1 de diciembre de 2023

Abandonos

Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
16 de abril de 2021
Por Víctor Hugo Vallejo
Por Víctor Hugo Vallejo
Periodista, abogado, Magíster en ciencia política, Magíster en derecho público, escritor, historiador y docente universitario.
16 de abril de 2021

Para el grupo BCG

Los días eran lentos, muy lentos, demasiado lentos, tan lentos que parecían estancados en el tiempo, como si el reloj se hubiese detenido en un horario que podía ser cualquiera, al fin y al cabo no estaban interesados en ninguna hora en especial, como que del tiempo apenas les quedaban los conceptos de claridad y oscuridad, siendo la primera para estar de pie, o sentados, o con las ventanas abiertas y la segunda para entregarse en manos del sueño, con ausencia completa de sueños, como que ya no los tenían, se les habían agotado, se los habían gastado todos.

La vida seguía y parecía que se prolongaría por mucho más, aunque a ninguno le interesara cuanto. Tenían más tiempo, pero no contaban con vida, pues estar allí en ese medio limitado, aún con las comodidades, el buen trato y las atenciones de quienes estaban a cargo de su cuidado, terminaba por ser una manera de seguir respirando, estar limpios, divertirse con esas cosas elementales que les proponían o que ellos mismos se procuraban, en lo que un paseo por los amplios y hermosos corredores podía ser casi una fiesta.

Muchos de ellos ya carecían de la movilidad autónoma, por lo que dependían de quien les ayudara a ir de un lado para otro, aunque fueran muy pequeñas distancias. Tenían que contar con ayuda para sentarse, para ponerse de pie, para acostarse, para comer. Miraban con mucha atención a todos los que los rodeaban y sonreían sin mayores significados. Algunos hablaban casi en susurros o con las letras y los vocablos enredados en sus labios, sin mayor compresión de parte de quien los oyera. Querían comunicar algo, lo hacían, pero no había ninguna posibilidad de recepción del mensaje por la ausencia de compresión de las expresiones verbales.

Entre ellos eran amigos. Pocos sabían quienes eran. Eran compañías de rutina, de pasos lentos, tan lentos como el tiempo. Miraban hacia arriba, buscando cualquier cosa. Lo que vieran era como si lo hicieran por primera vez, a manera de descubrimiento. Como si el mundo se los estuvieran inventando cada día. Dormían con un poco de luz, para que el personal de paramédicos pudiera tenerlos a la vista, en esas rondas nocturnas en que detallaban que estuviesen abrigados y que ninguno de ellos fuese a estar aquejado de dolencia alguna. Despertaban cuando el sol aún se negaba a salir. Miraban hacia sus pequeños altares domésticos en los que aparecían santos de caras tristes y feos diseños, a los que les rezaban en solicitud de cualquier cosa. Muchos de ellos les tenían a esos altares pequeñas luces eléctricas, muy tenues, que le rendían el homenaje del fuego simulado a sus creencias. No se sabía lo que pedían, pues todos lo hacían en silencio y como actos completamente individuales. Algunos de ellos tenían esos altares artesanales, pero nunca se detenían a mirarlos. Parecía que les fueran ajenos, que era el producto de alguien que lo había hecho por ellos, que no fuera su iniciativa.

Ninguno de ellos estaba en ese lugar de manera gratuita. Alguien los había llevado allí y debía responder por el pago de una pensión mensual, que se supone no era baja en su monto. Alguna vez la hija de doña Inés tuvo la sensación de que a su madre, en ese lugar, la maltrataban, le robaban sus cosas, le hacían daño. Contrató una agencia privada de detectives y les puso la misión de averiguar el asunto. La oficina pensó varias veces de como acceder a esa información de la manera más confiable y para poder garantizarle resultados serios a la cliente, montaron todo un plan de espionaje, con los costos y dificultades que ello representaba. El problema no era de costos. La cuestión era saber exactamente cuales eran las condiciones en que vivían en ese hogar de tercera edad su madre, Inés, por quien pagaba una cara pensión, pero a quien nunca le quedaba tiempo de ir a ver, ni mucho menos de indagar en forma constante de su existencia. Quería tener la conciencia tranquila. Y si contratar un plan de espionaje era el camino, no lo dudó.

Llama poderosamente la atención el aviso clasificado, destacado en grandes caracteres, en el diario de mayor circulación, en el que se solicitan personas que quieran trabajar y cuyo requisito es que tengan una edad entre 80 y 90 años. Podía lucir como una tomadura de pelo. Pero era en serio. Y más un hombre de edad, ya cansando de haberse gastado más de ochenta de vida, leyeron el anuncio, llamaron y pidieron la cita. Poco a poco van desfilando por esa extraña oficina cuyas paredes están llenas de fotos, de mapas, de direcciones, de tarjetas, de letreros de cualquier cosa, a manera de brújula de orientación de quien seguramente fue colocando cada uno de esos objetos en las paredes.

Los seleccionados van desfilando poco a poco. Atienden la entrevista, en la que básicamente comprueban su lucidez mental, su capacidad visual, su posibilidad de audición, sus movimientos corporales autónomos y les piden que tengan un mínimo manejo de las más modernas tecnologías, especialmente de las posibilidades infinitas de manejo de un celular de alta gama, que les permitiera una comunicación en tiempo real con quien los iba a contratar. Solamente necesitaban uno. Hubo tres seleccionados y quien mostró menos dificultades (que no conocimiento) en el manejo del celular, permaneció en el resto de la entrevista y en las sesiones de preparación para la misión que debía atender.

Con 83 años, Sergio fue el escogido. Estaba lúcido, oía muy b bien, veía muy bien, aunque con anteojos permanentes, de grueso marco de pasta. Hablaba claro y se distinguía por ser un buen conversador. Fue contratado. Cuando le indicaron que la tarea consistía en infiltrarse en un hogar de tercera edad, con el fin de establecer el tratamiento que recibía la señora Inés, de quien le mostraron una vieja foto, que en modo alguno podía coincidir con la imagen física que esa señora pudiese tener en ese momento. Le dieron más indicaciones de como localizarla. Y durante varias sesiones, pacientes, interminables, de constancia de ambas partes, le enseñaron a manejar un celular, a enviar mensajes de texto, a remitir fotos, a grabar mensajes de voz, a comunicarse en clave etc.

Cuando la agencia se entera de que Sergio no es una persona sola y que por tanto no dispone por si mismo de su vida, deben contactar a su hija, con quien vive, junto con su yerno y sus dos nietas. La hija se muestra reacia. Sergio le insiste y le dice que será un trabajo temporal, que la causa es noble y que le gustaría ayudar a esa señora Inés, que además le da gusto sentirse útil aún. Logra convencer a la hija. Y deciden la fecha y la hora del ingreso de Sergio, como paciente, al hogar de cuidado de personas adultas. Lo acompañan a la inscripción y la instalación en una cómoda habitación, hacen entrega formal de la persona del paciente y de su equipaje, para que la institución sepa que recibe y que debe devolver. La directora del centro se complace en darle la bienvenida a Sergio y en la medida en que va teniendo contacto con él, se da cuenta que se trata de un paciente con el que no va a tener mayores dificultades, pues un hombre de 83 años, en sus condiciones físicas y mentales podría, incluso, ser de ayuda para otros pacientes que han llegado a ser incapaces de muchas cosas.

Sergio sabe que es un espía. Todo lo observa con detenimiento y en una pequeña libreta va tomando nota de todo lo que ve, lo que oye, lo que vive. Y en la noche, cuando llega a la soledad de su habitación, toma un cuaderno de mayor tamaño y comienza a redactar una especie de informes diarios que quiso escanear para enviar, en una linda letra script, pero no lo logra, por lo que opta por otra herramienta que le ofrece su celular y es que graba sus textos y los envía como mensaje de voz. Cada día hace llegar a la agencia el correspondiente informe de lo que va sabiendo y conociendo en ese hogar, que ahora es el suyo.

Las primeras semanas de su estancia en ese hogar, se las gasta Sergio tratando de establecer donde se encuentra la señora Inés, a quien no ha podido ver y por quien no se atreve a preguntar al personal de trabajadores, para no delatarse. Va habitación por habitación, mirando las placas de identificación que hay en cada una de ellas, que se encuentran cubiertas con pequeños y delicados adornos decorativos. Hasta que un día canta victoria y la encuentra en la habitación 17. Ya es de noche. La señora Inés duerme. No puede hablar con ella. Comunica el hallazgo a la agencia y les hace saber que al día siguiente hablará con la señora Inés para darse cuenta de su estado de salud y bienestar. No quiso interrumpir su sueño, para no faltarle al respeto, porque por encima de todo Sergio es un caballero.

A la hora del desayuno indaga en que mesa se sienta la señora Inés y le informan que no lo hace, que a ella le llevan el desayuno a la habitación, que poco, muy poco se levanta de su cama. Un poco más tarde va hasta la habitación 17 y conoce personalmente a la señora Inés, trata de hablar con ella, pero es de pocas, muy pocas palabras y además no mantiene ganas de hablar con nadie. Lo atiende unos pocos minutos y Sergio se entera que ella está bien, que es bien tratada, pero deja la sensación de que hace rato se le acabaron las ganas de vivir.

Permanece durante varias semanas en el hogar y hace relaciones con muchas de esas personas, e incluso una de ellas, quien se arregla muy bien, se maquilla, se peina coquetamente y se mantiene en forma, piensa que ella le gusta a Sergio y cree que algún día será su novio, e incluso llegar a elaborar sueños en el aire de casarse alguna vez vestida de blanco. Sergio le parece una muy buena persona y además un excelente interlocutor, con quien tiene varias ocasiones de intercambiar opiniones lúcidas y coherentes.

Estando allí llega el día del cumpleaños 84 de Sergio y sin que él se lo esperase su familia en pleno, hija, yerno y nietas, acuden a celebrarle con adornos, confetis, serpentinas, un gran pastel para que comparta con todos y muchas velas de pólvora blanca que se prende a la vez. Las mujeres del hogar aprovechan la ocasión para organizar una especie de reinado masculino para escoger el hombre más simpático del hogar, que necesariamente recae en la persona del espía, a quien le colocan corona de cartón pintado de amarillo oro y organizan baile en el que él es el parejo de todas.

Se presenta un grupo musical que deja escuchar las canciones de José Luis Perales, que casi todos se las saben y las corean desafinadamente, por lo que terminan compartiendo con ese “Te quiero, como la tierra al sol….”, que suena completamente diferente en su significancia de lo que se propuso el autor, como tema de enamoramiento. Perales suena de otra manera en esa especie de serenata en vivo a todos los residentes de ese bello hogar de personas que son transeúntes entre los últimos días de la vida y la muerte, que puede llegar en cualquier momento.

Llega el momento en que Sergio considera que ha cumplido con la tarea encomendada por la agencia de investigaciones que lo contrató y solicita que se tramite su salida de allí, pues extraña demasiado a sus n nietas y a su hija y quiere estar nuevamente en su casa, en su ambiente, porque al rendir el informe final da cuenta de que en ese centro no hay maltratos, no hay ultrajes, no hay agresiones, no hay nada que pueda calificarse de negativo o que pueda llegar a ser motivo de preocupación para los familiares que los llevaron allí para que estuvieran en manos de especialistas, los gerontólogos, una especie de apóstoles de servicio a quienes ya se les va acabando la vida y procuran que lo hagan de la mejor manera, sin renegar de su vejez y tratando de que hagan útiles los minutos y las horas.

Sergio es claro: no ha encontrado nada dañino en ese hogar, ni con Inés, ni con nadie, pero que si ha encontrado algo muy grave, muy malo, muy negativo en las familias de esas personas que los dejan allí y poco o nada se vuelven a acordar de ellos. Consideran que cubrir de manera puntual la obligación del pago de la pensión es suficiente para mantener la conciencia tranquila. Sergio es contundente: el problema de estas personas no es de que sean objeto de daños o malos tratos, es de soledad, de abandono, de olvido. Y ese olvido se los está llevando poco a poco, sin que ninguno se de cuenta, aunque unos pocos son conscientes de ello y no pocas veces reclaman.

La familia llega un día por Sergio y todos se despiden de él, con tristeza, pero sin que nadie suelte una lágrima, porque parece que a todos se les agotaron. Sale con su liviana maleta arrastrada con rodachinas y camina lentamente por el andén, mientras desde el balcón varias de las damas le dicen adiós con su mano derecha levantada. Sergio agacha la cabeza y avanza. No quiere mirar atrás, necesita a su familia y hacia ella se dirige.

En hora y media de proyección de la película el espectador se confunde y no sabe si asiste a una ficción o a un testimonio. El propósito de la cinta es documental, al y al fin y al cabo es el producto del trabajo de la cineasta, guionista, directora y productora chilena Maite Alberdi, nacida en Santiago, en 1983, y quien estrenó el filme el año anterior y en este ha logrado que la plataforma Netflix la ubique en su cartelera de estrenos, con una excelente acogida y calificaciones del público, aunque al verla deja la sensación de la ficción.

Son 90 minutos de una película que va pasando lentamente, pero que en ningún momento permite que se pierda la atención de lo que se ve, de lo que se oye, de lo que se siente. El tema podría tender a la monotonía y eso nunca sucede. Mantiene los cinco sentidos puestos en la pantalla, como en cualquier cinta de espías, en las que se espera conocer un poco más de la situación para ir armando el rompecabezas de lo que se pretende averiguar. No es mucho lo que se puede averiguar. No hay gran cosa que averiguar. Cuando la normalidad lo adorna todo, se acaban las sorpresas, pero en la medida en que se va estableciendo, como llegará a hacerlp Sergio, ese olvido y esa soledad de todos esos habitantes llenos de cabellos plateados y miradas perdidas en la distancia, es imposible sustraerse de ese ambiente que se va reflejando y en el se encuentra la amenaza de siempre: el abandono de los viejos, aunque sea en camas de lujo.

Alberdi es comunicadora social de la Pontificia Universidad Católica de Chile, con énfasis en medios audiovisuales, en los que ha realizado numerosos trabajos, todos de gran aceptación entre el público. Se ha especializado en documentales y de ello dan cuenta sus cintas: La Once, de 2014, Los Niños, de 2016, El Salvavidas, de 2011, Yo No soy de aquí, de 2016, Vida sexual de las plantas, de 2015, Propaganda de 2014 y El agente Topo, que es de la que se ocupa esta nota, candidata a los Premios Goya y a los Premios Oscar. Es miembro de la Academia de ciencias cinematográficas de Estados Unidos desde el año 2018.

Si bien es cierto la cinta se ocupa de situaciones reales, es una producción eminentemente cinematográfica en la que actúan actores naturales como Sergio Chammy, Rómulo Altken, Berta Ureta, Petronila Abarca, Marta Álvarez, Sonia González. Ya la cineasta chilena ha sido ganadora del Festival de San Sebastián y con El Espía Topo apuesta duro a ser ganadora de la sección de documentales extranjeros en la versión de los Premios Oscar de este año.

Sergio salió caminando hacia su casa, lentamente, tan lentamente como el paso del tiempo en ese hogar en que los días no conducen a ninguna parte distinta a la noche.