29 de marzo de 2024

¡Hasta pronto, Silvio!

15 de enero de 2022
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
Por Jorge Emilio Sierra Montoya
15 de enero de 2022
Imagen El Diario

(En memoria del periodista Silvio Posada Castaño, fallecido el pasado jueves en Bogotá)

A mediados de 1982, cuando Belisario Betancur se disponía a iniciar su mandato presidencial, llegué a Bogotá para ponerme al frente de la redacción política de La República, periódico que entonces era vocero de la muy respetable Casa Ospina y, por ende, del ospinismo, una de las dos vertientes del partido conservador colombiano desde los años cuarenta del siglo pasado.

Al respecto, hay que aclarar las cosas: el viejo ospinismo, tras haber llevado a Misael Pastrana Borrero a la jefatura del Estado en 1970, terminó dando origen al pastranismo, al cual se fusionó para formar el llamado ospino-pastranismo, representado luego, una vez más, en la jefatura del Estado, por el hijo de Misael, Andrés Pastrana, quien gobernó al país en el período 1998-2002.

Llegar a la Casa Ospina no era, pues, un asunto menor. De ahí que desde el principio, tan pronto aterricé en la capital, debí tomar partido en contra de la otra facción conservadora: el alvarismo, de Álvaro Gómez Hurtado, quien la había heredado de su propio padre: Laureano Gómez, máximo representante del laureanismo.

Así las cosas, llegué a las filas del ospinismo enarbolando las banderas del Movimiento Nacional de Belisario, las mismas que traía de La Patria de Manizales, donde fungí, durante cuatro años, como periodista de planta, con funciones de subdirector.

Provinciano en la capital

Rodrigo Ospina Hernández

“Soy de provincia, su mercé”, fue mi primera crónica publicada en El diario de los hombres de trabajo, cuyo propietario era nada menos que Rodrigo Ospina Hernández, hijo del ex presidente Ospina y doña Bertha, autora de El Tábano, la célebre y siempre polémica columna editorial que era de obligada lectura en los más encumbrados círculos políticos.

Claro, al ser provinciano -oriundo de Manizales, nacido en Pereira y criado en Marsella- tenía por qué hacer pública esa confesión, para que nadie se llamara a engaños.

“Soy de provincia, su mercé”, repetía a cada instante en mi artículo, poniendo en evidencia, sin rodeos, mi verdadera identidad (de la que muchos, por desgracia, todavía se avergüenzan).

En ejercicio de mi nuevo puesto, escribía la columna central -¡firmada con mi nombre!- de la sección política, donde tenía dos periodistas a cargo: Pedro Marquín, veterano de mil batallas en la prensa bogotana, y el también joven Carlos Alberto Arias, ¡nacido en Marsella!

El primero, a diferencia del segundo, recibía de mala gana mis orientaciones, proclamando, a hurtadillas, que yo, recién llegado, carecía de méritos para estar donde estaba, por lo cual concluía, de manera tajante: “¡Es un aparecido!”.

Pedro tenía razón… ¡y de sobra!

Invitado de honor

Cierto día, aún apabullado por el cambio de ciudad, recibí una cordial invitación que acogí de inmediato: dos queridos amigos de infancia en Marsella, Silvio Posada Castaño y José Vicente Galvis, me querían dar la bienvenida en un lujoso restaurante de la ciudad, por la Plazoleta del Rosario, cerca de La República.

Plaza Marsella – Foto de Emilio Rojas

Silvio (a quien hoy despedimos por haber fallecido el pasado jueves en Bogotá), era “como de la familia”. Al fin y al cabo, la nuestra y la suya mantenían de tiempo atrás una relación fraterna, entrañable, que se remontaba sobre todo al abuelo materno, Cornelio Castaño, y, en especial, a dos de sus hijas: Conchita y Margarita, de las cuales ésta, casada con Antonio Posada, era una de las mejores amigas de mi madre, Mary Montoya.

En realidad, “doña Margarita”, como le decíamos los niños que acostumbrábamos jugar, en barra, por los corredores y el patio de su enorme casa situada en uno de los costados de la Plaza de Bolívar, por la calle donde estaba el almacén de don Antonio Issa, era todo un personaje, alegre como ninguno, que bebía aguardiente de lo lindo durante las fiestas carnavalescas de paisas y cafeteros, sin dejarse nunca vencer por los problemas, ni siquiera cuando fue asesinado su esposo, Toño Posada, al venir de su finca.

“El muerto al hoyo y el vivo al baile”, repetía copa en mano, acaso para olvidarse así, por un momento, del amado padre de sus numerosos hijos.

Larga lista de Pomponios

Y es que fueron numerosos. Que yo recuerde, Fabio, el mayor, ejerció la dirección del DAS en Risaralda, importante posición que dejó, de manera definitiva, en medio de una terrible borrachera, la cual obligó a sus amigos de farra, cuando pasaban de un sitio a otro para seguir bebiendo, llevarlo cargado, inconsciente, dormido, ¡cuando ya estaba muerto!; Guillermo, el mejor ciclista que ha dado la antigua Villa Rica de Segovia desde su fundación, de quien los marselleses esperábamos que superara a Ramón Hoyos Vallejo y Cochise Rodríguez, de no haber sido por el periodismo deportivo, donde se destacó por décadas; Antonio, también dedicado al periodismo, así como John Jairo, uno de los menores.

El Lago de Pereira

En consecuencia, la actividad periodística fue entre los Posada Castaño –Pomponios los llamábamos, usando el apodo que a nadie le faltaba en el pueblo- algo contagioso o, mejor, un mal de familia.

Continuemos con la extensa lista de esta prole: Álvaro, mi compañero en la Escuela Mariscal Sucre, que se ahogó, siendo apenas adolescente, en las aguas cristalinas del río Consota, subiendo hacia La Florida, y varias mujeres, como Marta, que yo casi mato contra una palma de la plaza -¡al bajar, desbocado, en una bicicleta sin frenos!-, y Carola, quien les disputó a Piedad Martínez y mi hermana Isabel –Chavita– la corona de la reina de belleza del club social, habiendo fracasado, con dolor y rabia, en tan noble propósito.

Pero, por encima de todos, Silvio, que alcanzó a ser diputado de la asamblea departamental, con sólo 23 años encima, y dar el salto del periodismo regional a la sala de prensa del Senado de la República, honorable corporación a la que debió haber llegado con el apoyo irrestricto de Emiliano Isaza, jefe del alvarismo en Risaralda (Jaime Salazar Robledo, casado con mi prima Rosita Sierra, era jefe del ospino-pastranismo).

Sentados a manteles

Volvamos a nuestra historia. Aquel día, en los comienzos del mandato de Betancur, nos sentamos a manteles los tres viejos amigos (no tan viejos, en verdad): Silvio Posada, José Vicente Galvis y yo, para hablar, sin cortapisas, de las últimas noticias en la patria chica, al tiempo que añorábamos, entre sonoras carcajadas, las travesuras de infancia, los personajes típicos, la casada infiel, las putas del Morro y los sermones de monseñor Estrada, entre otros pasajes que nunca pudimos borrar de la memoria.

No faltaban, claro está, las cuestiones políticas, sabiendo de antemano que nos unían el color azul de los godos, pero nos separaban las distancias entre el alvarismo y el ospino-pastranismo, sin que esto nos importara ahí en lo más mínimo.

Capitolio Nacional

Al respecto, Silvio era quien llevaba la batuta, como siempre. Era de esperarse: no lo callaba nadie cuando empezaba a tocar el tema; sacaba a flote su sectarismo, pronunciando de memoria, en tono oratorio, a los gritos, discursos de sus máximos líderes conservadores, y revelaba secretos muy bien guardados del Capitolio Nacional, algunos de los cuales pude luego divulgar en mi columna periodística.

“Mucho cuidado con su columna”, me advirtió, temiendo seguramente que hubiera reacciones non sanctas a algunos de mis comentarios que pisaban callos, como es habitual en el oficio.

Esa frase fue premonitoria, pues pocos meses después, uno de tales secretos, que para los cargaladrillos son verdaderas “chivas”, me terminó costando el puesto en La República, adonde volvería años después para ser jefe de redacción, editor general, subdirector y director del periódico.

¡Hasta pronto, Silvio!

Precisamente yo era director general de La República cuando, a fines de los años noventa, fui invitado por Marta Lucía Eastman a la Feria del Libro en Pereira, donde participé, con David Sánchez Juliao, en un acto especial donde él leía sus relatos, y el suscrito, sus poemas, bajo la moderación de un amigo común: Carlos Arboleda González, secretario de Cultura en Caldas.

Al teatro de Comfamiliares, donde se efectuó el particular evento, asistió un pequeño número de personas, entre quienes se destacaba, en las primeras filas, un grupo como de seis, en el cual distinguí fácilmente, desde la mesa situada en la mitad del escenario, a doña Carolina Castaño y su hijo Silvio, quien al término de mis lecturas saltaba de la dicha, aplaudía con entusiasmo y me hacía sentir, por qué no, como un torero al final de la corrida, alzado en hombros por sus fieles admiradores.

Entretanto, David y Carlos abrían los ojos, sorprendidos, pero no se atrevían a decir “ni mu”.

Fue la última vez que vi a los Posada Castaño reunidos en torno a su madre, quien hace varios años murió en Pereira, donde El Diario la despidió con honores en primera página, en un aviso fúnebre de los directores del periódico, quienes la calificaban de “auténtica matrona”, un ejemplo de vida para las nuevas generaciones. ¡Cómo habrá gozado doña Carolina con semejante despedida!

Y ahora él, Silvio Posada Castaño, también debe estar arriba, en el Cielo, adonde le abrieron las puertas para que todos los seres buenos que en el mundo han sido gocen de su compañía con la alegría que dejó aquí, por donde pasaba, y que sus amigos conservaremos, hasta el fin de nuestros días, no sólo en el recuerdo sino, sobre todo, en el corazón.

¡Hasta pronto, Silvio!

(*) Escritor y periodista. Miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua