Sueño bogotano
Sucedió hace cincuenta años y monedas. Éramos cuatro los caballeros: Muñoz, Uribe, Flórez y Domínguez. Todos amábamos el vino, la mujer y el juego como en el famoso poema de Ángel Montoya.
También amábamos el azar. Nos regíamos por la vieja divisa: “La fortuna ayuda a los audaces”.
Medíamos el éxito por la capacidad de hacer dinero. Ambiciosos, nos gustaba más la plata que comer con los dedos. Teníamos un sueño: el billete que nos esperaba en la remota y fría plaza bogotana.
Fuimos apoteósicamente despedidos. Los patos y vagos del andén de Envigado, donde vivíamos, ajedrecistas, billaristas, crucigramistas, chanceros, soñadores, futbolistas, malandros de buena ley, nos despidieron con una consigna: vuelvan … pero con plata.
Abandonamos el confort de las piedras del fogón casero, dejamos los estudios de bachillerato, le dijimos adiós a algún arrocito en bajo con cuerpo de mujer y decidimos ser profetas en otra tierra.
Empeñamos alguna alhaja doméstica y arriando first class de Aerocóndor (nada de flota intermunicipal) aterrizamos en la capital. “Teníamos salud, sonrisa, juventud y nada en los bolsillos”. El fondo musical de nuestros días era “Satisfaction”, de los Rolling Stones. ¿Para qué más?
No teníamos papeles, tampoco sabíamos hacer nada. Nunca nos habíamos degradado triturando horarios laborales. Pero la decisión de largarnos de casa, pegar el grito de independencia doméstico, no tenía reversa. Tendríamos la libertad por hábitat.
Nos instalamos en un inquilinato del barrio 12 de Octubre. Los dueños sospecharon que los paisas que nos la pasábamos jugando cartas les íbamos a poner conejo. No fue así, loado sea Alá.
Nos extrañó que el alcalde de Bogotá no apareciera para entregarnos las llaves de la ciudad. Eso nos hizo pensar que tendríamos el mundo en la oposición.
Cogimos el toro por los cuernos y nos tomamos el centro de Bogotá que era un aguacero eterno. Todo pasaba en el centro donde buscábamos anfitriones que nos rotábamos para no aburrirlos a la hora de gorrear el almuerzo. Elegancia ante todo. Que no se vean las cornadas que da el hombre. Dignidad ante todo, papá.
En las pocas puertas que tocamos nos pedían hoja de vida. Teníamos vida, no hoja, ni libreta militar, exigida para laborar. Los tres golpes diarios salieron de nuestra cotidianidad.
Había pasado… un mes y ninguna multinacional se interesó en nuestro talento. Pedimos cacao en casa. Fuimos desertando. Pasados treinta días, todos estábamos de regreso al hotel mamá con el rabo entre las piernas. Los mismos vagos que nos despidieron hicieron de nosotros reyes de burlas.
Retomamos la monotonía municipal. La gloria que espere.
A la segunda va la vencida, me dije. Y me sonó la flauta. En el siguiente desembarco en Bogotá duré 45 años. Me fue tan bien que nunca conseguí plata. Pero me gradué de bogoteño…
BOGOTEÑOS
Los bogoteños somos esos tipos con cara de retrato hablado, de N. N., de yo no fui, de prontuariados venidos de otros atardeceres. Tenemos la nostalgia por cárcel. En nuestro disco duro figuran la última lágrima o el postrer beso de despedida, el último sancocho de cola o la frijolada de fin semana.
El día del cumpleaños de Bogotá, el 6 de agosto, le cantamos el desafinado japiberdi. Los bogoteños tenemos fresco también el primer aguacero, el salario ínfimo inicial, el nuevo mejor amigo, el paisaje de mujer que nos dieron la bienvenida cuando llegamos en busca del sueño bogotano. La cuerda no nos alcanzó para desembarcar en gringolandia.
En muchos se dio el caso de amor a primera vista entre la ciudad descomunal y el forastero perplejo que llegó a lomo de bus escalera con una muda de ropa.
Vivimos en estado de miti-miti perpetuo: medio corazón se quedó en la tierra que nos vio berrear, el resto nos acompaña, con fidelidad del perrito de la Víctor. Para no perder el polo a tierra, al primer hijo lo bautizamos en nuestros terruños. Al segundo o tercero le figuró Porciúncula, Iglesia de Lourdes o los Laches de acuerdo con su ubicación en la escala social.
Los bogoteños no fuimos profetas en nuestra tierra. Aquí tampoco, pero se nota menos. Somos uno más.
En la gran ciudad el anonimato es otra forma de vida. De anonimato nadie ha muerto. En todo caso, somos tantos que unidos podríamos poner presidente. Preferimos la alegría de vivir a la zozobra de elegir.
En los primeros días del desembarco, en Monserrate los paisas veíamos el Morro Picacho, los caleños, el cerro de las Tres Cruces, los cartageneros, la Popa, los manizaleños el Nevado del Ruiz. Y siguen hartos etcéteras con otros íconos geográficos.
Incorporamos el clima “ex frío” de la ciudad a nuestra hoja de vida meteorológica. Preferiríamos que el termómetro no se extrovierta demasiado. Digo “ex frío” porque Bogotá hace tiempos cambió de clima. Cada vez más, nuestra “plaza”, como le decimos los provincianos igualados, se da ínfulas costeñas lo que le roba parte de su sexapil.
En nuestra mochila de viajeros traemos clichés contra los sabaneros: que son fríos, que no saludan, que niegan una dirección, que son tristes, que de agua pocón. Paja. A medida que compartimos con ellos nos convertimos en sus defensores de oficio. (Lambé que están echando, Domínguez)
Familiares y amigos que no se sumaron a la diáspora nos preguntan a distancia si conocemos a tal actor o actriz de moda. Si respondemos que sí, que los vimos pasar una calle, respetar el semáforo, mercar, hacer cola, asilarse detrás de unas gafas oscuras a lo Greta Garbo para esconder su biografía o proteger su fugaz importancia de los fans, empiezan a mirarnos con respeto, admiración y no poca envidia.
De pronto nos despertamos arribistas. Para congraciarnos con los anfitriones rolos, en las conversaciones soltamos nada convincentes expresiones como: “ala”, “chino”, “pisco”, “regio”, pero la forma de pronunciarlas delatan el talante provinciano. Rápido regresamos a nuestros raizales sonsonetes.
En un santiamén detectamos dónde es el punto de encuentro con otros paisanos. Con sólo mirarnos a la cara sabemos de qué vereda extraviada en el mapa nos sacaron con espejito. Nos topamos y, de una, entonamos el himno aprendido en la escuela para no olvidar letra y música. Hablamos en nuestra jerga regional para recobrar voces que han ido saliendo del disco duro.
Y como la saudade se cura por el estómago, intercambiamos información privilegiada sobre los sitios donde hay que comprar la carimañola, el aborrajado, las arepas, los frisoles, el mute, la butifarra, el calumniado cuy. Al marrano con lo que lo crían.
La tolerante ciudad nos permite guardarle fidelidad a la comida, la religión, la música, el equipo de fútbol, el habla regional y la filiación política, en ese orden. Nos damos el lujo de adoptar un segundo equipo como Millos, Santa Fe o La Equidad. La condición de hinchas reclama tener por quién padecer.
En reciprocidad con la ciudad que nos deparó amores, insomnios, casa, carro, beca y un puesto bajo el sol laboral, con la venia del Espíritu Santo, dueño del clasificado, decimos: Gracias, Bogotá, por los favores recibidos. (Líneas sometidas a latonería y pintura).