DOCE
Saber que no todos se murieron, que siguieron con las mismas ganas de vivir, que se han sometido a aislamientos, a cuarentenas, a protecciones especiales, se han ceñido a no saludar a nadie, menos de abrazo o de beso, mantenerse lejos de los demás, como si fuera fácil dejar de ser humano. Es que los humanos son gregarios y les gusta estar juntos, mientras más cerca mejor. Los días fueron pasando y para muchos, eso que llamaron la nueva realidad, se les convirtió en la realidad que les correspondía vivir, casi todos a disgusto, porque no es imple que se ordene, por decreto, perder o suspender la esencia de lo que es ser un humano. Todos estaban en la convicción de que se trataba, antes que nada, de sobrevivir y para ello era indispensable someterse a todas las exigencias de cuidado ante una pandemia que nadie conocía, que nadie ha logrado conocer y que nadie sabrá a ciencia cierta de que se trata, porque mientras más se habla del asunto, menos se sabe. Todo es confusión y especulaciones a diestra y siniestra.
Ver sobrevivientes y por miles no deja de ser asombroso, cuando el pronóstico era que todos nos íbamos a morir. Y no nos morimos. Y más se han muerto de cáncer, de sida, de dolencias cerebrales, de enfermedades cardíacas, de dengue, de tantas otras cosas, con las que se ha convivido desde siempre. Cuando apareció el sida como una nueva plaga, llamaron al orden sexual y se dijo que era necesario abandonar la promiscuidad. Hubo atención al comienzo. Ahora parece que se han olvidado del asunto, porque siguen dándose muchos contagios, muchas hospitalizaciones y muchos fallecimientos. El cáncer, sobre el que algo se sabe respecto de algunas prevenciones y tratamientos, sigue siendo un misterio en cuanto a su origen, por lo que el mal sigue sin ser atacado de raíz. Lo que viene a significar que seguiremos conviviendo con él y que a pesar del grave impacto que genere su diagnóstico, en cualquier persona, o persona cercana a los afectos, ya es parte del paisaje humano. El coronavirus deberá entrar a formar parte de esa rutina en adelante, sin que los seres humanos tengamos que dejar de serlo, ni mucho menos volver a ordenar el retiro de cualquier actividad productiva, porque lo que si se ha demostrado –una vez más- es que el hambre mata mucha más gente y genera muchos más conflictos que las propias flaquezas de la salud, que son de la esencia de estar vivos.
Volver a ver la gente en la calle, es saber que somos muchos los que no nos alcanzamos a morir, aunque más de uno haya hecho reservas funerarias, las más tenebrosas que alguien puede realizar, porque es tanto como pegarse a los versos fatídicos del versificador que se llamó Julio Flórez y que sólo con el juego de vocabulario como promotor de cementerios pudo ganarse un espacio dizque en la poesía colombiana. A muchos nos causa pena decir que fue poeta. El horror de hacer versos al horror.
El pronóstico no pudo ser peor. Era un virus con capacidad de borrar la humanidad y antes de que nos llevara consigo, lo mejor era alejarnos y dejar de ser esos seres sociales de los que se siempre se ha hablado en todos los tratados de sociología y de filosofía. Era tanto como borrarnos la esencia de lo que siempre hemos sido. El miedo se nos metió por todos los poros y por eso ahora que todos han entendido –hasta los gobernantes- que el mundo marcha porque existe el hombre, que la economía existe porque el ser humano tiene capacidad de producción, que el conocimiento debe servir a favor de lo que somos, que el universo sin el hombre haciendo lo que sabe hacer, no es más que un imaginario que a nadie le va a servir, hemos vuelto a vernos, a trabajar, a estudiar, a saber directamente de los demás, sin temor a que vamos a caer muertos por ese solo hecho; da un gran gusto ver a la gente haciendo cosas para vivir y para sobrevivir.
Ya llevamos varios meses de ese volver a saber que estamos vivos y poco a poco, al menos así lo dicen las estadísticas, parece que se va superando el momento critico de la pandemia y que en la medida en que la gente tiene como ocuparse en lo suyo, en lo productivo y en lo emocional, todos nos volvemos a enterar que somos humanos. Y que lo más humano de ser humano es poder estar, compartir con los humanos. Con ese terrible prurito de estar lo más lejos que se pueda del otro, casi nos hacen pensar que no éramos nadie. De ahí que el acto elemental de estar cerca de los demás, nos genera una inmensa alegría, lo que antes de la pandemia no era más que la rutina de todos los días. Ver a la gente, hablar con ella, saber que están ahí y que estamos a su lado, es saber que la vida no se ha ido.
Motivos para volver existen muchos. La doble tentación de estar cerca de la gente y de ver al único equipo de fútbol que puede y debe ser apoyado de manera incondicional, como es la Selección Nacional, nos llevó a interrumpir más de 25 años de ausencia de los estadios, por el cuidado que debe tenerse desde hace mucho tiempo de asistir a espectáculos en los que prima de todo, menos este y que ha sido convertido por muchos en razones de nuevas violencias, de agresiones, de insultos, de confrontaciones, como si un gusto subjetivo fuera motivo para abandonar la realidad y crear nuevas realidades agresivas y torpes. Volvimos al estadio para ver a la Selección. Con todas las prevenciones del caso y sin dejar de usar en momento alguno el incómodo, antiestético y asfixiante tapabocas, con la constante insistencia del personal de salubridad y de vigilancia, de llevarlo siempre cubriendo nariz y boca. Y no es fácil hacerlo bajo el sol abrazante de la bella Barranquilla, donde la gente dice que los gobernantes hacen cosas, aunque no abandonen los métodos de corrupción que ya todos conocen, pero que son casi legitimados en todos los procesos electorales.
Fue el 14 de septiembre para apreciar el partido contra el seleccionado de Ecuador, que vino a no jugar, ni dejar jugar, a fingir desde el minuto uno, cuando uno de sus laterales hacía entender al árbitro y al público que le acababan de pegar una patada que indicaba la necesidad de ser hospitalizado e intervenido quirúrgicamente, porque de eso podía morir. Cuando el árbitro le pidió que dijera que le había sucedido, bajo la amenaza de la amonestación, se dio el milagro de curarse de inmediato y de poder evitar esos costosos procedimientos médicos y de extensos tratamientos. Nadie lo había golpeado, no había tocado el balón, no había confrontando a ningún jugador contrario. La payasada infame no podía ser mayor. La mejor medicina para esos fingimientos de golpes y lesiones en un equipo mañoso como el que más, al que se le salió el argentino tramposo de su director técnico, es la amonestación. Pero se dieron sus mañanas -un equipo de mañosos-, para seguir haciéndolo durante el tiempo de juego, ante la mirada casi cómplice del árbitro Diego Haru, quien no es tan malo, pero a quien le falta el carácter, la seriedad y la exigencia de los jueces europeos que ordenan seguir el juego, así haya un jugador tirado en el piso. Este señor peruano estaba como asustado.
Y es que cualquier se asusta ante un estado Metropolitano en el que había más de 40.000 personas, a pesar del anuncio de que solamente se permitiría el aforo del 75%, lo que no fue cierto. El Estadio estaba lleno. Solamente se veían los vacíos azules de las gradas de ingreso y evacuación. Y era una gran mancha amarilla, que no paraba de gritar, de alentar, de emitir voces de apoyo para un seleccionado que se toma como propio de esa ciudad. La selección es de Barranquilla, porque en Barranquilla se apropiaron de ese sentimiento. El estadio se llenó, pero por fuera quedó mucha mas gente. Las filas de ingreso eran inmensas y se hicieron lentas, muy lentas en desarrollo de las medidas de prevención que asumían las autoridades y los empleados de la logística, para mantener la situación bajo absoluto control, como efectivamente lo lograron.
Había que llegar a pie al estadio. Seis cuadras antes de los ingresos, las vías fueron cerradas. Y el ruido, la música a todo volumen en sitios públicos atrayendo clientela para sus consumos, a más de las celebraciones ruidosas, con pantallas gigantes para que quienes no alcanzaran boleto de ingresos, se quedaran allí, consumiendo, pagando y gozando. Antes del partido el sonido era caótico en las afueras del estadio. En el transcurso del partido, sólo se oía la reproducción del sonido de la transmisión del único canal televisivo que tiene adquiridos los derechos de transmisión. Le daban eco a lo que estaba pasando dentro del escenario deportivo, de gran magnitud, hecho con las exigencias de los grandes del mundo y de presencia intimidante para los equipos visitantes.
Llegar a los lugares de ingreso no fue fácil. Había que caminar rápido, pues todos caminaban de esa manera, por lo que no se caminaba, lo caminaban. Todos de afán, los que contaban con su boleta, en la prevención de encontrar su localidad disponible, como que en las tribunas de norte y sur nadie respeta las asignaciones y cada quien se sienta en el puesto que más le guste, dependiendo de la hora de ingreso. Y nadie se mueve, por más que le insistan que ese puesto que ocupa es el número tal, que el dueño de la boleta reservó y compró. Nadie se mueve. Hay que resignarse a sentarse donde haya un espacio libre. Al punto de que sucede lo que le pasó a dos amigos. Llegaron a tribuna sur. Sus puestos estaban ocupados. Tardaron en ingresar, por las extensas y medio aparatosas filas. Pidieron respetuosamente que les devolvieran sus sillas. Con gozos y risas les dijeron que no. Que nadie se iba a mover. Buscaron y el único espacio vacío que hallaron fue el palco destinado a discapacitados. Estaba vacío. Se fueron a sentar allá. Llegó alguien de logística y les dijo que allí no podían estar pues se trataba de dos seres sin limitaciones de motricidad. La dama les dijo: sencillo, nosotros nos vamos de aquí, si usted, con éstas dos boletas, que nos costaron bastante dinero, va y hace desocupar las sillas que nos corresponden. Logre que nos entreguen nuestros puestos y nos vamos. El acomodador les dijo que se quedaran allí, pero que no dejaran ingresar a nadie que no fuera lisiado. Tuvieron todo el espacio del mundo. Vieron el partido de la mejor manera y nadie más ocupó ese pedazo de tribuna.
En el ingreso, con filas ubicadas en las zonas verdes que rodean el estadio, se volvieron a ver a los seres humanos que están vivos, que trabajan, que se rebuscan para ganarse unos pesos que les permita el sostenimiento de sus obligaciones domésticas. Tanto tiempo llevaban sin poderse ganar un peso, dada su informalidad en lo que hacen. El vendedor de paletas que aprovecha la sed y el calor, para ponerle mil pesos de más a ese helado. La vendedora de bubuzelas que no para de hacerlas sonar, lo más duro que pueda, tratando de vender ese incómodo elemento de animación, sin que quienes le compraran alguna, supieran que al ingreso a la puerta final de acceso al estadio, las autoridades se las iban a decomisar, las tiraban al piso, en una especie de depósito improvisado y les advertían que a la salida del estadio podían reclamar la suya y llevársela a casa. Seguramente son las mismas que la señora bullosa va a vender en el siguiente partido. Y allí estaban los revendedores de boletas, ofreciendo para todas las localidades, en un mercado que apenas se comenzó a mover cuando en las taquillas dijeron que ya todo se había agotado. Y les fue muy bien. Vendían las boletas al triple de su valor oficial y las vendieron todas. Y estaban los vendedores de puestos (ni Buñuel en su genialidad surrealista logró imaginar la venta en la ubicación en una fila), con el anuncio de que quien pagara, los ubicaban de primero en la fila. La cosa es sencilla, recibían el dinero, le pedían al cliente que los siguiera, llegaban hasta el cerco policial y le indicaban al agente que este viene conmigo y pasaba por un lado. Efectivo el negocio, parece que para más de uno. Los vendedores de camisetas no autenticas, de gorras amarillas, de botellas de agua, más caras que una cerveza. El mundo completo del rebusque. Es que los rebuscadores -especie nativa- no perecieron en la pandemia. Están vivos y volvieron a lo que siempre les ha dado de que vivir. Son muchos, demasiados, los que viven de eso que genera un partido de fútbol a nivel de selección.
Dos situaciones tensas se vivieron en el partido. En el minuto 74 el árbitro sancionó una infracción dentro del área chica de Colombia y señaló el punto blanco del tiro penal. Hubo la discusión. En las pantallas repitieron la jugada y era evidente la falta. Pero el juez decidió revisar el Var y encontró que la jugada la anulaba un fuera de lugar anterior a la infracción. Cuando el árbitro anuló la sanción del penal, el público volvió a vivir y siguió confiando en que el partido se podía ganar, a pesar de las triquiñuelas de los ecuatorianos para no dejar jugar. En el minuto 94 –habían agregado ocho- Colombia en un entrevero marcó un gol. El grito fue atronador. Todos los que estábamos en el estadio nos quedamos sin voz. Después de semejante celebración, el árbitro se volvió a valer de la herramienta tecnológica, pues los ecuatorianos alegaban una mano casual de quien había marcado el gol. El anuncio de que el gol quedaba invalidado fue fatal. Pero en los cuatro minutos que restaban las ilusiones se resistían a morir.
En el gol vivimos la experiencia de la bella dama que se hizo al lado izquierdo, quien ocupó en solitario su silla y a los pocos minutos estaba profiriendo pasionales expresiones no reproducibles, en contra del árbitro, de los ecuatorianos y dándole ánimo a los colombianos. En algún momento de calma nos contó que iba al estadio sola para poder gritar lo que sentía. En el momento del gol se subió a la silla, quedó por encima de nuestra cabeza, nos abrazó fuertemente contra sus piernas y nosotros en el entusiasmo del gol la abrazamos por la cintura. Cuando anularon el gol, ella dijo que la madre del árbitro era una señora de mala conducta y lo dijo a todo pulmón. Terminado el partido salió con nuestra ayuda de la tribuna y dijo que al menos no habíamos perdido y habíamos sumado un punto más.
La mayor parte del público no se movió de sus puestos cuando todo hubo acabado. El árbitro se refugió en el centro de la cancha, rodeado de policías, directivos del fútbol u los mismos jugadores, ante la amenazante multitud que no le perdonaba sus errores. Finalmente nada le pasó, pero tuvieron muchos temores.
Volvimos al estadio para saber que estamos vivos y para volver a sentir que no todos los seres humanos se murieron en la pandemia.
Fuimos al estadio metropolitano de Barranquilla a ver la selección Colombia y terminamos viendo, con alegría y entusiasmo, al llamado jugador número doce, el que apoya todo el tiempo, como lo decía el animador de tribunas, antes del partido, más propio para verbenas de barrio, quien ante su incapacidad verbal le dio la palabra a la campeona Katherine Ibargüen, quien fue objeto de una inmensa ovación, para que fuera ella la que pidiera aplausos individuales para cada uno de los jugadores. Ver al jugador doce, pagó la boleta.