El adiós y el recuerdo de un caballero de la justicia
A mediados de febrero de 1993, durante la crisis provocada por el apagón general ocasionado por el “Niño”, mientras con alguna lectura pendiente disfrutaba de uno de mis períodos de ocio, propios de mi reciente condición de retirado del servicio activo de la Policía Nacional, recibí una inesperada llamada telefónica de mi superior y amigo, el General Octavio Vargas Silva, Subdirector de la Policía Nacional en ese entonces, quien me sorprendió con una amable propuesta. “Héctor, te llamo en nombre de mi general Gómez Padilla, el Director General, para saber si te interesa vincularte a un cargo disponible en el nuevo Consejo Superior de la Judicatura, Corporación de la Rama Judicial creada por la reciente Constitución de 1991.”
Ante mi respuesta afirmativa, fui citado el día siguiente al despacho del Director General, quien en mi presencia llamó a su cercano amigo, el prestigioso jurista Pablo Julio Cáceres Corrales, presidente del Consejo Superior de la Judicatura y policía hasta los huesos y le anunció que el candidato de la Dirección General al cargo ofrecido era un coronel y no un general o un oficial de insignia de las Fuerzas Militares o de la Policía Nacional en uso de buen retiro, como lo estipulaban las condiciones descritas en el acuerdo reglamentario que creaba la Unidad de Asesoría para la Seguridad de la Rama Judicial. El día siguiente fui recibido en su despacho por el Doctor Cáceres Corrales y poco después, nombrado y posesionado formalmente como Director de la Unidad mencionada, donde de inmediato asumí la responsabilidad de organizar la nueva dependencia, proponer sus políticas y escoger y nombrar la planta de personal autorizada por la reglamentación vigente.
Allí tuve la fortuna de conocer y trabajar en el tema de la seguridad de la Rama Judicial al lado de juristas de reconocida estatura intelectual y prestigio, entre otros, el insigne constitucionalista y maestro Hernando Yepes Arcila y talentosos juristas de la talla de los Honorables Magistrados Lucia Arbeláez de Tobón, Pablo Julio Cáceres Corrales, José Alejandro Bonivento, Edgardo José Maya Villazón, Rómulo González, Gilberto Orozco, Gustavo Cuello Iriarte, Julio César Ortiz y Carlos Villalba Bustillo, (QEPD) mi condiscípulo de bachillerato en la sede de la antigua Quinta Mutis del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario de Bogotá, gran conversador, dueño de un cáustico sentido del humor y “mamagallista” consumado, con quien tuve el placer de reencontrarme, después de tantos años transcurridos.
Dentro de la comunidad de magistrados, juristas y empleados de ese organismo encontré un ambiente laboral acogedor y cálido que en todo momento me hizo sentir bienvenido y siempre apoyó incondicionalmente mis labores de coordinación con la Policía Nacional y el DAS en la gestión de procurar la protección de los casi 30.000 funcionarios y empleados de la Rama Judicial del país, entre magistrados de las altas cortes, tribunales seccionales, jueces de todas las especialidades y jurisdicciones y personal auxiliar del territorio nacional, afectado en esos momentos por el amenazante asedio del narcoterrorismo urbano y rural con sus secuelas de carros bomba, sangrientos asaltos a poblaciones, inseguridad en las carreteras, desplazamientos masivos, homicidios, secuestros y demás consecuencias del accionar de la delincuencia común y los grupos armados al margen de la ley.
Eran los tiempos en los que las autoridades de muchos municipios del país se vieron obligados a desplazarse y atender sus funciones desde las capitales de los departamentos, ante la imposibilidad de hacerlo tranquilamente desde sus propias sedes. Solamente los policías y ocasionalmente los jueces municipales, eran los únicos representantes del Estado que se atrevían a asumir los riesgos y a permanecer firmes frente a sus responsabilidades con la comunidad.
Durante el ejercicio de mis funciones en la Rama Judicial, un buen día recibí una amable llamada de mi amigo el General Teodoro Campo Gómez, designado como Director del Instituto Nacional para la Seguridad Social y Bienestar de la Policía Nacional, INSSPONAL, entidad de reciente creación que agrupaba las funciones de las antiguas direcciones de Sanidad, Bienestar Social y Vivienda Fiscal, ahora convertidas en sendas Subdirecciones del organismo central y me manifestó que en reunión de la Junta de Generales, motu proprio había sugerido mi nombre para dirigir las tareas de Bienestar Social, postulación acogida de inmediato y en forma unánime.
A pesar de encontrarme muy a gusto en la Rama Judicial, me sentí halagado con la oferta y el amable gesto de la aceptación unánime de mi nombre por parte del mando institucional, por lo cual decidí anunciar mis intenciones a mi jefe directo el Honorable Magistrado Hernando Yepes Arcila, a la sazón Presidente de la Sala Administrativa, quien entendió mis razones y expresó su sincero pesar por mi retiro, sentimiento que reiteró en una generosa nota de despedida cuando se oficializó el acto administrativo, en uno de cuyos apartes manifestó:
“Solo la insistencia de usted y su firme determinación de retirarse para servir al país en otro escenario, determinan que esta Presidencia y la Sala acepten su decisión que acarrea una pérdida invaluable al conjunto de los recursos humanos de que dispone el Consejo Superior de la Judicatura para el cumplimiento de su exigente y elevada misión administrativa de la Rama Judicial. En la conciencia de todos los integrantes de la Sala está presente la certeza de que durante su lapso de vinculación al Consejo usted se calificó como uno de los más serios, responsables y capaces servidores de la Rama Judicial”.
Al día siguiente, sin solución de continuidad, tomé posesión del nuevo cargo, en el cual tenía en la planta de colaboradores oficiales superiores y subalternos, además de otro personal uniformado, todos ellos en servicio activo. Por cerca de un año, con algunos obstáculos y dificultades, se adelantaron las tareas propias del cargo como la modernización de los sistemas de diseño curricular y evaluación de los colegios de los hijos del personal de policía de todo el país, adaptación de moderna metodología hotelera en los centros vacacionales además de la adquisición y construcción de nuevas instalaciones de recreación.
En ese tiempo, alguna vez me encontré casualmente en un club de la ciudad con algunos Magistrados del Consejo Superior de la Judicatura, entre ellos el doctor Hernando Yepes Arcila, quienes, en medio de una charla informal, me invitaron a regresar a la Rama Judicial, ante lo cual, sinceramente conmovido, respondí,
– Gracias apreciados doctores por tan halagadora propuesta, pero recuerden que, tal como en alguna ocasión argumentó el bachiller Sansón Carrasco en una conversación con Don Quijote”, “Nunca segundas partes fueron buenas…”
– “No Coronel, me respondió el recordado Yepes Arcila, en su caso no son segundas partes, pues todos consideramos que usted nunca ha dejado de formar parte del recurso humano del Consejo Superior de la Judicatura”.
Cómo resistirme a semejante cumplido, viniendo de un personaje tan apreciado, respetable y de tan elevada alcurnia intelectual, gesto que consiguió llevar mis sentidos dos latidos atrás del aneurisma. Sentimientos semejantes a los que en oportunidad anterior me asaltaron al enterarme de la aceptación unánime de mi nombre entre los generales del alto mando, cuando se me tendió tan obligante abrazo para mi regreso a las toldas institucionales. Casi un año después, cuando Teodoro Campo me comentó que tenía intenciones de renunciar a la dirección del INSSPONAL, me identifiqué con él y le manifesté:
– “Apreciado amigo, el mismo día que salgas de aquí, salgo contigo.”
Dicho y hecho. Días después, me retiré de ese cargo y al día siguiente, una vez más sin solución de continuidad, me posesioné por segunda vez en mi antiguo cargo de Director de la Unidad de Asesoría para la Seguridad de la Rama Judicial. Lo curioso del caso es que al regresar a mi antiguo despacho encontré, quién lo creyera, el escritorio exactamente en el mismo estado en que lo dejé casi un año antes. Los mismos papeles con apuntes de mi puño y letra, los mismos útiles de oficina a medio usar, algo de polvo acumulado, pero todo lo demás, exactamente igual.
Esa curiosa evidencia en realidad me produjo sentimientos encontrados y antagónicos. Por un lado y con mi elástico ego ligeramente inflado pensé, que había sido tan aceptado y eficiente en mi trabajo que habría resultado imposible reemplazarme. Pero por el otro lado también sospeché, que mi permanencia al frente de esas responsabilidades habría sido tan intrascendente y liviana, que nadie en la Rama Judicial alcanzó a notar mi ausencia. Me temo que esa duda existencial me va a acompañar hasta el fin de mis días. Fuera cual fuera la realidad de las cosas, lo cierto es que permanecí al frente del cargo hasta junio de 2004, cuando debí renunciar por haber alcanzado la edad de retiro forzoso, oportunidad en la cual fui despedido con manifestaciones de afecto y reconocimiento difíciles de olvidar e imposibles de pasar por alto. De hecho, siempre he considerado que los casi 11 años de servicio en la Rama Judicial fueron los más satisfactorios y donde me sentí más valorado, apoyado y a gusto en todo el transcurso de mi actividad como servidor público.
El recuerdo de todas estas amables vivencias se acumularon en mis pensamientos el pasado 22 de septiembre en la Capilla del Gimnasio Moderno durante la solemne y conmovedora ceremonia exequial en honor del inapreciable caballero y recordado amigo el insigne jurista Hernando Yepes Arcila, uno de los principales redactores y responsables del fondo conceptual y filosófico de la Carta Magna de 1991, expresidente de la Corte Suprema de Justicia, primer presidente del Consejo Superior de la Judicatura y expresidente de la Sala Administrativa de la misma alta corporación de la Rama Judicial, exministro y exdiplomático. Recordar las hechuras de tan cálido y grato caballero, obliga siempre a saltar sin recato alguno entre una espontánea lágrima y una evocadora sonrisa.