2 de diciembre de 2023

LIZ

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
24 de septiembre de 2021
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
24 de septiembre de 2021

La señora fue muy insistente en regalarle el billete de diez mil pesos. Se lo dijo, con muchas palabras de gratitud, que no lo tomara como un pago, pero que si quería tener ese detalle con ella, por lo que estaba haciendo por su pequeña hija. La niña le decía de todas las formas que no se molestara, que no era necesario que le diera ninguna cantidad de dinero, que no le fuera a pagar por lo que hacía por el gusto de servir a los demás, que atendiera con esos pesos alguna necesidad que tuviera en su casa. Ninguna expresión negativa convencía a la señora, quien de todos modos le volvía a decir que le recibiera ese dinero, que lo hacía con mucho gusto, que no era un precio, que no era una retribución, que era apenas un gesto mínimo de parte de ella por su actitud, por su obra, por lo que hacía por tantos niños del barrio, que con ella estaban encontrando nuevos caminos, alejados de la calle y especialmente de los vicios que en ella se protagonizan.

En ese momento entró a la pequeña  habitación su padre. La señora se dirigió a él y le dijo que por favor hablara con su hija para que le recibiera ese mínimo obsequio que le quería hacer de manera voluntaria, por la obra tan solidaria que estaba desarrollando. El padre le interrogó a la señora que le había dicho la niña y ella le respondió que se negaba a recibirle, que hacía mucho rato estaba insistiéndole, pero que en todos los casos ella se negaba a recibir. El padre habló con la niña. Ella le repitió una vez más que no iba a recibir nada, porque le parecía tremendamente injusto aceptarlo, que si bien eran pobres, la señora lucía mucho más pobre que ellos. Le dijo a su padre, al oído, que le dijera a la señora que no insistiera más que de ninguna manera le iba a recibir esos diez mil pesos, que con eso comprara alguna cosa que necesitara en la casa, que si no tenía  necesidades, que le sugiriera que le comprara unas chanclas playeras a la niña, que le mirara los pies para ver en lo que andaba, que eran unas chanclas tan viejas que casi los pies tenía contacto con el piso. Le reiteró al papá que le dijera eso a la señora y que daba por recibido el dinero y además quedaría muy contenta sabiendo que la niña-alumna iba a tener unas chanclas que no le maltrataran los pies.

El padre habló con la señora, le dio la razón, lo hizo en voz baja, para que nadie se diera cuenta y le pidió que le hiciera caso a su solicitud, porque ella lo que hacía era en razón a su gran amor por el arte y el deseo ferviente que  los demás niños del barrio tomaran el camino de lo artístico, como una manera de escapar, en algo, a ese estado de pobreza, necesidades y casi miseria en que toda la comunidad vive allí. Además, le dijo que no le fuera a insistir más, porque de hacerlo ponía en peligro la continuidad de su hija en la escuelita de música, que mejor le comparara  chanclas de playa a la niña, para que no se le maltrataran más los pies en esas calles  sin pavimentar, llenas de polvo en verano y repletas de barrizales en invierno. La señora volvió a agradecer lo que hacían por su niña y se fue con una sonrisa grande en la boca, para seguir en su actitud de agradecimiento a quien sin nadie pedírselo, estaba asumiendo una tarea que deberían atender los padres de todos los niños o el Estado, en cualquiera de sus niveles.

Los niños, sentados en el piso, escuchaban  con atención a su profesora, que era casi de la misma estatura de ellos, le ponían mucho cuidado e iban repitiendo los movimientos y los vocablos que les iba indicando. El violín iba de mano en mano, para que cada alumno reprodujera la nota indicada por la profesora que estaba de pie. Los escuchaba a todos. No les decía nada. Sencillamente les pedía repetir la nota propuesta y pasar el instrumento al compañerito de al lado. Finalizada la ronda de los doce niños que aprendían a tocar el instrumento, ella tomaba la palabra e iba corrigiendo a cada uno, de manera tierna, sin ultrajar a nadie, sin nacer sentir mal a ninguno,. Dándoles ánimo e indicaciones de cómo corregir los defectos en que pudieron incurrir. Pasaba al siguiente ejercicio, que no era otra cosa que la reproducción de la siguiente nota musical ascendente en el pentagrama, para que fueran haciendo las distinciones y  repartiendo instrucciones precisas de cómo tomar el violín entre sus manos, el pecho, el rostro y el espacio libre, así como de la posición y movimientos necesarios del arco, para que este solamente tuviera contacto en la medida de la necesidad con las cuerdas de las que saldría la nota propuesta. El ciclo se repitió  pero con una nota diferente.

Por sus propios medios, sin haber contado nunca con un profesor que al menos la guiase en lo que hacía, ella aprendió, empíricamente, a tocar once instrumentos y aspira a tocar otros muchos, por esa enorme facilidad que tiene con la música, como que a los tres años en alguna ocasión le pidió a su padre que le entregara el micrófono con el que cantaba karaoke, ensayando, para de vez en cuando ganarse unos pocos pesos en las celebraciones en fiestas de su barrio, en las que los lujos no aparecen por lado alguno, ni mucho menos los derroches de comida o bebida, apenas si es para compartir su alegría, sus ganas de vivir y la facilidad que de todos modos no abandonan, porque viven en la convicción de que sentarse a llorar es completamente inútil y lo que deben hacer es vivir con lo que tienen sin lamentarse de lo que les hace falta, sino celebrando lo que poseen.

La niña de tres años, en esa ocasión, tomó el micrófono, le pidió a su padre que le devolviera la pista, sin saber leer aún, y se puso a cantar la canción que estaba interpretando su padre, que de oírla se la había grabado de memoria.  José supo que ese karaoke tendría en adelante una propietaria diferente a él y que mejor era darle indicaciones e irle enseñando de a poco, porque además la voz y los tonos de la menor le parecieron extraordinarios en su poco conocimiento musical que poseía. En esa niña podía haber una artista. Era su hija mayor, nacida de la unión con la mujer que le había dedicado su vida.

José madruga todos los días y recorre entre 25 y 30 kilómetros cada vez, con los objetos que vende en sus manos, entre los que se cuentan cinturones, peinetas, llaveros y otros elementos de necesidad común, voceándolos con su propia garganta.  Llega cansando a casa. Muchas veces sin haber podido comprar el más mínimo alimento, para tratar de ahorrar en la utilidades para cubrir la totalidad de las necesidades de su hogar, donde están los tesoros de su existencia: su mujer y sus dos pequeñas hijas. Es lo que la vida le ha dado para ser feliz. La niña mayor en la medida en que fue a la escuela, aprendió a leer y a conocer de la existencia de instrumentos musicales, siempre, con mimos y caricias, le pedía a su padre que cuando pudiera, que no era urgente, le regalara una guacharaca, barata, de esas con las que se acompaña la música bailable. José un día le dio la sorpresa y le llegó a casa a la niña con ese instrumento de percusión. La niña cantaba el karaoke, pero además hacía el acompañamiento con su guacharaca, de la que estaba feliz. Otro día le dijo que le comparara unas marcas y las maracas llegaron a casa y la oían tocarlas.  Y después una batería, no muy compleja, pero que también sirviera como música de percusión. La batería llegó a casa y la niña la aprendió a  tocar sola, sin la ayuda de nadie. Después fue una guitarra, luego un tiple, más adelante un cuatro, días posteriores un violín y cuando el padre casi se quiso morir fue cuando le pidió que le comprara un acordeón mixto, de teclado y botones, que ella se creía capaz de aprender a tocarlo. El padre le dijo  que haría todo el esfuerzo del caso, para tratar de que ella tuviera su acordeón, pero que no se fuera a sentir mal si no era capaz de aprenderlo, porque sin profesor un instrumento de esa complejidad, ya ser muy complicado hacerlo de manera empírica. El día que pudo llegar con ese instrumento a casa, por poco nadie puede dormir. La niña se lo puso en sus hombros, con las tirantas del equipo y comenzó a interpretar un vallenato, como si lo hubiese hecho de toda su vida. Hasta completar, hasta ahora, once, que son los que ese delgadoy prematuramente avejentado trabajador de calle en el Municipio de Soledad y algunas de Barraquilla, ese amantísimo padre, ha logrado procurarle a esa niña de once años que no se detiene en el aprendizaje de la música, lo que no hace para ella sola, sino para compartir con una escuela montada en uno de los espacios del segundo piso de la casa de sus abuelos maternos en el barrio “Viña del Rey”, a donde acuden doce menores a recibir, sentados en el piso, las clases musicales de su joven maestra, con la única solicitud de que no se vayan para la calle, que eviten los peligros que hay en ella y que más bien traten de aprender algo que les de gusto y placer, como es la música. La llaman “La escuelita musical del barrio”. Ya todos hablan de ella y en adelante seguramente lo harán con más énfasis.

José cuando habla de su hija mayor, se descompone y su rostro se arruga como si se tratara de un viejo ajado de más de ochenta años , cuando apenas anda por la cuarta década de la vida. Llora, por no ser el padre que la niña merece, por no tener con que entregarle todo lo que la niña quiere y necesita y dice que todos los días trata de vender más de esos objetos que distribuye de calle en calle, para que ella tenga un mejor nivel de vida, así como su esposa y la hija menor. José siente, y lo dice, que su hija mayor ha tenido la mala fortuna de no tener el padre que realmente se merece. Es como que él mismo se condenara. Cuando llora, aparece la niña, le da un abrazo, le seca las lágrimas con sus besos y le dice que para ella es el mejor papá del mundo y que no lo cambiaría absolutamente por nada, ni por nadie.

La hija de José, la directora y única docente de esa escuelita musical de barrio pobre en Soledad, Atlántico, hasta ahora sólo era conocida en su barrio, pero en adelante la va a conocer el mundo, como que ya la conoció todo un país, al que hizo emocionar y cantar durante muchas noches en el programa de televisión “La voz Kids”, en la que por votación popular resultó ganadora absoluta, con un premio de una cifra de ciento veinticinco millones de pesos con destino a costear sus estudios superiores, la oportunidad de realizar una primera grabación de venta al público, la contratación de muchos conciertos y la presencia de padrinazgo de la cantante Española Natalia Jiménez, quien  fue su entrenadora en el concurso. Ella es María Liz Patiño, a quien la gente vio, oyó, disfrutó, gozó durante muchas noches en la pantalla pequeña con bellas canciones, tradicionales casi todas, con letras llenas de emoción y en no pocas ocasiones acompañándose ella misma, con sus instrumentos.

Desde las jornadas de clasificación apareció con su indumentaria llamativa, con pantalones de diseño especial, chalecos de mariachi, bellas blusas y su infaltable sombrero de alas grandes, cubriendo su larga cabellera, con una sonrisa que ilumina cualquier oscuridad.  Por el hombro derecho siempre aparece su larga trenza de pelo negro, azabache. Oírla cantar es emocionante. No permite perderle la atención. Marca las notas, como si se tratara de la más connotada cantante de escuela que pueda oírse. Hace las pausas en los tiempos adecuados y vocaliza de la mejor manera. Es imposible no enamorarse de ella. Su entrenadora, en la medida en que el concurso iba avanzando le fue permitiendo el uso de los instrumentos y cuando iba a las clasificaciones  de la semifinal, le regaló una hermosa guitarra profesional de color azul, que ella apretó en sus brazos y que en la siguiente función exhibió en plena ejecución. La facilidad con que lo hace, deja saber que es un genio de la música. Hasta ahora ha compuesto, con letra y música, quince canciones. En el certamen no cantó ninguna de ellas, pero se hizo valer con esas notas de viejas melodías que en alguna ocasión alguien ha cantado en silencio.

“Si vieras,

yo como te recuerdo….” 

apareció María Liz en el escenario cantando la noche de la final. No iba a ser fácil. A este punto del concurso llegó con dos niños, los mejores, sin duda, Josué Salazar Garc,iña del Rey»mbiar para no estar en los polvorientas calle de «a a triunfar en los escenarios del mundo y alguna vez la dituaci,ía, con un bello tono de voz, un gran carisma presencia escénica y arreglos propios de las canciones que interpretó y Brayan David Ahumada, con presencia, porte, expresiones de artista consagrado y un potente chorro de voz, modulado en la necesidad de cada canción. Eran los tres mejores del concurso. El público votaba desde la noche anterior y a las 8:45 se cerraron las votaciones, que sin dar porce ntajes, por respeto a los niños, al final dieron como ganadora a María Liz, que se puso feliz, pero en ningún momento se descompuso y tomó la determinación, como si se tratase de algo que estaba esperando, de algo que tenía su lógica propia. Como que lo estuviera esperando. Ese día nos hizo saber que tocaba muy bien ese acordeón mixto que su padre con tantos esfuerzos le había regalado, era como parte integral de su propia anatomía. Lo hizo de manera natural. Precisa. La canción “El tiempo pasa”, de Lucía Campillo, que hizo famosa el charro mexicano Antonio Aguilar hace muchos años. María Liz la hizo oír como si fuera un estreno de ahora. Su segunda presentación en esa noche fue en dúo con su entrenadora, e hicieron la canción “El solo no regresa”, que sonó como si se tratara de un conjunto vocal formado hace muchos años y fogueado en muchos escenarios.

En el pasillo  de espera, su padre José y su madre, esperaban angustiados el resultado. Cuando supieron que María Liz era la ganadora, José cayó de rodillas, clavó su cabeza en el piso y luego levantó la cara hacia el infinito dando gracias a seres en los que seguramente confía. La modista, maquilladora, preparadora de escena, su madre, lució un poco más tranquilla, seguramente con la convicción de saber desde siempre que su hija es una gran artista, que va a triunfar en los escenarios del mundo y alguna vez la situación les va a cambiar para no estar en los polvorientas calle de “Viña del Rey”, que no van a olvidar y cuyos niños ahora, con mayor fuerza, María Liz va a seguir ayudando, sin esperar nada a cambio, sólo que sus amiguitos no se vayan a hacer nada a la calle.