29 de marzo de 2024

Aranzazu, el pueblo de los sueños

27 de julio de 2021
Por José Miguel Alzate
Por José Miguel Alzate
27 de julio de 2021


El siguiente es el texto de una crónica visual que sobre Aranzazu transmitió hace varios años el Canal Regional Telecafé en el programa TV-A en Casa..

Es madrugada. La mañana despierta en el horizonte con su traje escarlata. La luna apenas se ha ocultado, y deja sobre el sendero el aroma de una noche enamorada. El sol acaba de levantarse, y riega sobre el verde intenso de las montañas la magia de su luz. El cielo incendiado del amanecer exhibe el brocado de unas nubes pasajeras, y sobre el campo se divisan los palos de café que se agarran sobre las laderas. Le hacen sombra unas plataneras cargadas con el fruto ya maduro de sus desvelos. El viento peina la cabellera de los naranjos que se divisan a lo lejos. Mientras tanto, las garzas emprenden el vuelo desde su morada en el copo de un alto pomarroso. Este es el paisaje que el viajero contempla cuando desciende de La Guaira, o cuando mira hacia el lecho espumoso del rio Chambery, o cuando en la madrugada eleva la mirada al horizonte para observar un cielo límpido hasta el último confín.

Desde el filo de una cumbre brumosa se divisa, en la distancia, un pueblo. Parece la postal de una aldea bucólica que duerme todavía arrullada por el susurro del viento. Es Aranzazu, el pueblo de los sueños. El mismo poblado que en los tiempos de la conquista fuera habitado por las tribus Picaras, los aborígenes que encontró el Mariscal Robledo cuando recorrió estas tierras en los tiempos de la conquista. Con sus costumbres arcaicas, cubiertos sus cuerpos con taparrabos, practicando a veces la antropofagia, vivían en pequeñas chozas cubiertas con palmicho, levantadas a la orilla de los ríos, sostenidas apenas por frágiles guaduas.  Pero no quedaron vestigios mayores de su cultura.

Observado desde el alto de San Antonio, o desde una ligera colina cerca de La Guaira, Aranzazu es un poblado apacible que duerme sus sueños de grandeza arrullado apenas por el rumor de una quebrada que corre débil por entre peñascos oscuros. Sobre los tejados bermejos las palomas descansan, mientras miran asombradas el azul del cielo. Y sobre las cuerdas de la luz los pájaros entonan su canción de vida. Las calles se divisan como líneas grises extendidas sobre un mapa dibujado por la mano de un artista con los colores del ensueño. La cúpula de la iglesia sobresale entre construcciones sencillas que muestran el encanto de la arquitectura antioqueña, expresándole su gratitud a la guadua.

Calle Real de Aranzazu

Al caminar por sus calles, al sentir la frescura del aire golpeando en la cara, al mirar los balcones adornados de siemprevivas y azucenas, al percibir el aliento de su naturaleza en flor se siente el aroma campesino que recuerda a aquellos patriarcas que hace 150 años, machete en mano, se aventuraron por senderos inhóspitos para fundar un pueblo. Fueron los adalides de la colonización antioqueña quienes hicieron posible que floreciera el milagro de la vida en unos terrenos que entonces estaban olvidados. Con carriel de nutria colgado al hombro, machete al cinto, enfrentándose a la montaña, abriendo caminos con sus manos callosas, arreando mulas cansadas, los colonizadores dieron los primeros golpes de hacha sobre la tierra para dar comienzo a la gesta fundadora, que se hizo realidad el 9 de noviembre de 1853. Ese día fue fundado Aranzazu.

La iglesia es el símbolo de la fe religiosa de este pueblo que ha dado a la vida eclesiástica más de 120 sacerdotes. Un arzobispo, Monseñor Diego María Gómez Tamayo, y un Obispo, Monseñor José Luis Serna Alzate, son los paradigmas de una raza orgullosa de sus ancestros, que heredó de sus primeros pobladores el ejemplo de sus virtudes cristianas. El altar mayor, que se levanta majestuoso al fondo del templo, simboliza la tradición de una comunidad que conserva las creencias que le inculcaron los abuelos. No es la misma iglesia donde rezaron los antepasados, ni tiene las mismas puertas de madera, ni el mismo frontis circular. Pero es el templo sagrado desde donde se elevan al cielo las plegarias.

El parque principal es un espacio para el descanso. La estatua del Libertador Simón Bolívar se yergue sobre un pedestal como observando lo que sucede a su alrededor. En las bancas de cemento los ancianos se sientan en las tardes soleadas a rumiar su nostalgia por los tiempos idos. En sus rostros ajados por el paso inclemente de los años se adivina una mirada donde duermen todas las auroras. El mural, obra del pintor Rubén Darío Ocampo, es una síntesis artística de la historia de un pueblo que dejó atrás la época de la arriería para vivir un presente maravilloso, donde las carreteras están pavimentadas y las trochas olvidaron el fango para convertirse en vías carreteables. En otros tiempos, por caminos de herradura llegaban hasta la plaza las recuas de mulas cargadas con bultos de café.

La Fiesta de la Cabuya es una oportunidad para el reencuentro. Durante esos días llegan los hijos ausentes para reencontrarse con su pasado, para buscar sus raíces, para identificarse de nuevo con el espacio de la infancia. No obstante que la cabuya dejó de ser el negocio rentable que fue en otros tiempos, todavía se conserva la tradición de su cultivo. Funciona, incluso, la empresa Empaques de Aranzazu, que elabora costales. También existen personas que ejercen la artesanía con el producto. Y hasta se hacen vestidos adornados con este material, que se exhiben durante las festividades. La cabuya es el producto emblema de la raza. Con ella se tejen los sueños de los campesinos cuando toman en sus manos los costales para empacar los productos del campo.

Por la calle principal la gente deambula enhebrando el hilo de sus recuerdos. Matronas que asisten a misa todos los días, niñas en la flor de la juventud que inspiran dulces besos, jóvenes que cruzan llevando en la mente el frágil navío de los deseos, ancianos venerables cansados de haber hurgado la tierra con sus manos, mujeres hermosas que exhiben su mejor sonrisa como regalándosela al viento, todos cruzan por estas calles que están llenas de música, de ausencias y de regresos. Su destino es la esperanza, que está prendida del árbol de los sueños. Estas calles fueron testigo mudo de historias de amor escritas con la brasa quemante de los besos.

Aranzazu se ha caracterizado por contar con una buena dirigencia cívica. En todos los tiempos, hombres entregados a las causas nobles, que no esperan nada a cambio, preocupados solamente por el progreso material del pueblo, trabajan desinteresadamente por sacar adelante obras de interés colectivo. En años anteriores la actividad cívica fue liderada por hombres como Manuel Gutiérrez Robledo, Evelio Pérez Soto, José Luis Ramírez Arcila, Helí Soto Giraldo, Tomás Botero Peláez y Aníbal Salazar Soto. Hoy las banderas del civismo están en manos de una generación que entiende su compromiso con el espacio de la infancia como una oportunidad de servicio a la comunidad, buscando su bienestar.

Aranzazu es la tierra del músico Juan Crisóstomo Osorio, del escritor César Montoya Ocampo y del poeta Javier Arias Ramírez. Este último le cantó así a su pueblo natal: «Transito por tu piel con pies de amante que te siembran caricias con sus pasos en largos recorridos de emociones. Y voy como midiendo con mis ojos la telúrica forma de tu cuerpo en un mirar que se transforma en besos». Montoya Ocampo, por su parte, escribió alguna vez: «Aranzazu era un modesto riachuelo de gente elemental. Sus dirigentes caminaban bamboleándose, rigurosamente vestidos de color oscuro. La beatería siembra el parque de cuerpos oscuros todas las madrugadas, en un desfile piadoso hacia la iglesia».

En el hogar Santa Catalina reciben atención un buen numero ancianos. Son seres humanos que solo entienden el lenguaje de la ternura. En sus miradas apagadas, casi sin luz interior, se adivina la nostalgia. Todos los días salen al pequeño corredor del antejardín para mirar los cisnes que nadan silenciosos en un pequeño lago artificial. La esperanza se advierte en esa sonrisa que asoma en los labios. Las manos temblorosas, los rostros quemados por el sol, la voz quebrada por el peso de los años son síntoma claro de que han perdido la energía de otros tiempos. Hoy su vitalidad no es la misma. Esos ancianos son la imagen de hombres y mujeres humildes que en sus mejores tiempos aportaron su capacidad de trabajo  para hacer de Aranzazu el pueblo de sus sueños.