28 de marzo de 2024

La edad del desconsuelo (Sexto Piso) de Jane Smiley.-

20 de febrero de 2021
20 de febrero de 2021

Apuntes, d.j.a.

En una versión apócrifa del Quijote –una que componíamos un amigo mío y yo para matar el tedio de una carretera– razonaba así el Caballero de la Triste Figura: “me dicen que soy un loco porque estoy enamorado de una mujer que no existe; pero más loca está ella, que por no existir se pierde todo lo que yo la amo”.

Este ejemplo que metafisiquea con el amor tal vez está en el extremo opuesto a esos amores de suburbio de ciudad norteamericana, amores trabajosamente construidos alrededor de una casa, un oficio, unos hijos, varias hipotecas y tantas horas de trabajo que ellas solas agotan toda disponibilidad de tiempo. Hay de todo, hasta mentiras compartidas; lo único que no hay es tiempo. Más allá, o más acá, en otra dimensión más heroica, más desgarradora, más épica o más operática, están los amores de don Quijote o los de Penélope.

Más tangibles, más antipoéticos, son los amores de Dave, dentista casado con Dana, también dentista. Amigos desde casi niños, compañeros de universidad, ahora socios en su próspera clínica dental y socios en un matrimonio en el que hay tres hijas –siete, cinco y dos años– absolutamente adorables, según cuenta Dave, que es el narrador de la historia, y esto es muy importante porque le lleva la contraria a la tradición narrativa de los últimos siglos: la voz con que hablan, por ejemplo, Emma Bovary o María, están escritas por un señor, no por una señora. Y esta novela, La edad del desconsuelo, en la que un varón cuenta su propia historia de amor, fue escrita por una mujer, Jane Smiley, una muy premiada y muy excelente novelista, nacida en Los Ángeles en 1949. Si se supone que Flaubert o Isaacs saben cómo sienten las mujeres, sin duda Jane Smiley conoce bien el universo emocional de un hombre instalado en un matrimonio aparentemente feliz que descubre en la página 20 que Dana está enamorada, ya no de él –marido institucional, marido ineludible– sino de otro sujeto.

“Descubre” no es la palabra: en cierto momento esa vida de dos vidas juntas sin interrupción entre la casa, las niñas, el consultorio, las vacaciones, las horas libres (en caso de que existan, lo dudo), esa vida siamesa se interrumpe porque Dana decide hacer parte de un grupo que ensaya ciertas noches de entresemana el coro de los esclavos de la ópera Nabuco. Y, con ironía que es mía, no de Dave, y como dice el coro de Verdi, el pensamiento de Dave vuela y se desboca y descubre sin descubrir que Dana está enamorada de alguien del coro, probablemente el director. No los ha visto, no se lo han contado, ella no ha dicho o hecho nada que lleve a ese pensamiento, pero aun sin pruebas, Dave sabe, o decide saber, que Dana está enamorada. A partir de esa certeza, anterior a toda comprobación, lo que más le importa a él es que ella no se dé cuenta de que él ya se dio cuenta de sus andanzas. Y mucho menos quiere que a Dana le dé un ataque de honradez y decida confesarle todo. En uno de sus insomnios, Dave inventa una oración: “Señor, que no me diga nada sobre esto”.

Dos párrafos más abajo de su plegaria, Dave razona de este modo: “el vínculo matrimonial vuelve todos los actos comunicativos más descafeinados, los lleva a un irónico término medio en que marido y mujer se encuentran más cómodos, con buen humor, haciendo que todo sea más prosaico. Tal vez otros matrimonios sean capaces de acomodarse en un rango mayor de entusiasmo y desesperación”.

A partir de su descubrimiento, Dave pasa por toda clase de avatares, como hacerse el dormido sin pizca de sueño, para evitar un exceso de intimidad de parte de su mujer y que sea para confesar su aventura. Incluso adopta la personalidad de uno de sus clientes, un tipo insoportable, adicto a las pataletas y a los gritos. Y llega a sentirse confuso: “cuando pensaba en la palabra ‘confusión’ se me venía a la cabeza una especie de bruma gris, pero la confusión no es eso. La confusión es visión perfecta y misterio absoluto al mismo tiempo. La confusión es ver sin saber, como si los nervios ópticos siguieran conectados pero los hemisferios del cerebro se hubieran separado”.

Fiel al reglamento de Gozar Leyendo –que no existe, pero que cito en ocasiones como ésta– no voy a contar cómo es el final de La edad del desconsuelo, breve novela de doscientas páginas que Jonathan Franzen considera como una de sus obras favoritas. Sólo les digo que es una excelente novela. La traducción la hizo Francisco González López.