2 de diciembre de 2023

VOLVER

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
27 de agosto de 2021
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
27 de agosto de 2021

Todos estábamos lejos. Aunque ninguno se había ido, porque se trataba era de permanecer en casa, sin exponerse. La orden era y sigue siendo sobrevivir. No vivir. Vivir es otra cosa. Vivir es lo que hicimos hasta ese 25 de marzo de 2020 cuando oficialmente se reconoció en Colombia la existencia de la pandemia, graduaron de inútiles a todas las personas mayores de 70 años y dijeron que en adelante los iban a cuidar, para que no se murieran de primero. La expansión a nivel mundial de un virus del que se habla tanto, como que todos se piensan autoridad en la materia, pero sin que nadie esté en capacidad de verificar sus dichos, pues en resumen se trata es de hablar de lo que todos hablan y nadie sabe, ni mucho menos conoce. La razón común es que se originó en China y que se fue regando a enormes velocidades por todo el mundo. Y nadie puede escapar a los efectos terribles de una dolencia que aún no se sabe como tratarla, porque se desconoce su origen. De lo que no se sabe su causalidad, bien difícil, por no decir imposible, resulta tratar.

Y nos dijeron: todos para la casa. Y cada uno en su habitación, sin contacto con los demás, porque los más cercanos también lo pueden contagiar. Nada de salir a la calle. Todos en casa. Sin abrazos, sin besos, sin tocamientos de ninguna naturaleza. Hay que parar los afectos. Hay que detener las demostraciones de cariño, amor, amistad, atracción. Todo mundo quieto en lo suyo.

Y lo dijeron de un momento a otro. Nos cambiaron la forma de vivir sin previo aviso y lo peor, sin habernos preparado para ello, a pesar de que siempre nos prepararon para ser cercanos, amables, tolerantes, comprensivos, cercanos.  Analfabetos en materia de ausencias emocionales, nos dijeron que dejáramos de ser lo que habíamos sido por siempre y que fuésemos lo más lejanos que pudiéramos.

Y cerraron los bares. Y cerraron los restaurantes. Y acabaron con el servicio de transporte público. Y dejaron las calles en una inmensa soledad  bien parecida a la posterioridad de la guerra. Los solitarios que en la calle podían encontrar esas compañías indefinidas de nadie, basta con la presencia insustancial de todo el mundo, se quedaron más solos que nunca.

Y los que no tenían casa, supieron que en adelante  el frío sería mayor por la ausencia de movimientos de las demás personas y de las acciones que de alguna manera mueven el mundo.

Y cerraron las salas de cine, de teatro, los circos, prohibieron los conciertos, las competencias deportivas, los encuentros de cualquier naturaleza.

Y a los estudiantes los mandaron para la casa, a estudiar mediante el uso de sistemas virtuales. Se supuso, en un país que grandes atrasos tecnológicos, que todos tenían  equipos de cómputo, servicio de internet y facilidad de espacios en los que se les permitiera concentrarse. Los alumnos se habían matriculado y pagado por servicios educativos presenciales y se los volvieron a distancia, con unos docentes que tampoco estaban preparados para atender  sus clases  sin tener al frente a quienes se supone quieren aprender. Y para controlar  que los estudios tuvieran continuidad, le pidieron a los docentes que en todos los casos llamaran a lista y verificaron la asistencia. La primera advertencia de los ingenieros de sistemas y programadores, fue que cuando se tratara de reuniones de mucha gente en la red, se ordenara a todos los participantes apagar micrófonos y cámaras y de esa manera permitir  la fluidez de quien enseñaba. Para responder a lista bastaba encender momentáneamente el micrófono y responder. Mientras el equipo mantuviese el contacto con la reunión, se suponía que  estaba presente. Los estudiantes escuchaban, callaban y al final de cada período se daba por cumplida la exigencia. ¿Nivel de aprendizaje? Nulo. Pero se cantó la victoria de que no se perdió la continuidad de los estudios de nadie.

A las madres empleadas, les dieron la orden de trabajar desde casa. Y en el mejor de los casos en cada hogar puede haber un equipo de cómputo. Vino, entonces, la disyuntiva: se da prioridad a la clase de los hijos o al trabajo de la madre o del padre. La disputa no fue fácil de solucionar. Aun está por conocerse la solución que tales conflictos recibieron, si es que la recibieron.

Y los padres volvieron a cursar estudios básicos y secundarios, tuvieron que prestar atención a esas clases de una persona que se oía y leyendo unas diapositivas informativas, tomar nota de las tareas escolares y luego sentarse a hacerlas, para que el hijo las pudiera enviar  adecuada por la red. Muchos padres repitiendo estudios superados de tiempo atrás y pagando altas mensualidades escolares para que ellos mismos fueran quienes terminaran dando la clase.

Fueron varios meses en los que el aislamiento fue total y los pedidos a domicilio de alguna manera vinieron a darle soluciones a necesidades urgentes. Pero fue mucha la gente que se quedó sin trabajo, porque lo que hacen demanda su presencia, como el caso de quienes laboran en el deporte o son odontólogos -para poner sólo dos ejemplos- y su ausencia de la labor, se tradujo en ausencia total de ingresos. La economía en general recibió un frenazo brusco que echó por tierra pequeños y grandes negocios, acrecentando el ya tradicional alto índice de desempleo que tenemos en nuestro país. Las autoridades le dieron prelación a la vida, con el cuidado extremo de la salud, pero se olvidaron de que los medios de producción son fundamentales para todos los seres humanos, porque en la medida de la disposición de recursos, podrá atender sus urgencias básicas, como son alimentarse y reposar, actividades que requieren de recursos económicos, como que nadie las regala.

Los controles y las vigilancias sobre los mercados se fueron al piso y  por ejemplo, los medicamentos para cualquier cosa, se triplicaron en su valor, incluso los llamados genéricos. Y en esos niveles se quedaron y se van a quedar porque no ha habido intervención de autoridad de ninguna naturaleza. Las droguerías y farmacias nunca habían hecho tanta plata, abusando de los precios al consumidor.

Se trata de un sector del comercio privado, que para ello, si es que necesitaron justificación, se basaron en lo que hicieron las empresas de prestación de servicios públicos, como energía, acueducto, alcantarillado, recolección de basuras, que no se sonrojaron en  lo más mínimo para triplicar la facturación, sin justificación alguna, sin explicación ante nadie, en la seguridad de que esos abusos se van a quedar impunes. Esas empresas, sin reajustar tarifas, sin mejorar servicios, sin aumentar usuarios, vieron la manera de solventar sus constantes déficits por malas administraciones, con ese aumento inusitado que todo el mundo ha detectado, pero frente a lo que las autoridades de control no han hecho absolutamente nada.

La gente se quedó sin trabajo, sin medios de producción, pero deben seguir viviendo con precios, de todo, triplicados, porque la crisis ha sido el escenario sustancial de los especuladores de siempre, que no desaprovechan ocasión para ver mejoras en los negocios, como el que acude a vender helados en un derrumbe, a pleno sol, donde no haya nada que tomar. Y por supuesto, los vende a lo que le da la gana.

Todos han percibido que les cuidan la vida, pero no les protegen la existencia. Parece como si fuera suficiente que no se mueran. Estar vivo sin tener con qué hacerlo, es ultrajante a la dignidad humana.

El mundo se preocupó por encontrar al menos una prevención frente al virus, por lo que por primera vez en la historia, se trabajó en muchos laboratorios farmacéuticos -ahí estaba también la oportunidad del gran negocio- en la elaboración de la vacuna, hasta que a finales del año 2020 comenzaron a aplicarla y le dieron prioridad a los viejitos que no se alcanzó a llevar  el virus, hasta lograr niveles  más o menos satisfactorios de protección, lo que ha permitido que poco a poco se reabra la economía, en el entendimiento que el virus  de pronto nos mata a todos si nos contagiamos, pero el hambre no requiere de contagiar a nadie, basta con que se convierta en realidad y de ahí en adelante llegaran todas las muertes habidas y por haber.

Con el proceso de vacunación en marcha se entendió que había la necesidad de comenzar al regreso de los medios de producción, para lo cual se hace indispensable el retorno de la gente a lo que hace, porque es el ser humano el que mueve al mundo, no las máquinas que siempre van a necesitar del pensamiento y del razonamiento humano para que sean eficientes y eficaces.

Poco a poco vamos volviendo a ser normales. A estar en los trabajos, en las oficinas, a ir de un lado a otro, a saludar nuevamente, aunque sea de lejos, o con un golpe de puños cerrados que no transmite el menor asomo de afecto, como que en ello las personas no se perciben.

Y hemos podido volver, poco a poco, a los restaurantes, a los bares, con muchas medidas de precaución y sin dejar de usar el incómodo y anti estético tapabocas que entraba las palabras y no pocas veces empaña las gafas, de quienes las necesitan.

Poco a poco el comercio ha retornado  a las ventas, con grandes dificultades, Con menos personal. Con muchas pérdidas. Con ausencia de ventajas para el cliente. Con la puerta cerrada para controlar el número de personas que pueden estar dentro. El denominado aforo.

Es un volver incómodo, pero al fin y al cabo es un volver. Entre estar encerrados y volver con todas las restricciones -necesarias por demás- que se imponen, es mejor la incomodidad de retornar a la vida  en condiciones distintas a las que hemos tenido desde siempre. Volvemos de manera distinta, pero estamos volviendo.

Volver a ver espectadores en los estadios, en las canchas de tenis, en las carreras de ciclismo, en las presentaciones culturales. Volver a saber que seguimos siendo humanos y que nos gusta el contacto con la gente. Volver a tener el gusto de ver a los amigos de siempre, aquellos con quienes fácilmente destapamos una botella de licor, no para beber por beber, sino para compartir, para hablar de tantas cosas, de las muchas que ya hemos hablado y de las que se nos han quedado por hablar. Es que la amistad no conoce fronteras en las palabras, en los conceptos y mucho menos en los afectos. Es grato volver a ver a Mario, a Augusto León, a tantos seres humanos que nos enseñan y permiten el intercambio de lo más humano: la palabra.

De izquierda a derecha, Mario de la Calle, Víctor Hugo Vallejo y Augusto León Restrepo, en la ciudad de Cali.

Ya es posible compartir un café con los amigos, razón de ser de muchas vidas, como que son los únicos que no se van, aunque estén en la distancia. Tomarse una copa de licor en un sitio público, con una buena charla o acompañado de sonidos de melodías  que se han llevado en el gusto por siempre.

Volver siempre será placentero, aunque no se haga en las mejores condiciones, o en las mismas que se tenían cuando se inició la ausencia.

No es lo mismo ver una gran película en la pantalla de un televisor -por grande que este sea- mediante el uso de servicios de plataforma, que estar en las bellas, cómodas, sonoras salas modernas, a donde hemos retornado con todos los distanciamientos necesarios, pero gozando de una de las grandes creaciones del ser humano, como es el cine, parte esencial de la cultura desde cuando fue inventado.

Volver genera el gusto de saber que no todos se murieron. Volver es saber que se está vivo aún. Aunque también es la oportunidad para que los amigos nos informen de los amigos que si se murieron porque no aguantaron las dolencias de un virus del que se sigue sin saber gran cosa.

Y volver significa que el hambre no será causa de la muerte general, porque en la medida en que podamos poner en marcha el aparato productivo, habrá supervivencia.

Tantos males, tantas graves enfermedades han aquejado al mundo a través de la historia. En todos los casos se han tomado medidas de prevención, pero nunca se había ordenado parar el mundo, como se hizo en esta ocasión.

La vida del ser humano no puede ser detenida de un momento a otro, porque como bien lo dijera Manuel Benítez, El Cordobés, cuando se hacía matador de toros y se arrimaba hasta el terror a las astas de los toros, provocando gritos de histeria herida en los espectadores, que le pedían no arriesgarse tanto: “Pero es que más cornadas da el hambre”, como bien lo contara Dominique Lapierre, en su biografía “O llevarás luto por mi”.

Vamos volviendo lentamente   y eso se saluda con júbilo, con la petición de seguirnos cuidando, pero no volver a detenernos, porque sobrevivir no es lo mismo que vivir.