28 de marzo de 2024

El espejo seguirá allí

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
1 de julio de 2022
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
1 de julio de 2022

Como si nada hubiera sucedido./ Es ése mi resumen/ y está en él mi epitafio./ Habla mi nada al vivo/ y él se asoma a un espejo/ que no refleja a nadie”, escribió el poeta español Francisco Brines. El poema se llama Mi resumen. A mí me basta para reconocer su genialidad con los dos primeros versos: “Como si nada hubiera sucedido./ Es ése mi resumen”. No hay nada más que decir, eso es todo, y no importa de quien se trate. Al final, siempre, es como si nada hubiera sucedido, aunque queramos suponer algo diferente, aunque seamos el colmo de la confianza o la autoestima, aunque seamos adorados o vilipendiados, el resumen es el mismo.

Brines, que murió en mayo de 2021 en plena pandemia del covid a la edad de 89 años, fue un poeta reconocido, profesor de literatura en Oxford y Cambridge, ganador de muchos premios literarios, entre ellos el Cervantes, que el propio rey de España le llevó hasta su lecho de enfermo pocos días antes de que muriera. No obstante, su epitafio, según él mismo, debería decir: “Como si nada hubiera sucedido”. Tal vez con el tiempo sobrevivan justamente los versos y no el nombre del poeta. Incluso es más probable que sobreviva la medalla que recibió el escritor de manos del rey, que el recuerdo del poeta. Y podría suceder, porque así de inexplicable e imprevisible es el devenir de la memoria, que sobreviva la anécdota de aquel rey junto al lecho de muerte, mientras que se olvide el nombre del poeta y hasta el del monarca.

Sebastiano Vassalli, biógrafo del poeta italiano Dino Campana, escribió, ante la dificultad de seguir los rastros de cierto Orlando Regolini, amigo del poeta y que bien pudo no existir realmente, que: “Una banca, una alfombra pueden durar siglos, el recuerdo de un hombre, no”.

Y es comprensible; el recuerdo es etéreo, como los gases que se diluyen y confunden con otros hasta finalmente desaparecer. La memoria es un océano enorme y profundo en el que se confunde todo, y que a veces tiene la suerte de convertirse en historia, o en literatura. Una y otra son lo mismo. Por eso caben en ambas la existencia o no del solidario Regolini, la locura de Campana y sus Cantos Órficos, y la historia de un rey junto a un poeta moribundo.

Los museos, de los que Europa es tan afecta, demuestran lo dicho. Basta caminar por los pasillos del Louvre, por ejemplo, y ver en sus vitrinas el alfiler de una toga o una peineta egipcia o un cuchillo etrusco, de los que nadie, nunca, sabrá quiénes fueron sus propietarios o usuarios. Tales objetos sin embargo estarán allí probablemente durante otros cientos de años, o podrán volver a quedar sepultados por siempre; pero no hay, ni habrá, memoria de los hombres y mujeres que los usaron, ni de quienes absortos los observamos tras el vidrio de la vitrina.

Conjetura Lucy Jones en Perdiendo el Edén que es probable que en nuestros pulmones sobrevivan esporas de bacterias que llevan miles de años sobreviviendo en el aire y que habrán entrado y salido de seres humanos que habitaron en la prehistoria.  Imagina Lucy que puede vivir en ella una de las esporas que expelió Julio César cuando invadió a Britania. Y la espora irá por ahí de cuerpo en cuerpo sin saber casi nada de sus hospederos. Como puede suceder con la jarra de la que bebió alguno de los centuriones del César, o las sandalias que dejó atrás mientras seguía adelante con su legión. Aunque también es posible que la primera se hubiera roto y las segundas deshecho. Aun así, es probable que algo de tales objetos haya sobrevivido, mientras que, del nombre de romanos y britanos y de su recuerdo, no hay nada.

Borges sintió envidia: “Fría y tormentosa la noche que zarpé de Montevideo./ Al doblar el Cerro,/ tiré desde la cubierta más alta/ una moneda que brilló y se anegó en las aguas barrosas,/ una cosa de luz que arrebataron el tiempo y la tiniebla./ Tuve la sensación de haber cometido un acto irrevocable,/ de agregar a la historia del planeta/ dos series incesantes, paralelas, quizá infinitas:/ mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes,/ y el de aquel disco de metal/ que las aguas darían al blando abismo/ o a los remotos mares que aún roen/ despojos del sajón y del fenicio./ A cada instante de mi sueño o de mi vigilia/ corresponde otro de la ciega moneda./ A veces he sentido remordimiento/ y otras envidia,/ de ti que estás, como nosotros, en el tiempo y su laberinto/ y que no lo sabes”.

Llegará un momento en el que el espejo, aun cuando yo me encuentre al frente, no refleje a nadie, tal como supuso Brines; será el final entonces de mi destino, hecho de zozobra, de amor y de vanas vicisitudes. Cuando suceda, guardaré silencio, no lo gritaré a los cuatro vientos, a pesar de que será el momento preciso, el más sublime, el ingreso a la nada.

Y el espejo seguirá allí, doblando la imagen de otros, incluso aunque se vuelva trozos.

 

Pablo Felipe Arango

Bogotá, 30 de junio de 2022