Manizales: El meridiano intelectual de Colombia
Al cerrarse hoy la Feria de Manizales, nada mejor, para propios y extraños, que dar un vistazo a “La ciudad de las puertas abiertas” y, en especial, a su tradición cultural que se destaca en la siguiente crónica de mi próximo libro en Amazon: “Crónicas de mi tierra”.
En lo alto de Chipre
Manizales es la ciudad de puertas abiertas. Pero, también tiene abiertas las ventanas, todas las ventanas, y un balcón la envuelve arriba, en sus cuatro costados, lo que en sentido estricto la convierte en un bello y espectacular mirador en plena cordillera central, en el lomo de una empinada montaña, sobre la cual se extiende, como nueva Muralla China levantada en Los Andes, en el corazón de Colombia.
Y si alguien lo duda, sólo tiene que ir hasta Chipre, aquel barrio tradicional que los domingos es punto de encuentro de los manizaleños para comer obleas y chupar helado, admirar los atardeceres y elevar cometas, pasear por sus calles y saludar a todo el mundo, a propios y extraños, con una sonrisa que revela, a simple vista, la amabilidad de sus gentes.
El nombre de Chipre hace alusión a la isla mediterránea que igualmente está abierta, despejada, mirando a todos lados. Desde acá, en efecto, se logran ver seis departamentos, nada menos que el Parque Natural de Los Nevados con el Volcán del Ruiz, casi al alcance de la mano, y numerosos municipios (Anserma, Chinchiná, Palestina, Marsella…) que en las noches brillan como estrellas por la electrificación rural que allí es común, a diferencia de otras regiones del país.
Chipre es el sitio emblemático por excelencia de esta fría capital caldense cubierta en ocasiones, especialmente en las noches y madrugadas, por la neblina, por el viento helado del páramo, y donde sólo basta -al decir de sus habitantes- dar un pequeño salto para llegar al cielo
En la parte más elevada de Chipre, en el pico del cerro, está el Monumento a los Colonizadores, acaso el mejor lugar para iniciar un recorrido turístico a través de su historia, de sus ancestros, de sus raíces, como debe ser con mayor razón en este epicentro de la cultura nacional desde sus orígenes a mediados del siglo XIX, hacia 1849.
¡Loor a los colonizadores!
Claro que Manizales tiene su pasado indígena, igual que el resto del llamado Eje Cafetero (formado por Risaralda, Quindío y Caldas). En sus moradores, por consiguiente, corre sangre de indios quimbayas, considerados los mejores orfebres de América en la época precolombina. No obstante, tales huellas se pierden, sin duda, ante la aniquilación de esos pueblos y sus culturas por obra de los conquistadores españoles tras el descubrimiento del Nuevo Mundo.
De hecho, los tres departamentos cafeteros de hoy eran zonas boscosas, selváticas, que sólo sintieron el peso de la civilización occidental cuando se desató la masiva ola colonizadora de Antioquia, precisamente desde hace más de 150 años hasta comienzos del siglo pasado, todo ello “a duros golpes de machete y hacha” que permitieron fundar “pueblitos montañeros, hechos de paja y guadua”, según lo describió algún poeta local que comparó esta gesta de arrieros con las proezas del Cid Campeador en España.
En el caso de Manizales, sus legendarios fundadores son identificados como “La expedición de los veinte”, título referente a las veinte familias emigrantes, de las que al parecer no llegaron sino doce, entre quienes se recuerdan personajes como Victoriano Arango, entre otros.

Tras esa veintena de pioneros, vinieron más y más familias paisas -unas y otras con poncho y carriel, escapulario y alpargatas, mulas y bueyes, al lado del perro inseparable-, que hablaban duro, con el acento inconfundible que atropella las palabras, profiriendo dichos y refranes populares para toda ocasión, y se reunían, en prole numerosa -¡a veces, hasta más de veinte hijos!-, a comer sancocho y frijoles, mazamorra y arepa, para luego despedir el día con un rosario en coro alrededor de las imágenes sagradas del Corazón de Jesús y la Virgen María.
Algo de esto se aprecia, con su correspondiente dimensión artística, en el citado Monumento a los Colonizadores, obra de Luis Guillermo Vallejo, oriundo de la región, quien repasa con mano maestra los momentos gloriosos de la colonización antioqueña, cuyos rasgos épicos, ejemplares en la historia del mundo, fueron revividos por investigadores como James Parsons, el famoso profesor norteamericano que vino por estos lares a escribir su tesis de grado.
Los manizaleños son paisas, mejor dicho. Como lo son, en general, caldenses y risaraldenses, quindianos y tolimenses o vallunos del norte de sus departamentos, lo que explica su acento particular y sus costumbres, su amor por la música popular desde los bambucos y pasillos hasta la música “de carrilera”, cuando no por los tangos que se oyen en cada cantina, como si Carlos Gardel nunca pasara de moda por la sencilla razón de “cantar cada vez canta mejor”, al decir de sus fanáticos seguidores.
De ahí su afición incontenible al aguardiente y el ron -Cristal y Viejo de Caldas, claro-, mezclados paradójicamente con sus férreas creencias religiosas, las cuales conviven, para acabar de complicar las cosas, con el espíritu machista, incluso violento, donde se pone a prueba la virilidad de sus varones, caracterizados asimismo por el culto al dinero, fruto no siempre de su intensa dedicación al trabajo desde tempranas horas de la mañana, cuando trabajan “a ritmo paisa”.
Una sociedad bastante singular, según salta a la vista.
Huellas de Leopardos
Todavía en Chipre, cuando se empieza a bajar hacia el centro de la ciudad, está el Parque del Observatorio, otro extraordinario mirador adaptado sobre tanques de agua, y a pocos pasos de allí, la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, fiel copia de la primera catedral que en la Plaza de Bolívar, en 1925, fue presa de las llamas que destruyó igualmente gran parte del centro histórico nacido en la colonización.
Y es que Manizales, creación de titanes que osaron desafiar las alturas y someter la montaña, ha padecido desde su fundación un sino trágico, enfrentando, en múltiples ocasiones, la furia incontenible de la naturaleza.

Prueba de ello son los comunes temblores de tierra que, en forma paradójica, contribuyen a la renovación urbana; los mismos incendios, que hacen de las suyas en casas de bahareque y guadua, o los propios templos, como sucedió, a fines de 2010, en la Capilla de La Enea, Monumento Nacional que el padre Nazario Restrepo erigió en 1876 mientras huía -según narran antiguas crónicas- ante la persecución religiosa desatada por los gobiernos radicales de entonces.
La ciudad, pues, se acostumbró a enfrentar la adversidad, incluso las guerras, como las que se sucedieron en cadena por la lucha fratricida entre conservadores y liberales, más aún cuando su posición estratégica era clave desde el punto de vista militar para cualquiera de los bandos en contienda.
A sus gentes, sin embargo, las ha salvado su religiosidad y, por ende, sus profundos valores espirituales y morales, los cuales han dejado huella en cientos de iglesias y en su conservatismo visceral, heredado también de los abuelos paisas, que rinde culto a Dios como poder supremo, absoluto, dentro del cabal cumplimiento de sus mandatos, basados en el amor.
Y claro, el terruño dio buenos frutos en dirigentes godos de primer orden, católicos hasta los tuétanos, como Silvio Villegas y Fernando Londoño Londoño, Gilberto Alzate Avendaño y Augusto Ramírez Moreno, líderes de la derecha colombiana en las décadas del cuarenta y el cincuenta del siglo pasado, algunos de ellos en su condición de dignos exponentes del combativo grupo de Los Leopardos.
Eran políticos de principios, con una sólida formación intelectual de auténticos humanistas cristianos y, en consecuencia, personas cultas, con gustos literarios a partir de los autores franceses y españoles en boga, al tiempo que hacían gala de su sofisticada oratoria, de la retórica aprendida en textos de Aristóteles, como si prepararan entre nosotros, con el espíritu de los enciclopedistas, una revolución social comparable a la de Francia o Rusia, ya no democrática o comunista sino profundamente conservadora, católica.
Eran ideólogos en busca del Estado para ponerlo al servicio del bien común, recordando las sabias lecciones escolásticas.
La Escuela Grecoquimbaya
Lo anterior influyó en grado sumo para que Manizales se ganara la fama de ciudad culta, “por donde cruzaba -según reza la conocida frase, de antología- el meridiano intelectual de Colombia”. El ambiente, en fin, es allí favorable a las actividades del espíritu, incluso en el plano político; hasta el frío ayudaba.
Pero, no fue sólo en el terreno partidista donde las musas han actuado a sus anchas. No. Al doblar una esquina, es fácil toparse con algún poeta o un gran prosista, cronista o ensayista, cuyos escritos han sido consagrados por La Patria, el periódico local que empezó a circular en 1921, por lo que acaba de celebrarse, con bombos y platillos, su centenario de vida.
Así, las charlas de Luis Donoso, en versos humorísticos, corrían de boca en boca, igual que las crónicas de Luis Yagarí, los relatos de Rafael Arango Villegas y Tomás Calderón, los ensayos de Jorge Santander Arias y los poemas de Juan Bautista Jaramillo Meza y su esposa, la inolvidable Blanca Isaza, para mencionar apenas unos cuantos nombres de esa larga lista que, por desgracia, se ha ido borrando con el paso del tiempo.
Si hasta se creó acá, sorpréndase usted, una nueva escuela literaria, conocida como Grecocaldense o Grecoquimbaya, caracterizada por su barroquismo, con adjetivos a granel, que se inspiraba, al menos entre sus autores más representativos, en los clásicos griegos y latinos, a la manera de un Renacimiento moderno, surgido en las montañas andinas, entre cafetales y palos de guadua.
Una cultura de élite, por cierto. Que reflejaba, a su turno, el carácter elitista de la urbe, con familias tradicionales que todavía se precian de sus ilustres apellidos, de su ancestro español venido de Antioquia, lejos de admitir, siquiera por un momento, su origen montañero, proveniente de los arrieros paisas que escapaban de la pobreza.
No es de extrañar, en tales circunstancias, que Manizales se haya transformado en Ciudad Universitaria, atrayendo a miles de jóvenes estudiantes de las diferentes regiones del país; que durante cinco largas décadas, hasta hoy, haya sido sede del Festival Latinoamericano de Teatro, con prestigio mundial, y que su Teatro Los Fundadores -¡causa principal de la separación de los departamentos de Risaralda y Quindío al romperse “la mariposa verde” del Viejo Caldas!-, sea Centro Cultural y de Convenciones, sitio obligado para mostrar a los visitantes.
En contraste con lo anterior, existe una verdadera cultura popular que va desde las corridas de toros, con su festiva feria anual a comienzos de enero, hasta la exaltación deportiva por los continuos triunfos del Once Caldas, su idolatrado equipo de fútbol que llegó a ser campeón de la Copa Libertadores de América.
El Estadio Palogrande hace ahora las veces de Coliseo romano, con dos universidades al frente mientras a un lado, más allá del Barrio Palermo, se levanta el Morro de San Cancio, el cual trata, de igual a igual, al lejano mirador de Chipre, localizado en el extremo opuesto de la ciudad.
Estas dos colinas sirven de marco al escenario urbano que no para de crecer en el filo de la montaña y sus pendientes laderas.
De la Catedral al Cable
Hay que bajar al centro de la ciudad, como es obvio. Y puede comenzar su itinerario por la Plaza de Bolívar, admirando la imponente escultura del Bolívar-Cóndor que el maestro Rodrigo Arenas Betancourt dejó para la posteridad, el edificio republicano de la Gobernación de Caldas y, en especial, la Catedral, la imponente Catedral de Manizales, aún en obra negra, con cemento gris a la vista; con hermosos vitrales, por donde la tenue luz del sol se filtra en medio de la penumbra, y con pesadas puertas de metal que exhiben, en altorrelieve, pintorescas escenas de la vida urbana en tiempos lejanos, cuando Manizales era apenas una modesta aldea.
A la salida del templo, enormes esculturas sagradas que miran hacia la plaza, donde las gentes se pasean con ropa informal que hace pocos años era inconcebibles entre los manizaleños y, sobre todo, en sus bellas y elegantes mujeres.
Luego siga por la carrera 23, que es vía la principal -como La séptima, en Bogotá-, donde puede apreciar, en tranquila caminata por ser también peatonal, otras construcciones republicanas, numerosas viviendas con su típica arquitectura de la colonización paisa, parques y más parques (desde el Parque de Caldas, en honor al sabio que dio su nombre al departamento, hasta el de Fundadores, donde se encuentra el teatro ya mencionado).

Pero, también se encuentran allí una fuente de agua, traída de Europa desde hace más de un siglo; una escultura más de Luis Guillermo Vallejo, que parece sacada de un circo, una obra de teatro o un carnaval, y en el suelo, tallado en piedra, el inmortal poema de Eduardo Carranza sobre Manizales, cuyas estrofas, en cantos musicales, repiten de memoria los hinchas del Once Caldas en su estadio: “Manizales: Beso tu nombre / que significa juventud./ Beso la orilla de tu cielo / y de pie te canto: ¡Salud!…”
Siga derecho, por la Avenida de Los Fundadores, prolongación de la calle 23, hasta ver, desde arriba, la Estación del Ferrocarril cuando por aquí se paseaba el Ferrocarril de Antioquia, que hoy alberga a la Universidad Autónoma, y desemboque, varias cuadras más allá, en la Estación del Cable, actual Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, desde donde partía hacia Mariquita, miles de metros abajo, este medio de transporte que ahora, revivido con los avances de la ingeniería, pueden disfrutar los turistas hasta llegar al Terminal de Buses, localizado a escasos minutos de Villamaría, o al Parque de los Yarumos, un paraíso ecológico.
Entretanto, el paso por los centros comerciales es igualmente obligado, aunque sea para convencerse de que Manizales sí está a la altura, no sólo geográfica. de las principales ciudades del mundo, con almacenes de marca que es fácil toparse en Madrid o Miami, París o Londres, gracias a la globalización que terminó convirtiendo al planeta en una aldea.
Es una ciudad de cara al futuro, con la ventaja de tener fuertes raíces en su pasado.
Entre puentes y túneles
A ambos lados de la cima por donde serpentea la ciudad, ésta ha ido creciendo, retando los precipicios, la erosión que durante el invierno derriba tugurios en los barrios pobres, donde es un milagro la simple capacidad de sostenerse uno a pie, sin caerse, a pesar de la inclinación cada vez más pendiente de sus calles.
Por fortuna, el desarrollo de la ingeniería, con la formación técnica impartida en sus centros de educación superior, ha logrado domar a tan feroz topografía por medio de avenidas con puentes y túneles, las cuales alcanzan su máxima expresión en la Autopista del Café que se descuelga desde la Plaza de Toros hacia Chinchiná, rumbo a Pereira y Armenia, trayecto en el que se cruza por el Puente Helicoidal, único en América Latina, y el Viaducto en La Perla del Otún, obra envidiable para cualquier metrópoli.
Así las cosas, Manizales abre sus puertas para despedir a los viajeros, sea por esa vía o por el Alto de Letras, es decir, por el páramo donde además usted podrá detenerse para tomar un baño en las aguas termales del Ruiz, confiado siempre en volver lo más pronto posible.
“¡No olvide el camino!”, como decimos los paisas.
(*) Escritor y periodista. Ex director del diario “La República” y miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua