En el cumpleaños de Bogotá
“Por ser vos quien sois”, Bogotá, en tus primeros 484 años me gustaría morderte la oreja, o darte un beso “donde dijiste enemigos”.
Ante la imposibilidad teológico-erótica de cumplir esos sueños, de tardío regalo de cumpleaños evocaré personajes y lugares que me persiguen con fidelidad de agiotista.
Cuando desembarqué en esta plaza a finales de los años sesenta, me deslumbró el trole. Me duele reconocer que a la ciudad le llevo de ventaja el metro de Medellín. Por eso les va la progenitora a quienes le han puesto cáscaras en el camino a este “ascensor acostado”.
La capital era un aguacero perpetuo. Parecía vivir debajo de un gigantesco paraguas inventado por el profesor Goyeneche, único varón domado y bello durmiente admitido en las residencias femeninas de la Universidad Nacional.
Para aliviarme de la ausencia de terruño llamada saudade miraba Monserrate y lo convertía en el morro Picacho, ícono medellinense.
La diáspora paisa se reunía en el restaurante Frutalia, de Álvaro Vasco, en pleno centro (calle 22 x 8ª.) . Invitada por el Loco Alberto Giraldo, de pronto aparecía doña Bertha Hernández de Ospina a despachar suculento sudado de posta. La nostalgia pasa por el estómago.
Para muchos, los Rolling Stones ponían la banda musical; nosotros aportábamos la letra de nuestras vidas.
Si Borges es el Homero de los pobres, según Cabrera Infante, la Media Torta era el Teatro Colón de los nostálgicos de fin de semana.
Lamentaré siempre haber sido tímido a la hora de redistribuir el ingreso con el Artista Nacional y su desdentado secretario perpetuo que hacían el mundo mejor con su ingenuo espectáculo al aire libre. Deleitaban con su arte en el las Nieves y los parques Nacional y Santander.
¿Cómo no amar una ciudad donde encontré el oficio con el que me gano la vida y para la vida? Gracias a Bogotá no envejezco: ennietezco. La capital me dio la plata en gente: tengo amigas, amigos y colegas de todos los colores y tallas.
¿Qué hacer con esa infancia dominical llamada fútbol? Fácil: Adopté a Millonarios como mascota balompédica; cuando jugaba contra Nacional mi verde era “de todos los colores”.
Caminaba por entre la leyenda en el barrio La Candelaria. Me parecía sentir al lado a Silva, Pombo o Vargas Vila. O a Mr. Solo, un señor delgado como un fantasma, siempre vestido de negro que se dedicaba a no existir.
Bogotá me inspira “ese cariño que uno siente por sus zapatos viejos” I (gracias Tuero López). Más agropecuariamente dicho: Me gusta más que comer con los dedos.