28 de marzo de 2024

Salvando libros

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
14 de enero de 2022
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
14 de enero de 2022

Dos hombres, cada tanto, pasan por el frente de nuestro apartamento en Bogotá arrastrando unas carretas y anunciando a gritos que compran libros usados. Las carretas son de esas metálicas que algunos utilizan para ir al mercado, ya están desvencijadas y mohosas, y siempre las veo a medio llenar. Nunca he visto que alguien les venda y tampoco he podido dar con el título de alguno de los libros que cargan. Si hubiera tenido un pretexto así, si hubiera entrevisto algún autor o título, los habría parado para enterarme un poco más. Pero no, siempre alguna bolsa plástica interfiere la vista de la carga, o los lomos están desgastados, o apenas se ve el canto de alguno, muchas veces rayado con las letras de algún joven estudiante que una tarde tediosa decidió escribir su apellido en el libro de estudio. Seguro no hubiera hecho falta el pretexto para detenerlos un momento, y tal vez debí haber imaginado algún ardid, como intentar venderles un libro del que quisiera deshacerme, y haber aprovechado para entender de qué va aquel oficio tan extraño y tan aparentemente poco rentable. Pero no lo he hecho, por lo pronto solo los he visto pasar mientras escucho ese sonsonete de compro libros usados, gritado con una voz que no es grave ni aguda, pero sí intensa y hasta un poco dulce. Aparecen en una esquina y luego desaparecen en la otra, caminando lentamente, arrastrando esas carretas que chirrían y bambolean su carga gracias a las ruedas chuecas y débiles que parecieran no aguantar la insignificante carga.

No imagino que haya un propósito diferente en el paseo de estos libreros de ocasión.  Sería más adecuado, para un afán torcido, creo yo, vender otra mercancía, una que diera más oportunidades para interactuar con los vecinos o que incluso fuera mejor fachada. Aunque debo reconocer que comprar libros paseándose por un barrio es un negocio que parece tan absurdo que, justo por ello, debe ser objeto de más de una suspicacia; en mi caso, en cambio, el obvio recelo juega a su favor.

Hace muchos años, caminando por los pasillos de la Universidad de Caldas en donde estudiábamos, encontramos tirados, Francisco Julio Taborda y yo, en una caneca de basura, una gran cantidad de libros. Sin dudarlo los sacamos y arrumamos a un lado. No podíamos creer lo que estábamos viendo; se trataba de ejemplares, muchos de ellos viejos, que llevaban el sello de la biblioteca de la universidad. Asombrado cogí uno y corrí a preguntar a los funcionarios de la biblioteca la razón del hallazgo. Respondieron con una mueca de pereza y hastío: ellos mismos los acababan de arrojar porque habían sido descatalogados. Molesto y pasmado regresé a la caneca, donde se había quedado Pacho cuidando lo que creíamos era producto de un error. Le conté a mi amigo lo que acababan de decir los encargados y le dije que podíamos recogerlos si queríamos. Eso hicimos. Los empacamos en dos costales que luego cargamos por la Avenida Santander hasta nuestras casas. El reparto de los libros fue equitativo y estúpido. Nos repartimos, por ejemplo, una colección de Les Temps Modernes, la mítica revista fundada por Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Maurice Merleau-Ponty e impresa por Gallimard, y la colección The Best of the World´s Classics, en diez volúmenes, editada por Henry Cabot Lodge en 1909. Unos días después, indignados, fuimos hasta la dirección de la biblioteca, en donde nos confirmaron la razón expuesta por los funcionarios y nos autorizaron visitar las bodegas de la asociación de reciclaje a donde habían despachado toneladas de libros descatalogados. La imagen que recuerdo de aquella bodega es descorazonadora, cientos de bultos de libros apilados hasta alcanzar varios metros de altura. Ilusos creímos que podríamos rescatar algunos. Algo hicimos, pero era tal la magnitud de lo que nos propusimos, que la realidad nos abofeteó sin contemplación, y la totalidad de aquellos miles de libros se convirtieron en pulpa de papel.

En La biblioteca de noche Alberto Manguel cuenta que los bibliotecarios de la Biblioteca de San Francisco, ante la orden de prescindir de los libros que no habían sido sido prestados en los últimos años, de noche y de manera subrepticia, ingresaban a la biblioteca y agregaban fechas y sellos a los registros de préstamo, inventando lectores ficticios, con el ánimo de salvarlos de un sacrificio idéntico al que cometieron en la biblioteca de la Universidad de Caldas, y que seguro comenten hoy en muchas otras.

Aquellos hombres que van por la calle gritando compro libros usados se me parecen a los bibliotecarios de San Francisco. Su grito busca salvar unos libros que de otra forma terminarían en la basura; porque cuando eso sucede no hay muchos recicladores con ganas de separar el papel bueno del malo, al fin y al cabo pesa más el cobre; aunque es cierto que habrá algunos que como Hanta, el personaje de Una soledad demasiado ruidosa, la novela del checo Bohumil Hrabal, se dediquen a separar libros mientras embalan papel y cartón en una planta recicladora, o al menos a ponerlos en el fardo de cierta forma, que le dé a este alguna dignidad y elegancia, tal como a veces hacía el memorable personaje.

 

Manizales, 14 de enero de 2022