29 de marzo de 2024

Me llamo…

Profesor y catedrático, algunos años; rebuscador, otros tantos, y hoy, escritor y defensor ferviente de nuestro hermoso lenguaje castellano.
30 de junio de 2022
Por Efraim Osorio
Por Efraim Osorio
Profesor y catedrático, algunos años; rebuscador, otros tantos, y hoy, escritor y defensor ferviente de nuestro hermoso lenguaje castellano.
30 de junio de 2022

Cuando el palo nace para violín, desde el monte suena.

Para don Orlando Cadavid Correa, periodista de periodistas y amigo generoso como pocos.

Diez de los millones y millones de minutos que hay en cien años son una menudencia, ajaspajas. A pesar de ello, diez minutos aún no vividos me salvaron la vida.

Todavía en el vientre de mi madre, ya sabía yo lo que quería ser en esta parcela del Universo.

Y ella lo presentía. En las frecuentes visitas que le hacían sus amigas, durante las cuales éstas la acompañaban en sus labores de costura, de punto en cruz y de punto cadeneta chisme, que remataban con el vespertino chocolate parviao, y mientras escuchaban música, les decía: “Parece que la criaturita esta es muy sensible, pues siento que la perturban los acontecimientos catastróficos de este mundo y de nuestro terruño, y la emocionan los venturosos”.

Pocos años más tarde, con su angélica voz inconfundible, pregonaba:

–¡Mi hijo será periodista!

Y, sin ruborizarse, añadía: –Cuando nació, todos los medios de comunicación sintieron que ese día algo bueno les había sucedido.

En realidad, los hechos no se presentaron de una manera tan idílica, aunque sí un tanto profética.

La muerte de los seres que amamos, de los amigos del alma y de quienes compartieron nuestro diario trajinar en los lugares de trabajo y de tenidas jaraneras, es siempre dolorosa, sorpresiva y frustrante, y  va cerrando los capítulos de la novela que alguien escribió de nuestra propia vida.

El vigésimo quinto día del último mes del segundo año del papado del pontífice argentino llegó la muerte a la residencia de mi hermano Carlos. La descarnada se presentó extemporáneamente, a eso de la media mañana, en un descuido incomprensible del narrador de su novela, y cerró sin miramiento alguno el capítulo que aún no se había desarrollado como estaba planeado: “–Don Carlos acaba de morir… Ya le cerré los ojos y la boca”, me anunció secamente la única persona que estuvo con él en el último segundo de su existencia. No obstante, me pareció oír muy cerca del aparato telefónico una vocecita infantil, cuyo tono no me era desconocido.

Carlos, a quien cariñosamente apodábamos Carepato, fue un mamagallista genial, bohemio, cuentachistes fecundísimo, amigo de todos y de nadie enemigo. No perdía oportunidad de burlarse de mí cuando yo realizaba mi labor periodística con las patas de atrás. Recuerdo que, en 1962, recién llegado a La ciudad de las puertas abiertas, durante una entrevista al entonces gobernador del Departamento modelo, Arcesio Londoño Palacios, le pregunté si a él no le molestaba que le dijeran La Bruja: sobra añadir que en ese instante terminaron la entrevista y mi relación con el personaje. A escobazos me sacó de sus dominios. En otra oportunidad, en día de elecciones, me llamó de Bogotá el señor Alfonso Castellanos, mi director, para preguntarme por el paradero del gobernador de entonces, brigadier general Armando Vanegas Maldonado. Le respondí torpemente que estaba votando… Todos sabemos que los militares no pueden votar. Estas y otras metidas de pata me convirtieron en blanco seguro de los dardos untados de buen humor de mi añorado Carepato.

Las ceremonias religiosas con las que familiares y amigos despedimos el cuerpo de Carlos y encomendamos al Creador su espíritu las celebramos dos días más tarde en la iglesia de San Clemente, barrio Los Colores de La Bella Villa. Allí, en ese lugar sagrado, y en la banca contigua a la que yo ocupaba, estaba un niño de una edad como de siete años, con carita de ángel, que no me quitaba los ojos de encima. A su lado, su papá tal vez, a quien no paraba de susurrarle al oído, sin dejar de mirarme. A pesar de su corta edad, el infante se veía sosegado y muy atento a todo lo que sucedía a su alrededor.

Terminadas las ceremonias, afuera en el atrio, lo busqué, intrigado, pero ya había desaparecido.

Las predicciones y pálpitos maternos se hicieron realidad, pues desde muy niño estuve en contacto con dos periodistas, don Rafael Castaño, corresponsal de El Colombiano en mi pueblo natal; y don Quico Zapata, redactor de El Correo, y novio de una de las amigas que acompañaban a mi mamá en sus tardes de chocolate, costura y música, y quien a veces me regalaba periódicos que avivaban mi llamado a la profesión más bella del mundo.

Sin embargo, otras aficiones pudieron haberme descarrilado del sendero para mí trazado. Pude haber sido el James Rodríguez del fútbol de la época, porque lo jugaba, me gustaba, y lo hacía bien. No obstante,  aguijoneado por mi heredada aptitud para el arte de Garzón y Collazos, me dediqué a dar serenatas con bambucos y pasillos, apoyado por la formidable segunda de Rubén Ochoa. Pero sonó una campanita en la voz de mi madre que me advertía de la vida bohemia y desordenada a la que podría llevarme esa profesión. Recordé, entonces, las prolongadas visitas que en mi niñez había hecho, la primera, de la mano de don Quico; la segunda, volando solo, a las fuentes de donde brotan los periódicos. Al fin y al cabo, desde niño quise ser periodista. Ignoro qué habría sido de mi vida si hubiera seguido los pentagramas y no hubiese arrinconado los instrumentos musicales, porque nadie sabe en dónde termina el camino que nunca caminó.

El ajetreo de las salas de redacción, el ruido de las máquinas de escribir, el ir y venir de los reporteros, algunos con chaleco y en mangas de camisa; con el nudo de la corbata aflojado, otros; el humo de los cigarrillos y de las pipas, la amabilidad y diligencia de la señora de los tintos, el acuciante cierre de edición, el mal genio del director, el malhumor del corrector de pruebas, el tecleo incesante y desacompasado de linotipos y teletipos, la imponencia y velocidad de las rotativas y el timbre de los teléfonos, me indicaron que nada distinto del periodismo sería mi ocupación.

A medida que iba pergeñando estas líneas, un recuerdo trataba con insistencia de volver a mi memoria, el de aquel niño de carita angelical y de una edad como de siete años, pues estaba convencido de que la vez que lo vi en la iglesia de San Clemente no había sido la única. Hubo otras.

Terminados mis años de preparación para la radio, por donde comencé y me orienté, llegué a La Perla del Otún en un vuelo de la aerolínea Sam desde La Bella Villa. Uno de los pasajeros, estoy seguro, era ese niño. No le puse atención por el nerviosismo y ansiedad que se sienten cuando está uno desafiando la ley de la gravedad de esa manera, y porque, a la vez, me absorbía por completo la incertidumbre de lo que me esperaba en una ciudad para mí desconocida, La ciudad de las puertas abiertas, a la que llegué luego de tres tortuosas horas de carretera.

La acogida brindada por mis colegas y su camaradería, a pesar de mis inexpertos dieciocho años, disiparon muy temprano la inseguridad con que llegué a la ciudad. Encontré allí a un  periodista que se convirtió en mi guía, apoyo y amigo de toda la vida, Eucario Bermúdez Ramírez. Hallé, además, a los escritores Silvio Villegas, Gilberto Alzate Avendaño y Rafael Arango Villegas, cuya lectura me ayudó a formarme, a pulso, como periodista. Durante los quince años de mi estadía en esa querida ciudad, en dos etapas, hice amigos por doquier y, con el paso del tiempo, alumnos que, luego, se destacaron en su profesión. Y aprendí los secretos del periodismo, en general, y de la radio, en particular: aprendí que la noticia es su principio de vida, y que, como la ocasión, no se puede dejar pasar, pues no regresa, y los competidores no duermen. Supe que en esta actividad todo gira alrededor de ella y con ella se confunde: la cacería de la chiva, por la que uno hasta se hace matar; la exploración de las fuentes, el seguimiento agotador del personaje del día o del político siguiente y la consecución de su entrevista o de un par de respuestas lacónicas; los acontecimientos diarios, aunque frívolos, pero de alguna manera relevantes para los oyentes; los hechos políticos que motivan a los parroquianos, a quienes hay que preguntarles sobre ellos, y, desafortunadamente, las desgracias que estremecen a una comunidad o a una familia, pero que alimentan la curiosidad malsana de la plebe y nutren las frías estadísticas de todo conglomerado humano. Y aprendí que, con más frecuencia de la tolerable, hay que recurrir a la imaginación y a la inventiva para lograr el cometido de tres noticieros diarios, endiablada tarea cuando nada sucede.

Transmisora Caldas, la Voz del Ruiz y Radio Manizales, de la ciudad que me lo dio todo y por la que sería capaz de llenar muchas páginas para declararle mi amor, fueron las universidades en donde, durante diez inolvidables años, me formé como periodista. Sin dejar mis labores en la radio, y durante un dilatado lapso de este período, fui corresponsal del periódico El Espectador y de otros medios de comunicación.

La calle, la oficina y el escritorio fueron mi hogar en todo este tiempo y en el corto espacio de mi estadía en la capital del país y en los cinco años de mi feliz regreso a La ciudad de las puertas abiertas y, finalmente, en la época en que desempeñé mi profesión en La Bella Villa durante la aterradora época del narcotraficante más detestable de la historia colombiana.  A través de todos estos años, en la calle, en la oficina y en el escritorio, tuve siempre la sensación de que alguien estaba cerca de mí, percepción que nunca me perturbó y que me acompañó en los días de la enfermedad que estuvo a punto de terminar mi estadía en el Más Acá.

–Diez minutos más tarde –coincidieron médicos y enfermeras–, y la novela de este paciente habría cerrado su último capítulo.

Fue un coma diabético que me sorprendió a la hora del ángelus vespertino, el sábado 7 de enero de 2014. Mi hermano Carlos alertó a toda la familia. Con presteza, fui internado en la clínica León XIII. Durante los primeros días de inconsciencia, insensible al calor o al frío, tuve muchas pesadillas, una, especialmente, enigmática, en la que me vi recorriendo a pie, sin fatiga alguna, una trocha, al parecer interminable, que conducía una y otra vez a una casona azul, en cuya entrada un individuo malhumorado, siempre el mismo,  me impedía el ingreso porque no tenía el cartón. Ahora, incapaz de descifrarla, no dejo de repetir y los sueños, sueños son.

Después de un par de días, comenzó mi regreso a la realidad, pues, aunque turbiamente, reconocía la voz de mis tres hijos que habían llegado de diferentes partes de este planeta.

–Ha estado muy agitado, inquieto y desasosegado, como si lo acosaran sin descanso sueños angustiosos que lo afligen y contristan. Pero no tienen por qué preocuparse, pues esto es característico de las personas que sufren esta clase de dolencias, –oí que una enfermera les decía.

Permanecí en la clínica veinte días. A pesar de no recordar todo con claridad, las primeras sensaciones de consciencia fueron tremebundas, imposibles de describir. Pero ya podía responder preguntas y saludos, recordar cosas que había olvidado y agradecerle a la vida que me hubiese devuelto a ella.

La desorientación fue más persistente, tanto, que durante una semana no tuve la más mínima idea de dónde vivía. Con la ayuda de mis hermanas y su paciencia, retorné a la realidad, a mi retiro y a mis ocupaciones diarias, todas relacionadas con la profesión más hermosa del mundo.

Años más tarde, en la cama del hospital, y ya dueño del siglo que me regaló la Providencia, vi al niño en la puerta de la habitación que hacía diez días me hospedaba. Se me acercó, y sin saludarme y empinándose un poco, me dijo:

–Yo estuve acompañándolo durante la despedida de su hermano. ¿Lo recuerda? Y siempre estuve a su lado. Hoy vengo con sus familiares. Me llamo…