Chichí
Se murió en plena pandemia, pero no lo mató el virus que se ha llevado tantas vidas en el mundo y que tuvo la capacidad de paralizarlo y poner al borde del desastre la economía. Se murió en soledad, pero no fue la soledad la que lo mató, porque desde mucho tiempo atrás se había acostumbrado a ella, como que no era más que su propia construcción, en una existencia en que hizo muchos amigos y tuvo muchos amores, pero a éstos últimos no los apreció completamente y cuando se fueron él lo hizo sin despedirse. Los amigos se le fueron muriendo mucho antes o se fueron lejos de los linderos donde siempre se ha movido, un espacio de muchos kilómetros que recorría rutinariamente todos los días en busca de esos pocos pesos que le permitieran subsistir.
A nadie le hacía falta. A él nadie le hacía falta. Ese domingo 14 de febrero en el hotel humilde, ubicado en el sector del Calvario de Cali, donde se mueven muchos oscuros intereses, extrañaron que a las cinco de la tarde la puerta de su habitación se encontrara aún cerrada y no lo hubieran visto cuando pasara para el baño entre una y dos de la tarde, para irse en ese recorrido que llamaba de su trabajo, pero que no era más que del rebusque. No respondió al llamado. La administradora trajo la copia de la llave y lo encontraron en su cama, en posición de dormido, completamente estirado, inmóvil, frio el cuerpo y sin ningún signo vital. Llamaron a la policía que acudió muy rápidamente, por estar cerca la Estación. Los policías verificaron que estaba muerto y pidieron a la Fiscalía realizar el levantamiento del cadáver. Fue llevado a Medicina Legal. En la habitación habían encontrado su documento de identidad y supieron que en vida se llamaba Julio César Hurtado Piedrahita, que tenía 73 años y que había nacido en Buenaventura.
El examen de necropsia dio como resultado que, en la madrugada de ese domingo, estando dormido, le había dado un paro cardíaco fulminante y la vida le llegó hasta ese punto. El viernes anterior había estado en horas de la tarde lustrando los zapatos de algunos de sus clientes -muy pocos- y a Henry le comentó que tenía una molestia en el brazo y en el hombro izquierdo, que era como si se le trataran de encalambrar, que le parecía que había dormido en una mala posición y que no le dolía, pero si era muy incómodo. Le aconsejaron que se untara alguna crema para el dolor y que si le persistía consultara al médico. Les dijo que les agradecía mucho, pero no tenia con que comprar nada de untarse, que apenas estaba reuniendo lo del almuerzo y le faltaba levantar lo de la dormida y de pronto para comprar el varillo que se fumaba todas las noches antes de dormir y que al médico ni siquiera pensaba en ir, pues le darían cita para dentro de dos o tres meses, que eso le iba pasando. Conversó un buen rato. Fue al interior del lugar, donde acostumbraban a darle algo de comida y se fue en ese recorrido lento de mirar a quien se le ocurría lustrarse los zapatos, por lo que le quisieran dar.
Erasmo, el del puesto de revistas, periódicos, dulces y servicio de llamadas de celular, el sábado lo extrañó mucho, pues siempre arrimaba en horas de la tarde a saludarle y a que le permitiera darle una leída a los diarios escritos. Además era una especie de cita a la que nunca faltaba, porque el revistero siempre le regalaba, sólo ese día, dos cigarrillos marca Pielroja. El sábado 13 de febrero no fue. Las cuentas que hizo Erasmo era que de pronto el viernes se había ido de farra al barrio San Nicolás, donde se reunían muchos habitantes del sector y de la calle y recogían dinero entre todos para comprar una botella de “chirrinche”, un licor casero, de bajo contenido alcohólico, pero que de todos modos satisface en algo a quien gusta de las bebidas embriagantes y no tiene con que comprar licor de verdad. Se la tomaban entre todos, a pico de botella, que iba rotando de boca en boca y escuchaban música salsa en un reproductor de USB a pilas que alguien llevaba. De igual manera consumían marihuana, que también compraban colectivamente, pero a él no le gustaba porque decía que muchas veces ni siquiera se la daban a probar, que mejor compraba su propio varillo y se lo consumía lentamente. Algunas veces, muy pocas, se enrolaba con alguna de las asistentes, a quien le regalaba unos muy pocos pesos y se la llevaba a dormir consigo. Era su mayor placer, pero pocas, muy pocas veces podía hacerlo, porque “de donde va a sacar uno plata para poder darle algo a la hembrita”. Por eso no lo extrañó.
A Medicina legal, hasta el día martes 16 de febrero no se había presentado nadie a reclamar el cadáver. La oficina de comunicaciones decidió, entonces, publicar un aviso fúnebre, con cinta negra incluida, con su foto y su nombre completo para dar a conocer que el cadáver de Julio César Hurtado Piedrahita estaba disponible para sepultarlo y que cualquier familiar podía reclamarlo. En las redes sociales más de uno logró su identificación, como Chichí y comenzó la cadena de reenvíos para dar la noticia. No fue fácil confirmarlo porque la foto no era muy reciente y en ella lucía su dentadura sobresaliente sobre el labio inferior y con algunas de sus piezas partidas, a pesar de que en lo últimos trece años la doctora Diana Catalina le había puesto dos prótesis totales, perfectas, que cuidaba y protegía como tesoros, pues supo de las enormes dificultades de comerlo casi todo con la mano, porque perdió completamente su dentadura.
Sus prótesis dentales totales le fueron puestas como trabajo de grado de la odontóloga, quien al terminar sus estudios llegó a casa, muy seria y posesionada de su papel de ya casi profesional y le dijo a su progenitor: “Papá, necesito un mueco, total”. Su padre se quedó mirándola y le preguntó: “Y de donde piensas tu que me puedo conseguir un mueco total?”. “Yo no sé papá, pero lo necesito, pues mi trabajo de grado es hacer dos prótesis totales y debo comenzar la semana venidera”.
Era la culminación de una muy costosa carrera profesional y no se podía echar a perder todo en el paso final. El padre pensó mucho en como conseguir a alguien a quien le faltasen todas las piezas dentales. En las horas de la tarde de ese día, fue hasta la cafetería a hacer una pausa activa y allí llegó Chichí, su lustrabotas por más de 25 años. Al verlo se le iluminaron las ideas y mientras le daba brillo a sus finos zapatos, conversaba, como siempre con ese hablantinoso hombre afrodescendiente (aunque siempre dijo: “yo que afrodescendiente voy a ser, yo soy es un negro de Buenaventura, es que les ha dado por hablar maricadas y llamar las cosas de otra manera, pero a los que llaman afrodescendientes seguimos siendo negros, eso es todo”), le preguntó porque se había quedado sin dentadura y apenas exhibía los dos incisivos inferiores. Chichí le dijo: “Uy, doctor, por una bobadita así de pequeña, porque no tengo con que comprar comida, para que quiere con que comer. Doctor, porque no tengo con qué. Yo sé que me voy a morir mueco, pero pues ahí voy”.
El cliente le dijo: “Hola Chichí y a ti no te gustaría tener dentadura”. El embellecedor de calzado, como siempre le gustó que le dijeran, le respondió: “Doctor, le repito, no es cuestión de que me guste o no, sino de billete y ahora si que está escaso”. El hombre le insistió: “Hay una posibilidad de que una estudiante del Colegio Odontológico Colombiano, le ponga su dentadura, pero tu tienes que aceptar”. Chichí se quedó mirándolo y le hizo saber que la broma no era mala, pero que no se entusiasmaba con ella, porque él sabía que, de todos modos, aunque la estudiante pusiera su trabajo, los materiales los tenían que costear los pacientes y que entendiera que no contaba con un solo peso.
- Pero dime, Chichí, ¿te gustaría o no tener dentadura completa?
- Hombre doctor, ya le dije que si, pero le repito que no tengo un peso. Ya dejemos el tema así.
- Se requiere de su consentimiento, para que puedan hacer el trabajo profesional., Por el costo de los materiales no te preocupes, se trata del trabajo de grado de mi hija y los materiales los costearía yo. Quieres o no?
- Hombre doctor, si es así yo le jalo, porque usted es un hombre muy serio y me ayuda. Dígame pues es que hay que hacer. ¿A donde voy?
- Déjame yo hablo con mi hija y mañana te digo los detalles de como sería el tratamiento.
- Vale, doctor, uy, con eso la sacamos del Estadio, doctor, como cuando juega el América, yo con mis dientes podré volver a mirar peluches, que cuando me ven mueco se burlan y ni me saludan.
El padre le dijo a su hija que ya tenía el mueco que estaba necesitando y que sería una obra de solidaridad para con un hombre bueno y trabajador. La hija le interrogó si era completamente mueco y él le dijo que le quedaban los dos incisivos inferiores, a lo que ella respondió: “Yo se los saco, lo trato y le hago las dos prótesis totales, de lo contrario no me lo aceptan como trabajo de grado”.
Al día siguiente hubo nueva conversación con Chichí y el cliente de los zapatos limpios le dijo que los dos incisivos que le quedaban en la parte inferior se los extraerían. Abrió los ojos un poco más de lo que los tenía y dijo que lo iba a pensar, que esos dos dientes los quería como a su vida, porque era lo único con lo que medio podía partir algún alimento. Lo lustró y le dijo que le avisaba. A la media hora regresó y le dijo: “Oiga, doctor, ¿me sacan los dos dientes que me quedan y me los ponen nuevos? Le dijo que le iban a poner dentadura completa y que si se decidía debía madrugar a las consultas y al tratamiento. Se quedó mirándolo: “¿Y como a que horas llama usted madrugar, doctor?” . “Tienes que llegar a las seis y media de la mañana, que es la hora en que le asignan a ella equipo en la clínica odontológica para sus prácticas”.
En ese punto de la charla estuvo dudando mucho más. Es que hacía muchos años, tantos como cincuenta, no se levantaba antes de la una de la tarde, por la sencilla razón de poderse ahorrar una comida diaria, pues difícilmente se conseguía lo de las otras dos. Todos los días salía a recorrer las calles del norte de Cali, en un circuito que no pasaba de la calle 17 norte con avenidas. 4, 5 y 6 y debía conseguir los tres mil pesos que le costaba la dormida en el hotel humilde de la calle 12 con carrera 12, donde vivía hacía muchos años y le habían asignado una pieza exclusiva para su uso, con la condición de pago diario y que la ropa de cama solamente se la cambiarían una vez por semana. Allí tenía sus pocas cosas, que se reducían a un equipo de sonido portátil, de muy buena calidad que alguien le regaló, en el que oía salsa y noticias, la ropa, que era abundante, pues muchos amigos le regalaban y la única exigencia que hacía era que no fuera a estar rota, muchos pares de zapatos que también le regalaban en muy buen estado y dos o tres libros de canje, con los que había leído muchos libros, pues cada que terminaba uno, iba a la librería de usados y lo cambiaba por otro, de esa manera fueron muchos los libros que se leyó, con mucho cuidado, solamente conservaba tres o cuatro libros que le habían regalado, autografiados, amigos escritores a quienes conocía de mucho tiempo atrás. De ahí su negativa sorpresa al oír de las madrugadas. Ahora era el inconveniente de como despertar a esa hora.
De mucho tiempo atrás su horario de vida no era común. Acostumbraba a dormirse entre la una y las dos de la madrugada y a levantarse hacia la una de la tarde. En su habitación todos los días se fumaba un cigarrillo de marihuana y cuando se le preguntaba desde cuando lo hacía, decía que, desde siempre, que eso era lo que lo mantenía tan alentado, tan saludable, que era un hombre normal, pero que su marihuana no le podía faltar y que no estaba de acuerdo con quienes hablaban de la adicción, pues cuando no tenía con que, no la fumaba y no pasaba nada, solo que se tardaba un poco más en quedarse dormido. Parte del compromiso fue regalarle un despertador, de los tradicionales, pues sabía que eran los celulares, pero nunca había tenido uno, ni lo iba a tener y además no tenía a quien llamar, ni quien lo llamara. Vivía tranquilo con el mundo real, ese que se encontraba a cada paso.
Se sometió a la madrugada para el tratamiento odontológico, supo que era volver a desayunar, porque la odontóloga le daba para ello y se iba a hacerle siesta, para reponer las horas que le faltaron de su dormida de rutina. En quince días tuvo instaladas sus prótesis y lucía feliz con las congratulaciones de todos sus amigos. A todos les contaba como había sido posible y sólo tenía palabras de gratitud y aprecio para ese escritor que era su cliente y cuya hija lo había tratado con la mayor dignidad y respeto. Una vez que le sobraron unos pocos pesos, compró una caja de chicles y se los entregó a su cliente, “Para que, por favor, se los llevara a la doctora Diana y dígale que ella es mi ángel guardián y que, si yo rezara, todos los días rezaría por ella, pero que la llevo en mi corazón”.
Chichí había nacido en Buenaventura y siendo niño se vino a Cali, donde hizo su vida, pasando por ser bailarín y cantante de salsa, participando en una de las películas de Carlos Mayolo, de quien fue amigo, hasta cuando el licor y el consumo de estupefacientes le fueron dando al traste con la vida. Estuvo casado una vez, y tuvo dos hijos. Se separó y tuvo otras tres relaciones, de las cuales siempre quedaba un hijo. Nunca volvió a saber de sus mujeres, ni mucho menos de sus hijos. Siendo muy joven y por lo insistente que era en sus cosas, alguien le dijo que parecía un Chichí, por lo jodón y así se quedó por siempre. Para ganarse la vida tuvo que echar mano de una caja de lustrar zapatos y en plena época del apogeo del narcotráfico en Cali, uno de los lugares preferidos de esos personajes era el Café de los Turco de la Avenida cuarta norte, donde queda ahora la plazoleta Jairo Varela y allí se asentó Chichí con su caja, con su peinado rasta y su buen humor para hacer amigos. Vivió los mejores años de su vida. Ganaba mucho dinero, no como lustrabotas, sino haciendo toda clase de mensajería y consumiendo lo que le gustara porque le gastaban todos los vicios. Cuando el cartel se vino al piso, uno de los que debió aterrizar obligado a la realidad fue Chichí, que se defendió con sus cajas de betún y cepillos. Cuando sus trenzas de rasta se comenzaron a encanecer, prefirió hacerse rapar el pelo y siguió dando vueltas en el norte,
Era un hombre culto, con quien se podía hablar de literatura, de historia y de música, especialmente salsa. La conocía al dedillo y la cantaba agradablemente, acompañándose con golpes de bajo que hacía con el cepillo y la caja de madera con sus implementos de trabajo. Se sabía la historia de todos los grandes cantantes de salsa y uno de sus ídolos mayores fue Jhony Pacheco, quien murió, precisamente, un día antes de que ese 14 de febrero a él lo encontraran muerto en su solitaria habitación.
Nadie reclamó su cadáver en Medicina Legal. Algtunos amigos comentaron que por temor a verse involucrados en esas investigaciones burocráticas del sistema judicial colombiano. Su cuerpo sin vida fue introducido en una bolsa de plástico de color negro y ahora reposa en la fosa común del Cementerio del barrio Siloé de Cali.
Chichí murió en la soledad que durante muchos años el mismo se encargo de construir, pero en circunstancias que fueron deseadas por él mismo, como alguna vez le comentó a su amigo escritor: “Yo me tengo que morir de una doctor, porque no tengo quien me cuide”. Vivió a su manera y aunque tenía todas las necesidades, no conocía de angustias vitales. No las tenía. Nunca las tuvo.