secreto; lo sería, de ocultar hechos reales, posibles y sobre todo creíbles. No era éste, por supuesto, el caso. Sin embargo, no iba a ir por el mundo contando que cuando niño hablaba con otro niño, Sámot, idéntico a mí, cuando, al desvanecerse del todo el aroma del perfume de mi mamá, secaba mis lágrimas para quedar solo en un caserón vacío de muebles, con una cama capitoneada, dos enormes sillas Luis XV y el espejo ovalado, de marco dorado y con penacho que el secuestre del proceso ejecutivo no pudo llevarse sin dejar de advertir que en cualquier momento regresaría por “esos cachivaches.” No contaría, entre muchas otras cosas, que todo empezó una tarde en que después de secar mis lágrimas no me hallé en el espejo. Al segundo siguiente sólo vi una mano, no recuerdo cuál, que subía despacio desde la parte inferior hacia el centro para hacer con los dedos, exactamente, los gestos obscenos y prohibidos por mi madre.

Me divertí un montón porque luego, también muy lento, salió la otra mano con los dedos que se abrían y cerraban en forma de boca en lo que parecía una pelea graciosa y grosera entre dos pequeños monstruos.
Luego fui apareciendo yo- ¡qué digo!, ¡él! -, despacio hasta ocupar todo el espejo. Nada había de diferencia entre nosotros: la misma camisa, el detestable motilado militar y aún no ocupaban los nuevos dientes el espacio de los caninos.

-Tu nombre es Tomás- me dijo al señalarme con su dedo índice.

– ¿Cómo lo sabes? – Le respondí, tal vez alzando los hombros, como acostumbraba. -Porque allá, entre ustedes, todo es al revés. – ¿Y cuál es tu nombre, entonces?

-Pues Sámot, como debe ser—dijo, él sí, alzando los hombros. Después de ese día, al irse mi madre, ya no lloraba, quedaba la fragancia de su perfume sí, pero no la aspiraba con economía como antes; no me importaba que su olor desapareciera rápido y comenzara a olvidarla por lo menos hasta que ella regresara porque Sámot me esperaba. Hablábamos de lo que nos gustaba y odiábamos; pero más, mucho más, de lo que temíamos; que algún día viniera ese ogro de cuento por los cachivaches y al llevárselos ya no existiéramos como Sámot y Tomás porque estábamos seguros, sin tener claras razones, que yo no estaría reflejado para él, ni él para mí, en espejo distinto, sin la soledad con eco de esa casa- la suya, la mía- que, poco tiempo atrás, había tenido gruesas alfombras, cortinas pesadas, porcelanas costosas, lámparas de araña pero también un papá- el suyo, el mío- con periódico, que fumaba en pipa mientras leía, una mamá- la suya, la mía- de vestido estrecho y tacones altos, con voz de canción en murmullo.

Nos inventamos estrategias para defender el espejo y atacar- allá y acá- al Ogro de los cachivaches. Teníamos claro que sólo si enfrentábamos a nuestro enemigo en ambos lados con la misma fuerza y las mismas acciones podríamos vencerlo. Nos abalanzaríamos sobre él, así como lo hacía el Llanero Solitario para rendir a los bandidos de cada historia…Una y otra vez repetíamos el ataque al imaginario monstruo. Pero un día -aún no terminaba por desvanecerse el perfume de mi madre- el monstruo cobró verdad; casi rompía la puerta con sus puños al golpearla y con terror miré el espejo en busca de Sámot.

Esa vez, la realidad que mostraba el marco dorado era distinta a la mía: Sámot luchaba con el ogro con su diminuto cuerpo de niño de ocho años, trepado en su cabeza, como lo hacía el Llanero Solitario, para hundir los dedos en los ojos de él, tal como lo planeamos tantas tardes.

Mientras ello ocurría, a este lado, yo, Tomás, lloraba en un rincón y permitía que el monstruo arrancara de un manotazo el espejo llevándose también así al valiente y con seguridad decepcionado Sámot, al que no volvería a ver.

Lo que siguió después fue el tiempo en que crecí en tres o cuatro casas nada parecidas a la de mi infancia; años con otro papá, que por fortuna llegaba cuando dormíamos, días en los que no olvidé a Sámot; a quien buscaba en cada cristal y hasta en el agua de los estanques a la espera de verlo, así supiera que sólo podía encontrarse enmarcado en el espejo que nos arrebatara el ogro.

El tiempo redujo el recuerdo para convertirlo en un pequeño punto en el universo de la memoria donde estuvo hasta cuando, en uno de esos días en los que me apresuraba a dejar mi infancia, pareció agitarse para dejar al descubierto a Sámot:

Ocurrió en mi primera afeitada con una cuchilla comprada casi al escondido cuando, al mirarme en el espejo del baño, pensé en él como si de verdad hubiera existido, como si en realidad existiera, como sí también él pensara como yo en entrar, así fuera de manera furtiva, al mundo de los adultos.

Pero no hablé con Sámot, no porque recordara que sólo habitaba en otro espejo sino porque la memoria, cada vez más nítida, me trajo el último día en que su valentía y mi cobardía demostraron no estar juntas.
Entendí, a mi manera de niño y quizás por un fugaz momento, que era la vergüenza y no el tiempo sucedido mientras crecía la

que había cubierto de olvido a mi amigo. Sí, sólo fue un chispazo, un relámpago que, en la pesada oscuridad de los días que ya no existen, iluminó a Sámot. Una vez terminé de afeitarme lavé mi cara y volví a poner en su sitio el recuerdo del Tomás de entonces en aquel punto invisible de la memoria, después de sonreírle y burlarme con falsedad pues sabía que nada podía ser más real ni más difícil de esconder que mi cobardía.

Hoy, después de pensarlo mucho, he comprado el espejo al dueño del anticuario; un viejo que, luego de mirar por encima de sus bifocales y descubrir la angustia en mis ojos, me hizo pagar por él como si el marco fuera en oro y el azogue en plata. Lo he traído presuroso por las calles, envuelto en papel de cera, sin mirar a nadie sólo al suelo, como se lleva un libro enorme bajo la axila sujetado al cuerpo con la presión del brazo y apenas asido por la punta de los dedos.

Lo cuelgo, sin aún despegar el papel que lo cubre, en esta pared de la casa que también está vacía y con eco, como la de la infancia más lejana, donde ya no ondea en el aire el aroma de la mujer que más he amado..
Ella me pidió, como todas, que saltara sin miedo para quedarme a vivir siempre entre sus brazos; que adelante estaba el tiempo para caminarlo juntos, para reír hasta la asfixia, para llorar las tragedias de otros y las nuestras, para gozar con las comedias propias y las de la calle, para herirnos y lamernos entre sí las heridas; en fin, para vivir y morir algún día.

Cuando encontré este espejo, que todavía no desnudo, había salido como cada mañana en su búsqueda, con ardor en el estómago, la boca seca, los gritos con su nombre anudados en la garganta y el corazón al galope. Ahora, al despegar la envoltura y sin atrever aún mirarme de frente, confirmo que es el mismo marco ovalado y con penacho, donde espero verla así sea junto a Sámot porque con seguridad él sí saltó a sus brazos…él sí…