18 de abril de 2024

Un huevo cocido y una chocolatina

Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
15 de enero de 2021
Por Pablo Felipe Arango
Por Pablo Felipe Arango
Abogado, experto en servicios públicos. Lector. Librero. Catedrático en universidades de Manizales. Ornitólogo aficionado.
15 de enero de 2021

Llegué a visitar al poeta/
Exactamente al mediodía, un domingo…/
El poeta me miraba fijamente, /
En silencio, como un gran anfitrión.”

Anna Ajmátova

Horas antes de que el 16 de mayo de 1934 la OGPU allanara la casa de Osip y Nadiezhda Mandelstam, con el fin de encontrar elementos incriminatorios y detener al poeta, este pidió a unos vecinos algo que ofrecer a Anna Ajmátova, a quien había invitado a pasar unos días.  La pareja casi nunca tenía nada que comer. Los vecinos solo pudieron ofrecerle un huevo cocido, y Osip lo aceptó.  Existen varios relatos de lo que sucedió aquella fecha. Aunque supongo que todos deben derivar de lo recordado por Nadiezdha y Anna, pues los demás asistentes eran policías, testigos y delatores.  Dos elementos sin embargo nunca están ausentes en la narración: la presencia de David Brodsky, un poeta y traductor de segundo nivel que cumplió en aquella oportunidad el papel de delator, y el huevo cocido.

David Brodsky era supuestamente amigo del poeta, aquella jornada no se separó de él ni siquiera cuando fue a buscar el huevo. Luego se arrellanó en un sofá, y mientras declamaba poesía, esperó la llegada de los comisarios que, horas después de haber comenzado el procedimiento, le pidieron se largara.  Es probable que todos presintieran que el papel del traductor aquella vez, era, justamente, el que cumpliría. Ese fue su único aporte a la literatura: haber estado presente durante el infame procedimiento, y haber acompañado a Osip donde los vecinos.

El huevo que habíamos traído para Ajmátova seguía intacto sobre la mesa. Todos paseábamos por la habitación y charlábamos, procurando no fijar nuestra atención en las personas que rebuscaban en nuestras cosas. De pronto, Ajmátova dijo que Mandelstam debía comer antes de marcharse y le tendió el huevo. Él accedió, tomó asiento ante la mesa, saló el huevo y se lo comió”, escribió Nadiezhda en sus memorias (Contra toda esperanza – Acantilado).

Imposible no imaginar la escena: la grisura y estrechez de la habitación, que además nombraban ellos mismos como el santuario debido a que en un rincón tendía Ajmátova su colchón cuando los visitaba. La tosquedad de los muebles, el ambiente húmedo cargado de nicotina, la tristeza y el desconsuelo en la mirada de Osip, Nadiezhda y Anna, la vergüenza en la de David Brodsky, indiferencia en la de los demás.  Mientras que, sobre la mesa, en un plato limpio, reposaba el huevo, blanco, reluciente y frio.

Un juez condenó a Mandelstam a tres años de destierro en los Urales debido al poema que había escrito en contra de Stalin, de quien decía: “sus dedos gordos parecen grasientos gusanos”, “aletea la risa bajo sus bigotes de cucaracha”, y “cada ejecución es un bendito don/ que regocija el ancho pecho del Osseta”. Cumplida la primera condena, y trascurridos unos meses de libertad, volvería a ser detenido en 1938 y condenado a cinco años más de destierro. Murió, al parecer, durante el desplazamiento a Kolyma en el extremo oriental de la entonces Unión Soviética.

 

En la primera de sus detenciones, gracias a la intervención de algunos amigos, entre ellos Boris Pasternak, que aún a pesar de estar muerto del miedo se atrevió a terciar ante Stalin, y al parecer debido a que el dictador creía a Mandelstam mejor poeta que conspirador, se le permitió viajar con Nadiezhda, que aceptó desterrarse también.  En el viaje de destierro, cuenta ella, parecían apestados que todos rehuían, se les impedía el más mínimo gesto de libertad como caminar, levantarse, o hablar con alguien. El miedo, casi siempre, o el asco a un traidor de la revolución, definían un comportamiento cuando menos inhumano.  Una vez, sin embargo, cuenta Nadiezhda, una mujer, valiente, se acercó al vagón de los desterrados, y por una pequeña ventana arrojó una chocolatina, una simple, pequeña e infantil chocolatina. Un gesto para decirles, o decirle a quien tuvo la fortuna de recibirla, que no estaban olvidados del todo, que aún pertenecían al mundo de los vivos.

El huevo cocido que había conseguido Mandelstam para Ajmátova y que luego ella ofreció al poeta para que no partiera a la cárcel con hambre, tiene una íntima relación con la chocolatina arrojada por la ventanilla del vagón de presos. Se trata de dos alimentos sencillos y humildes, que, aun así, son la reafirmación de una humanidad que parece sucumbir ante la barbarie. Hacen parte de aquellos pequeños gestos u objetos, capaces de concentrar la extraña y casi siempre oculta energía que puede convertirnos en seres sublimes, conectados con la divinidad. Aquella entrega, la del huevo y la de la chocolatina, y su recibimiento, tienen mucho de la comunión de los antiguos cristianos. No importa, ahora, que sucedió después, en aquellos instantes el universo fue uno y perfecto. Tal vez por eso -y los poetas lo presintieron-, aquel simple huevo cocido sigue siendo parte trascendente de la historia, mientras que los demás asistentes y cosas presentes en el evento, incluido el delator, se van diluyendo poco a poco en el tiempo.

 

Manizales, enero 15 de 2021