28 de marzo de 2024

Crónicas y semblanzas/ Por Jorge Emilio Sierra El salto a la vida eterna del poeta Fabio Giraldo

3 de octubre de 2021
3 de octubre de 2021

 Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

Mi próximo libro en Amazon: “Crónicas de vida en tiempos de guerra” destaca, en primer término, semblanzas de algunas personalidades de la cultura nacional, entre las cuales no podían faltar representantes de la provincia e incluso de municipios pequeños como Marsella (Risaralda), mi bello pueblo de infancia.

De allí precisamente publicamos acá, en el diario digital EJE 21, la historia del médico poeta Leonidas López, cuyo centenario de muerte se conmemora este año, y la del profesor Fabio Giraldo Vélez, autor también de una importante obra literaria y periodística, de amplio reconocimiento regional.

En la siguiente crónica contamos esa historia de vida hasta sus últimos momentos, cuando “don Fabio” nos reveló su amplia colección de poemas personales, todavía inéditos, que escribió cuando ya se acercaba a los ochenta años de edad. Homenaje en el centenario de su nacimiento.

De padres a hijos

Su padre, Antonio Giraldo, llegó a Marsella de Antioquia, en los comienzos del siglo pasado, cuando monseñor Jesús María Estrada, proveniente de Pácora, se puso al frente de la parroquia en el municipio caldense recién fundado, hacia 1905.

Plaza de Bolívar de Marsella

Fue comerciante, como buen paisa. Y tuvo su almacén, según era costumbre por aquel entonces, en el primer piso de su casa -“En los bajos”, decían-, a escasos metros de la Plaza de Bolívar, donde se abre la concurrida Calle Real (la vía comercial, con apenas dos cuadras, hasta el sol de hoy).

Allí, en esa casa, pasaron su infancia todos ellos, los hijos de don Antonio y doña Camila Vélez: Ernesto, el mayor, cuya brillante carrera intelectual -de la cual dejó constancia en las páginas del diario La Patria de Manizales- se frustró por su muerte voluntaria, nunca confesada por los suyos; Carlos, el padre Giraldo, educado en Holanda, orador sagrado como ninguno y profesor de latín y griego en el Seminario de Manizales; Camilo, sacerdote igualmente, y él, Fabio, quien terminó dictando clases de literatura en el Instituto Estrada -¡sin haber terminado bachillerato!- y vendiendo zapatos en su negocio, a la manera de su padre, en un local contiguo al que éste tenía.

Los versos del comerciante

Fabio, pues, se volvió comerciante, aunque a simple vista parecía que no lo fuera, tanto por su estampa distinguida como por su notoria timidez, su espíritu reservado y hasta sus palabras entrecortadas, algo ininteligibles, cuando osaba abrir la boca para atender a los clientes, quienes siempre le llamaban “Don Fabio”, con el respeto debido.

Pocos sabían, sin embargo, que detrás del mostrador, detrás incluso de una persona tan respetable y tímida, se escondía un auténtico poeta que sólo empezó a escribir versos a los 75 años de edad, cuando en las tardes, ya jubilado, volvía cansado al hogar para sentarse en una silla del corredor de atrás, frente al jardín, donde las rosas rojas eran sus flores favoritas.

Escribía sonetos, bellos sonetos, en cabal cumplimiento del mayor reto que se impuso en la vida, una larga vida próxima a dar el salto a la eternidad que sueñan los cristianos fervientes como él.

Letras en la sangre

Desde muy joven, desde su temprana adolescencia, la literatura española lo sedujo. Por eso algún día, siendo profesor en el Instituto, estaba leyendo El romancero español en la casa paterna cuando su madre, doña Camila, soltó un inesperado comentario, tan pronto le vio el libro que tenía en sus manos.

“Ese es un libro de romances”, anotó con certeza, recitando a continuación uno de ellos, ante la mirada sorprendida de su hijo.

Fue así como supo de dónde habían sacado los Giraldo Vélez su profunda sensibilidad y amor a las cosas del espíritu, cuando no la extraordinaria inteligencia que para algunos de sus paisanos bordeaba la genialidad o la locura.

Claro que su padre, don Antonio Giraldo, también influyó, pues aún adolescente le tocaba leerle, en voz alta, los editoriales de La Patria que los jefes conservadores del pueblo, como mi abuelo Felipe Montoya, devoraban cada día para alimentar un sectarismo cercano a la devoción, a la idolatría.

La Generación del 30

A lo mejor por eso, recién cumplidos los 18 años, formó con sus mejores amigos un grupo intelectual: “La Generación del 30”, al que pertenecieron Fabio Vásquez Botero, digno representante de la Escuela Grecocaldense en sus escritos periodísticos y en sus conmovedores discursos que hicieron historia en todo el país; Carlos Arturo Gil, célebre abogado con el paso del tiempo, y Camilo Restrepo, quien luego fue gobernador de Caldas, entre otros que apenas recordaba por sus apellidos: Bedoya, Vargas…, unos y otros formados con los libros que monseñor les prestaba en la casa cural, de donde la enorme biblioteca fue desapareciendo como por arte de magia, como si fuera obra de los espíritus.

Fabio Vásquez Botero

Viajes literarios

Primero fueron las novelas de aventuras, como las de Salgari y Julio Verne; después, los clásicos españoles, desde Cervantes hasta Azorín -“Mi gran maestro”, declaraba-, pasando por la literatura francesa hasta llegar a Dostoievski, Thomas Mann y Kafka, sin olvidar lo nuestro, lo autóctono, desde Carrasquilla hasta García Márquez, a quien obviamente leyó en sus años postreros.

Pero siempre, del primero al último día de su prolongada vida intelectual, la poesía: Lope de Vega, Góngora, Darío, Neruda…, a quienes consideraba insuperables en la medida en que este género literario -sostenía- se quedó rezagado frente a los extraordinarios avances contemporáneos de la prosa, sea en el cuento o la novela.

Los versos, entonces, fueron el plato fuerte de su gusto por las letras. A ellos les debía -sentenciaba- ser mucho más humano; “son como un navío -decía, con voz débil, en su lecho de enfermo- hacia la paz interior que todos necesitamos”, y por el culto que les rendía, por ser el supremo valor en su existencia -“Nunca me ha importado la plata”, comentaba, en actitud sacrílega para los paisas-, decidió seguir el sabio consejo de Juan Lozano y Lozano, el perfecto sonetista de “La Catedral de Colonia”: “Para darle armonía al lenguaje, hay que leer los sonetos clásicos del Siglo de Oro español”.

Don Fabio, por su parte, quiso ir más lejos todavía: no sólo leerlos sino también escribirlos, para lo cual tuvo que cruzar la barrera de los setenta años, estando cerca de ser octogenario, no sin antes ser profesor de literatura durante un prolongado cuarto de siglo y fungir como propietario de un almacén de calzado en la Calle Real, de donde salía poco antes de las seis de la tarde para escribir sonetos al mejor estilo de los clásicos españoles.

Así cumplía el mayor reto de su vida, superior incluso a la crianza de sus tres hijos y la perpetua fidelidad a su esposa, Mery López, parienta cercana de Leonidas López, el poeta romántico que se ahogó en el Cauca, cegado por el amor.

Llamado de la muerte

En días pasados, doña Mery presintió la tragedia, la dolorosa tragedia de la muerte de su esposo, en una fría mañana de invierno, cuando don Fabio, cuando era hora de levantarse para ir al trabajo, le preguntó si le había tocado el hombro para despertarlo.

“Es Diana que le está llamando”, pensó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas al sentir de nuevo la terrible ausencia de su hija muerta tres años antes, víctima de un cáncer como el que acababan de encontrarle a este poeta clandestino que conservaba sus escritos guardados en un viejo escaparate, siendo desconocidos aún por sus seres más queridos, como ella.

Fue ahí, en su lecho de enfermo, donde le encontré. No podía siquiera ponerse en pie; la última vez que lo hizo fue en presencia de mi hermano Rubén Darío, para mostrarle los versos celosamente escondidos hasta entonces, y en su rostro, donde los huesos empezaban a brotar entre la piel ajada y amarilla, se insinuaba la sombra de la muerte, esa muerte “irremediable” que advirtió en algún poema.

Nunca antes, en muchos años de constantes visitas, le había visto así, ni mucho menos fuera de su negocio, del que salíamos a tomar café para hablar de literatura, de su maestro Azorín, del Siglo de Oro español, de su vasto conocimiento del Quijote (que le mereció, en el Instituto, moción de aplauso en la visita de un supervisor) y de la decadencia en los tiempos que corren, donde los valores supremos -según decía en sus editoriales del periódico Marsella al día– se perdieron por rendirle culto al dinero fácil, sin importar que fuera ilícito, sucio.

Salto a la vida eterna

En sus ojos, no obstante, brillaba la esperanza, lejos de pensar que este encuentro fuera el último, ni que la despedida fuera definitiva. No. Como buen cristiano, custodiado por un crucifijo que colgaba en la cabecera de su cama, se disponía confiado a dar el salto hacia la vida eterna, mientras oía la lectura de uno de sus sonetos, con la mirada débil, perdida en el más allá, lista a apagarse:

Perdóname, Señor, si en mi locura

ingrato me olvidé de tu clemencia

y ciego fui a la luz de tu presencia

en esta noche mía, triste, oscura.

 

Si propicio no fue mi cruel empeño

en dar mi voluntad a ti rendida;

si no confié en tu amor, canto de vida;

si no hice de tu cruz, sagrado leño.

 

Perdóname, Señor, si indiferente

a tu porfía de llamarme hermano

viví alejado de tu fuego ardiente.

 

Dame, Señor, tu corazón de abrigo.

Así tendré de tu divina mano

la visión celestial de estar contigo.