29 de marzo de 2024

Solo el ojo apasionado

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de abril de 2022
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
8 de abril de 2022

¿Dónde sucede el arte?, o preguntado de otra manera, ¿dónde existe?, ¿en la pintura o escultura solitaria que reposa al amanecer de cualquier día en las paredes o los suelos de un museo?, ¿en la carpeta que contiene una partitura y viaja bajo el brazo del violonchelista o recibe polvo en el atril del piano?, ¿o entre los bits que guardan una cantata de Bach o en el algoritmo que oculta la playlist de alguien?, ¿o en los poemas escritos y prensados entre la cubierta de un libro y que descansa entre las baldas de una biblioteca?

No creo, y usted, lector, tampoco, imagino.

¿Reside entonces en la mente del artista o en sus manos?, ni riesgos. La mera artesanía está lejos del arte. Incluso, casi siempre, la destreza absoluta se convierte en el tropiezo insuperable que impide su surgimiento. Y esa destreza o pretendida perfección no es más que una mera ilusión. Los tejedores de tapetes persas bien podrían ahorrarse la necesidad de cometer algún error en su tejido, porque aun haciéndolo bien nunca alcanzarán, ni lejanamente, la maestría de Dios. Un exegeta debería hacerles notar que el mero hecho de suponer que deben introducir un leve desperfecto en su tejido, porque solo Dios hace las cosas perfectas, es un acto de arrogancia más grande que el mero hecho de querer hacer bien, y completo, su trabajo. Los crédulos son arrogantes y su credulidad los lleva a suponer que pueden parecerse a Dios.

Así que no, el arte tampoco está en las manos o la mente del artista, supongo.

Aunque un artesano puede ser, por supuesto, el medio adecuado para que surja el arte, al igual que un individuo ignorante, insensible, torpe, zafio, o uno inteligente, sublime y sensible. De la misma manera que puede surgir de forma imprevisible o premeditada. Por eso puede haber artistas de una obra y también artistas de decenas o cientos. La disciplina tiene que ver con la cantidad y regularidad de la obra, no con su calidad. La disciplina rinde culto al oficio, y el oficio no es el arte.

Francesco Carlo Antommarchi fue un tosco médico francés que por azar terminó convertido en el médico de Napoleón en la isla Santa Elena. Napoleón no le tenía aprecio, desconfiaba de sus conocimientos, aunque le reconocía sus habilidades como prosector, razón por la cual el mismo emperador le encomendó que hiciera su autopsia; esta circunstancia, una vez llegado el momento de diseccionar a Bonaparte, le permitió, en medio de múltiples y rocambolescos sucesos, tomar una impresión de su cara. Más disparatada aún ha sido la historia de la, denominada, máscara Antommarchi, y de las derivaciones que se han hecho de la misma huella, todas procurando mejorar el rostro del emperador. En 1834 Antommarchi presentó una demanda, dados precisamente los constantes plagios, reclamando el reconocimiento de la mascara como una “obra de arte genuina”. En contra de los argumentos del médico se sostuvo que en tal caso este era apenas “un plagiario de la naturaleza y de la muerte”. El fallo fue contrario a los intereses del artista. Julian Barnes recuerda que, en el debate posterior abierto en torno al asunto terció Rodin, quien afirmó que el vaciado al natural “se hace rápidamente y no crea arte”. Hoy la máscara se expone en el museo Château de Malmaison, y no solo por razones históricas, sino también como obra de arte. La evidente prontitud con la que fue hecha, la precariedad de los elementos empleados, la falta de yeso de buena calidad, la torpeza misma de Antommarchi, el seguro temor de estar cometiendo una afrenta, convierten aquel objeto en una obra de arte, seguro lo único memorable que habrá hecho en su vida el médico. Verla es ver algo grandioso, algo a la vez sublime y humano, muy a pesar de sus imperfectos y de su brusquedad, o tal vez, justamente, como he dicho, por eso.

La poeta Edna St. Vincent Millay escribió: “Solo el ojo apasionado,/ solo el oído atento/ puede decir: “¡El zorzal estuvo aquí!”/ puede decir: “¡Su canto era puro!”/ puede vivir, antes de que muera”. Sí. El arte reside en la visión apasionada o en la atención que sublima lo que de otra forma será un objeto inanimado. El arte existe en el diálogo entre artista y espectador, uno solo de ellos es insuficiente, por eso, aún un poema como el de Edna, puede ser, como seguro lo es en la gran mayoría de los casos, un amasijo de palabras, y su lectura, apenas la unión de letras, casi un ejercicio físico que no dirá nada al lector. Mejor dicho, el mero lector no convierte los versos en poema, pero su sola escritura tampoco, de la misma manera que la máscara de Antommarchi podría haber sido una rareza arrumbada en una buhardilla, pero se convirtió en lo que es gracias a los miles de ojos apasionados que han visto en ella lo que seguro el mismo médico nunca fue capaz de ver, aunque hubiera reclamado derechos de autor.

 

Pablo Felipe Arango

Manizales, 8 de abril de 2022