29 de marzo de 2024

El DIH y otros derechos

6 de diciembre de 2020
Por Augusto Trujillo Muñoz
Por Augusto Trujillo Muñoz
6 de diciembre de 2020

El Derecho es garantía de convivencia. El Derecho Internacional Humanitario (DIH) es, además, garantía de civilización. Y el Estado de Derecho -si no se queda en las formas- garantiza que la sociedad no se hunda entre la anarquía y el despotismo.

El Estado de Derecho nació en Europa. Es hijo de las revoluciones que presionaron el tránsito del absolutismo regio al constitucionalismo liberal: Los ingleses con su revolución gloriosa de 1668; los norteamericanos con su Constitución de Filadelfia; los franceses con su absorbente revolución que, finalmente, aterrizó en el Consulado; los españoles con su Constitución de Cádiz.

Esas revoluciones empujaron los desarrollos del Estado de Derecho, pero no superaron las guerras en el viejo mundo. La paz de Westfalia afianzó las soberanías, pero también apuntaló las confrontaciones bélicas entre los nuevos estados-nación. Para Europa la guerra fue la continuación de la política por otros medios, según la célebre frese de Clausewitz. Y la guerra, como siempre, es salvaje.

Solo hacia 1860, en medio del proceso de unificación italiana, se comenzó a hablar en Europa de la humanización de la guerra. Henri Dunant fundó la Cruz Roja Internacional con el objeto de atender a los combatientes heridos. Un lustro después se aprobó una normativa destinada a proteger a las víctimas y, luego, otra para regular la conducción de las hostilidades. Se conocen como Derecho de Ginebra y Derecho de La Haya.

Según la historia oficial moderna, así nació en Europa lo que hoy se denomina DIH. Aparecería cuatrocientos años después de Maquiavelo, de Hobbes y de Bodino, en cuyo pensamiento anidaron los entramados del Estado moderno. Muy pocos reconocen su origen en La Gran Colombia, donde Simón Bolívar y Pablo Morillo suscribieron el Armisticio de Santa Ana y el Acuerdo para la Regularización de la Guerra. Lo firmaron en el estado venezolano de Trujillo, el 27 de noviembre de 1820, es decir, hace 2 siglos y 40 años antes del Derecho de Ginebra, nombre con el que también se conoce el DIH.

La entrevista de Santa Ana constituye un hito, por lo que significa para la historia universal. Por primera vez, desde el nacimiento del estado-nación, dos militares, enemigos a muerte, en medio de un conflicto bélico, conciertan un encuentro y después de un diálogo cordial con abrazo incluido, acuerdan dar vigencia, autoridad y eficacia a unas normas, en medio de la guerra. Deciden civilizarla, hacer canje de prisioneros, respetar a los no combatientes:

“Los gobiernos de España y de Colombia manifiestan el horror con que ven la guerra de exterminio que ha devastado hasta ahora estos territorios convirtiéndolos en un teatro de sangre; y deseando aprovechar el primer momento de calma que se presenta para regularizar la guerra que existe entre ambos gobiernos, conforme a las leyes de las naciones cultas, y a los principios más liberales y filantrópicos, han convenido en nombrar comisionados que estipulen y fijen un tratado de regularización de la guerra”.

Ese es el origen del DIH. Nació en Colombia. Salvo algún texto incluido en el Código de Hamurabi o en las normas del ‘derecho de gentes’, formuladas por los juristas romanos, antes de Cristo, el armisticio de Santa Ana no tiene antecedentes. El 20 de julio de 1810, los cabildos colombianos habían adoptado unas constituciones provinciales. En 1819, sus ejércitos propiciaron el Congreso de Angostura. En Santa Ana de Trujillo, se creó derecho sustentado en un profundo respeto por los valores humanos. Colombia nació en medio el derecho, pero también nació creando derecho. Por eso los colombianos individualmente, y la sociedad en su conjunto, deben reflexionar, hoy, en torno a las sinrazones de un conflicto armado que se está volviendo crónico, y de una rara indolencia que, eufemísticamente, lo llama paz con legalidad.

Los colombianos viven entre la guerra encubierta y la paz simulada. Semejante combinación es no solo una tragedia sino la antesala de nuevos conflictos, o de los mismos conflictos viejos que se exacerban, hasta condenar a muerte cualquier vestigio republicano, incluso, sin que desaparezcan las formas del Estado de Derecho. Es dramático: si dejamos morir la democracia, en vez de fortalecerla, no tendremos fuerzas, ni siquiera, para llevar a cuestas su cadáver. Por Dios, mirémonos en el espejo vecino: El del país, sin DIH, que hace 200 años asistió al abrazo de Bolívar y Morillo.

*Presidente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia. @inefable1